34

A fin de cuentas, la vida era como el aire. De eso, Will ya no tenía la menor duda. No había forma humana de mantenerla lejos de uno, o al menos a cierta distancia; por el momento, todo lo que podía hacer era vivir y respirar. Le resultaba un misterio cómo se las apañaba la gente para metérsela en los pulmones sin atragantarse; era demasiado áspera, un aire que casi se podía masticar.

Llamó a Rachel desde casa de Fiona mientras ésta se encontraba en el cuarto de baño. En esta ocasión sí contestó a su llamada.

—Nunca pensaste en ir a la cita, ¿verdad?

—Bueno…

—¿Sí o no?

—No. Pensé… Pensé que sería mejor así. ¿He hecho algo irremediable?

—No, supongo que no. Supongo que me ha sentado muy bien.

—Pues ya lo has visto.

—Ya, pero por norma…

—Por norma, suelo presentarme siempre que digo que voy a hacerlo.

—Gracias.

Le contó a Rachel lo ocurrido con Marcus y Ellie, y prometió que la mantendría informada. Nada más colgar el auricular llamó Katrina, la madre de Ellie, y habló con Fiona. Luego Fiona habló con Clive, y después llamó a Katrina para ofrecerse a llevarla a Royston. Y Will fue por su coche, y partieron los dos hacia el domicilio de Ellie.

Mientras Fiona iba en busca de la madre de Ellie, Will permaneció sentado en el coche escuchando a Nirvana y pensando en el Día del Pato Muerto. Había algo que le recordaba aquel incidente; flotaba en el ambiente la misma sensación de inminencia del caos, de que nada era previsible. La principal diferencia radicaba en que ahora nada era…, bien, tan divertido. No, eso no significaba que el intento de suicidio de Fiona hubiera sido motivo de risas y diversión; se trataba más bien de que entonces él aún no conocía a aquellas personas, no le importaban, y por eso había tenido la posibilidad de mantenerse al margen y observar con una fascinación terrible, pero en el fondo una fascinación neutral, el follón que puede armar la gente si se lo propone, si tiene mala suerte o si se dan las dos cosas a la vez. Sin embargo, ahora esa neutralidad había desaparecido y Will estaba mucho más preocupado por el pobre Marcus, sentado con una adolescente medio chiflada en la comisaría de policía de un pueblo de la periferia —si bien el chico seguramente olvidaría esa experiencia en menos de una semana—, que por el intento de suicidio de su madre, cuyo recuerdo él con toda certeza se habría llevado a la tumba. Al parecer, tener sentimientos o no tenerlos era indiferente puesto que toda respuesta sería desproporcionada ante lo que la hubiese suscitado.

La madre de Ellie era una mujer atractiva de poco más de cuarenta años y aspecto lo bastante juvenil como para que le sentaran de maravilla los vaqueros desgastados y la cazadora de cuero que llevaba. Tenía el pelo rizado y teñido con henna, y unas bonitas arrugas en las comisuras de los ojos y la boca; en lo referente a su hija, daba la impresión de considerar desde hacía mucho tiempo que todo estaba perdido.

—Está loca —sentenció Katrina a la vez que se encogía de hombros, nada más subir al coche—. No sé cómo ni por qué, pero lo está. No quiero decir loca de remate, ya sabéis. ¿Os importa que fume si abro un poco la ventanilla? —Se puso a hurgar en el bolso, no logró encontrar el mechero y se olvidó de su intención de fumar—. Tiene gracia. Cuando nació Ellie, yo de veras esperaba que de mayor fuera exactamente así, batalladora, rebelde, brillante y llamativa. Por eso le puse por nombre Eleanor Toyah.

—¿Es alguna alusión clásica? —preguntó Fiona, riendo.

—No, de la música pop —respondió Will, que no entendió a qué venía la risa de Fiona—. Toyah Wilcox.

—Y ahora que es batalladora, rebelde y lo que quieras, daría cualquier cosa por que fuera un poco más comedida y llegara a casa a la hora prevista. Me está matando.

Will hizo una mueca ante la manera de hablar de Katrina y miró de reojo a Fiona, quien no dio ninguna muestra de que para ella dicha expresión tuviera otro sentido que el meramente figurado.

—Aunque ésta es la gota que colma el vaso —añadió Katrina.

—Lo mismo digo —apuntó Fiona.

—Al menos, hasta la siguiente gota.

Las dos se echaron a reír, pero era verdad. O a Will al menos se lo pareció. Siempre habría una gota más. Ellie estaba matando a Katrina y Marcus estaba matando a Fiona, y seguirían matándolas durante años. Eran las muertas vivientes: jamás vivirían, al menos como era debido, y era imposible que muriesen. Tan sólo podían sentarse las dos en el coche de un desconocido y reírse de todo ello. A pesar de todo, ¿había gente, como Jessica, capaz de decirle a la cara que estaba perdiéndose algo bueno? Se dijo que jamás llegaría a entender su significado, si acaso tenía alguno.

