35

Marcus terminó yéndose a pasar la noche con su padre y con Lindsey. Aunque tuviera cierta gracia, sintió lástima por ellos: en la comisaría le habían parecido por completo fuera de lugar, como si no supieran qué hacer. Marcus no había reparado en ello antes, pero esa noche saltaba a la vista quiénes vivían en Londres y quiénes no, y los que no vivían en Londres parecían mucho más asustados por todo. Clive y Lindsey habían tenido miedo de Ellie pero también de la madre de Ellie y de la policía… No habían parado de quejarse, y parecían muy nerviosos… Tal vez no tuviese nada que ver con Londres, sino con la clase de personas con que ahora se relacionaba; quizás lo que ocurría era que en los últimos dos meses había crecido. Comoquiera que fuese, ya no veía qué podía proporcionarle su padre, y ésa fue la razón de que tuviera lástima de él y accediera a ir a Cambridge.

Clive siguió quejándose en el coche. ¿Por qué había querido relacionarse Marcus con una chica así? ¿Por qué no había intentado pararle los pies? ¿Por qué había sido tan brusco con Lindsey? ¿Qué le había hecho ella? Marcus no contestó. Dejó que su padre siguiera hablando hasta que por fin pareció quedarse sin reproches, del mismo modo que un coche se queda sin gasolina: comenzó a perder velocidad y a ganar tranquilidad hasta que por fin se calló. Lo cierto era que ya no podía seguir siendo esa clase de padre. Se le había pasado la oportunidad. Era como si Dios de pronto decidiese ser Dios otra vez, un trillón de años después de haber creado el mundo: no podía bajar súbitamente del cielo y decir: «Oh, no deberíais haber puesto el Empire State ahí, y no deberíais haber organizado las cosas de modo que los africanos tengan menos dinero que los demás, y no deberíais haber fabricado armas nucleares», pues en tal caso la contestación sería bien fácil: «Ya es un poco tarde, ¿no crees? ¿Dónde te habías metido cuando nos pusimos a pensar en todo eso?»

No se trataba de que, a su juicio, su padre debería haber estado más cerca de él, pero tampoco podía salirse con la suya en un sentido y en el otro. Si le apetecía estar en Cambridge y fumar marihuana con Lindsey y caerse de los alféizares de las ventanas, espléndido, pero en tal caso que no se enfadase por pequeñeces, y Ellie, la verdad, era algo bien pequeño, aun cuando mientras estuvieron sentados en el bordillo de la acera, a la espera de que llegara el coche de la policía, le pareció la cosa más grande que había visto en su vida. No, más le valía buscarse otra ocupación. Will podía encargarse de las pequeñeces, y su madre también. Su padre quedaba al margen de todo eso.

Llegaron a la casa de su padre a eso de las diez y media; el viaje de Marcus a Cambridge había durado seis horas, y no estaba del todo mal, la verdad, teniendo en cuenta que a mitad de camino lo habían detenido. (¡Lo habían detenido! Bueno, al menos lo habían llevado a la comisaría en un coche patrulla. Había dejado de pensar que el escaparate roto fuera el resultado directo de su reciente afición a saltarse las clases, así como que pudiera terminar por ser un vagabundo y un drogadicto. Ahora que estaba en libertad se daba cuenta de que su reacción había sido excesiva y se tomaba el incidente de Royston como una simple medida del largo camino que había recorrido durante los últimos meses. Cuando llegó a Londres, habría sido incapaz de imaginar que algún día lo detendría la poli. No habría sabido por dónde empezar.)

Lindsey preparó una taza de té, y se quedaron un rato sentados a la mesa de la cocina. Clive le hizo luego un gesto a Lindsey, quien, tras decir que estaba cansada y que se iba a dormir, los dejó a solas.

—¿Te importa que me líe un porro? —le preguntó su padre.

—No —respondió Marcus—. Haz lo que quieras. Yo no pienso fumar.

—Desde luego que no. ¿Te importa acercarme la caja? Me duele si me estiro.

Marcus arrimó la silla a las estanterías, se subió encima y comenzó a tantear detrás de los paquetes de cereales del estante superior. Tenía gracia que uno supiera esas cosillas de los demás, como dónde guardaban la caja con la marihuana, por ejemplo, y en cambio ignorase qué pensaban en un momento determinado.

Se bajó, le tendió la caja y volvió a colocar la silla en su sitio. Su padre se puso a liar un porro, murmurando como si hablase con los papelillos de fumar.

—Desde el día que tuve el accidente he pensado mucho, ¿sabes?

—¿Desde que te caíste de la ventana? —A Marcus le encantó decir las cosas tal como eran.

—Sí, desde mi accidente.

—Mamá dijo que habías pensado mucho.

—¿Y?

—¿Y qué?

—No lo sé. ¿Tú qué crees?

—¿Que qué creo de que tú hayas pensado mucho?

—Bien… —Su padre levantó la mirada—. Sí, supongo que sí.

—Pues la verdad es que depende, ¿no te parece? De lo que hayas pensado, quiero decir.

—Entiendo. Lo que he pensado es que… Me asustó, el accidente me asustó.

—¿Te refieres a cuando te caíste del alféizar de la ventana?

—Sí, a mi accidente. ¿Por qué tienes que decir siempre cómo fue? En cualquier caso, me asustó.

—Pues no fue para tanto. Sólo te has roto la clavícula. Conozco a un montón de gente a la que le ha pasado lo mismo.

—Si es algo que te hace pensar, lo de menos es cómo te hayas caído, ¿no crees?

—Supongo.

—Lo que dijiste en la comisaría… ¿Hablabas en serio? O sea, cuando dijiste que era un inútil como padre.

—Oh, no lo sé. No, no lo creo.

—Lo digo porque ya sé que no he sido el mejor de los padres.

—No, el mejor no.

—Y… Tú necesitas un padre, ¿verdad? Ahora lo entiendo. Hasta ahora, no lo había visto tan claro.

—No sé qué es lo que necesito.

—Pero sabes que necesitas un padre.

—¿Por qué?

—Porque todo el mundo lo necesita.

Marcus lo miró pensativo.

—Todo el mundo lo necesita, ¿sabes? —dijo—, para echar a andar. Después, ya no estoy tan seguro. ¿Por qué crees que ahora necesito un padre? Estoy muy bien sin padre.

—Pues no lo parece.

—¿Por qué? ¿Porque otra persona que no soy yo ha roto el escaparate de una tienda? No, la verdad es que estoy muy bien sin padre. Puede que esté mejor sin padre que con padre. Quiero decir que… con mamá las cosas son difíciles, pero en este curso, en el colegio… No sé cómo explicarlo, pero me siento más seguro que antes, porque conozco a más gente. Al principio tenía mucho miedo, porque no me parecía que con sólo dos fuera suficiente, pero ahora ya no somos dos. Somos muchos. Y así uno está mucho mejor.

—¿Muchos? ¿Quiénes? ¿Te refieres a Ellie, Will y gente por el estilo?

—Sí, gente por el estilo.

—Pero no siempre estarán cerca de ti.

—Algunos sí, y otros no. Lo que pasa… Antes no pensaba que alguien pudiera ocuparse de eso; ahora, en cambio, ya sé que sí. Hay que encontrar a la gente. Es como esos juegos de acróbatas.

—¿Qué juegos de acróbatas?

—Esos en los que uno está encima de un montón de gente que forma una pirámide humana. Lo de menos es quiénes sean los demás, ¿verdad?, al menos mientras estén donde deben estar y tú no dejes que se vayan sin antes encontrar a alguien que ocupe su lugar.

—¿De veras crees que no importa quién esté debajo de ti?

—Sí, ahora creo que es así. Antes no, pero ahora sí. Uno no puede estar encima de su padre y de su madre si cualquiera de los dos se va a largar o se va a deprimir.

Clive había terminado de liar el porro; lo encendió y dio una profunda calada.

—En eso es en lo que he estado pensando tanto —dijo—. En que no debería haberme largado.

—No tiene importancia, papá. Si las cosas se ponen feas, sé dónde dar contigo.

—Vaya, pues muchas gracias.

—Lo lamento. Pero… Me siento bien, de veras. Puedo encontrar a la gente que necesite, así que estaré bien.

Y seguro que lo estaría, a Marcus no le cabía duda de ello. No sabía dónde podría estar Ellie, porque Ellie no reflexionaba tan a fondo, aunque era inteligente y entendía de política y de otras cosas; tampoco sabía dónde estaría su madre, porque la mayor parte de las veces no era demasiado fuerte. Pero estaba seguro de que sabría apañárselas, y que sabría hacerlo de maneras que a los demás no se les habían ocurrido. Sabría apañárselas en el colegio, porque sabía qué debía hacer, en quién podía confiar y en quién no, y eso lo había averiguado ahí mismo, en Londres, donde la gente se aborda desde toda clase de ángulos extraños. Era posible crear pequeñas estructuras de personas que nunca habrían sido viables si su padre y su madre no se hubieran separado y los tres hubieran seguido viviendo en Cambridge. Las cosas tampoco eran exactamente iguales para todo el mundo. Todo eso no les servía de nada a los locos, a los que no conocían a nadie, a los enfermos, a los que bebían demasiado. Pero a él sí iba a servirle, ya se ocuparía de eso, y como sabía que iba a servirle, sin duda había tomado la decisión de que era una manera de hacer las cosas mucho mejor que la que su padre había tratado de inculcarle.

Charlaron un rato más, hablaron de Lindsey y de que deseaba tener un hijo; hablaron de que Clive era incapaz de decidirse; comentaron si a Marcus le importaría, y éste dijo que en realidad le gustaría, que le gustaban los niños pequeños. La verdad era que no, pero conocía el valor de que hubiera gente en abundancia alrededor de él, y el bebé de Lindsey crecería y formaría parte de esa gente. Luego se fue a la cama. Su padre le dio un abrazo y se puso un tanto lacrimoso, pero a esas alturas ya estaba colocado, de modo que Marcus no le hizo demasiado caso.

Por la mañana, Lindsey y su padre lo llevaron a la estación y le dieron dinero suficiente para tomar un taxi desde King's Cross hasta la casa de su madre. En el viaje en tren Marcus se limitó a mirar por la ventanilla. Estaba seguro de haber acertado al hablar de los juegos de los acróbatas; aunque hubiese sido una tontería, pensaba seguir creyendo que era verdad. Si eso le ayudaba a llegar hasta el día en que fuera completamente libre para cometer los errores que todos cometían, ¿qué tenía de malo?