Hicieron una parada para repostar gasolina, comprar latas de refrescos, un par de bolsas de patatas fritas y chocolatinas. Al volver al coche, el ambiente era distinto: entre el ruido de las latas al abrirse y el crujir de las bolsas de patatas, parecían haberse convertido en un trío. Era casi como si, de entrada, se hubiesen olvidado del motivo por el que estaban allí. De las excursiones en el autobús del colegio Will recordaba que viajar era algo relacionado con el hecho de irse y volver más tarde, aunque no estaba muy seguro de que fuese eso exactamente. Quizás uno no se diera cuenta de que había creado un sentimiento hasta que lo dejaba atrás y volvía a reencontrarse con él, pero en ese instante había un sentimiento común, una mezcla de desesperación, preocupación compartida, histeria contenida y espíritu de equipo que a cualquiera se le habría subido a la cabeza, y Will tenía plena conciencia de estar contenido en ese sentimiento, en lugar de mirarlo desde el otro lado de un cristal. No, era imposible que fuese eso lo que se estaba perdiendo, porque no se lo estaba perdiendo, aunque sin duda tenía que ver con los niños. Pensó que había que otorgarle a Marcus todo el mérito: el chico era torpe y raro, pero poseía la curiosa capacidad de crear puentes entre las personas, y eso era algo que muy pocos adultos estaban en condiciones de hacer. Will jamás se hubiera imaginado que sería capaz de cruzar la acera para saludar a Fiona, pero ahora mismo lo era; su relación con Rachel, por otra parte, se hallaba por completo cimentada en Marcus. Y allí había de pronto una tercera persona, una persona a la que nunca había visto, y los tres intercambiaban barritas de Kit-Kat y sorbos de Coca-Cola Light, casi como si estuviesen intercambiado fluidos corporales. No dejaba de tener un punto de ironía que ese muchacho solitario y aislado supiera de algún modo facilitar todas esas conexiones, y en cambio permaneciera tan ajeno a cualquier conexión con los demás.

—¿Por qué se pegó un tiro el tío ese? —preguntó Fiona de repente.

—¿Kurt Cobain? —preguntaron Will y Katrina al mismo tiempo.

—Sí, ése.

—Supongo que porque no era feliz —repuso Katrina.

—Bueno, hasta ahí llego yo sola. ¿Y qué más?

—Pues ahora mismo no lo recuerdo. Ellie me lo contó todo, pero al cabo de un rato me olvidé por completo. ¿Drogas? ¿Una infancia desdichada? ¿Presión social? Algo de eso, no sé.

—Antes de Navidad, ni siquiera sabía que existiese —dijo Fiona—, pero parece que era muy famoso, ¿no?

—¿No has visto las noticias de hoy? Salían imágenes de un montón de jóvenes abrazándose y llorando. Daba verdadera pena verlos. Y eso que ninguno tenía pinta de ponerse a romper escaparates. Evidentemente, sólo mi hija ha querido expresar su tristeza de ese modo.

Will se preguntó si Marcus habría estado alguna vez en su cuarto escuchando Nevermind del mismo modo que él había escuchado en el suyo el primer disco de los Clash. No lograba imaginar tal cosa. Era casi imposible que Marcus hubiera llegado a entender esa clase de ira y de dolor, aun cuando fuese muy probable que tuviera su propia versión de lo que esos sentimientos significaban. Y a pesar de todo allí estaba, retenido en la cárcel —bueno, no exactamente: sentado en la sala de espera de una comisaría de policía—, sólo por haber sido cómplice de un delito que de algún modo se había cometido para vengar la muerte de Kurt Cobain. Costaba trabajo imaginar a dos almas menos afines que las de Marcus y Kurt Cobain, a pesar de lo cual los dos habían sido capaces de lo mismo: Marcus conseguía insólitas conexiones entre la gente, aunque estuvieran en un coche, y Kurt Cobain lograba lo mismo en las cadenas de televisión del mundo entero. Eso probaba sin duda que la situación no era tan lamentable como todos pensaban. Will deseó ser capaz de enseñarle a Marcus la prueba de lo que acababa de pensar, y no sólo a él, sino a quienquiera que la necesitase.

Ya casi habían llegado. Katrina seguía hablando por los codos, al parecer reconciliada con la idea de que su hija volviese a estar metida en un buen lío (si hubiese tenido la desgracia de que Ellie fuera hija suya, se dijo Will, ésa habría sido la única posibilidad). Fiona en cambio permanecía terriblemente callada.

—Estará bien, no te preocupes —le dijo.

—Ya lo sé —respondió ella, pero Will notó en su voz algo que no le gustó nada.

A Will no le extrañó captar que las vibraciones de la comisaría de policía eran de lo peorcito —como la inmensa mayoría de los consumidores de drogas blandas, no era un gran admirador de la policía—, pero le sorprendió que esas vibraciones no procedieran del mostrador de recepción, donde fueron recibidos con una amabilidad algo tensa, sino de la sala de entrevistas, donde el silencio era gélido y abundaban las miradas de furia. Lindsey y Clive miraban, furiosos, a Marcus, quien miraba, no menos airado, la pared. Una furiosa adolescente (que a Will le pareció un improbable cruce entre Siouxsie y el Correcaminos, con la salvedad de que llevaba el corte de pelo de alguien que hubiera recuperado la libertad tras pasar muchos años entre rejas) miraba con irritación a todo el que tuviera la valentía de echarle un vistazo.

—Os ha llevado un buen rato —masculló Ellie cuando entró su madre.

—Me ha costado el tiempo de hacer un par de llamadas y venir en coche —dijo Katrina—, así que no empecemos.

—Tu hija —señaló Clive con una pompa que en realidad no le iba nada bien a un hombre que llevaba una camiseta con la leyenda «Universidad de la Vida» y un brazo escayolado— ha estado insultante y agresiva. Y tu hijo —añadió, con un gesto dirigido a Fiona—… Está claro que se ha relacionado con quien no debería haberlo hecho.

—Tu hijo —se mofó Ellie, aunque Fiona seguía cariacontecida y callada.

—Me ha dicho que me calle la boca —intervino Lindsey.

—Bah, chorradas —dijo Ellie.

A la mujer policía que los había hecho pasar se le empezaba a notar en la cara lo mucho que estaba disfrutando con semejante falta de armonía.

—¿Tenemos permiso para marcharnos? —preguntó Will.

—Todavía no. Estamos esperando a que llegue el dueño de la tienda.

—Qué bien —dijo Ellie—. A ése sí que me apetece decirle un par de cosas.

—En realidad, es una mujer —puntualizó la policía.

Ellie se puso colorada.

—Hombre o mujer, lo mismo da. Está enferma.

—¿Por qué está enferma, Ellie? —preguntó Katrina en un tono en el que hábilmente combinó el sarcasmo con el hastío, y que obviamente le había costado mucho tiempo y mucha práctica dominar a la perfección.

—Porque ha querido explotar un suceso trágico en beneficio propio —repuso Ellie—. No tiene ni idea de lo que significa. Sólo piensa que con ello puede obtener unas cuantas libras de ganancia adicional.

—Bien, ¿y por qué tiene que venir? —preguntó Will a la mujer policía.

—Se trata de una nueva estrategia. Ya sabe, poner a los delincuentes cara a cara con las víctimas de sus delitos, para que vean cuáles son las consecuencias de sus actos.

—¿Quién es el delincuente y quién es la víctima? —preguntó Ellie en tono lleno de intención.

—Ellie, haz el favor de callarte —dijo Katrina.

Una mujer joven y bastante nerviosa, de veintitantos años, entró en la sala. Llevaba un jersey con una imagen de Kurt Cobain y abundante maquillaje negro. Si no era la hermana mayor de Ellie, a los expertos en genética les habría gustado saber por qué.

—Ésta es Ruth, la dueña de la tienda. Y ésta es la jovencita que rompió el escaparate —dijo la mujer policía.

Ellie miró a la dueña de la tienda completamente desconcertada.

—¿Te han dicho que hagas eso?

—¿El qué?

—Ser igual que yo.

—¿Soy igual que tú?

Todos los presentes, incluidos los oficiales de policía, se echaron a reír.

—Tú has puesto esa fotografía en el escaparate para explotar a los demás —dijo Ellie, aunque menos segura de sí misma de lo que se había mostrado hasta el momento.

—¿Qué fotografía? ¿La de Kurt Cobain? Siempre ha estado en el escaparate de mi tienda. Soy su mayor fan, al menos en el condado de Hertford.

—¿Así que no la has puesto hoy para obtener un dinero extra?

—¿Un dinero extra a costa del dolor de los fans de Nirvana que pueda haber en Royston? Eso solamente funcionaría si fuese una foto de Julio Iglesias.

Ellie parecía azorada.

—¿Por eso rompiste mi escaparate? —preguntó Ruth—. ¿Porque pensabas que yo estaba explotando a los demás?

—Sí.

—Mira, hoy ha sido el día más triste de mi vida, y encima viene una pequeña idiota a romperme el escaparate de la tienda porque piensa que le estoy sacando los cuartos a la gente. A ver si creces de una vez.

Will dudó que Ellie se quedase a menudo sin saber qué decir, pero estaba claro que si uno deseaba reducirla a la condición de ser boquiabierto y ruborizado, bastaba con encontrar a una veinteañera que fuese su doble y admirase a Kurt Cobain incluso más que ella.

—Lo lamento —susurró.

—Ya, ya —dijo Ruth—. Ven aquí.

Mientras los presentes las miraban, en su mayoría sin la menor simpatía, Ruth abrió los brazos y Ellie se puso en pie, se acercó a ella y la abrazó.

Cualquiera diría que a Fiona se le escapó el hecho de que ese abrazo debería haber supuesto el final de la historia del escaparate roto y la foto de Kurt Cobain, pero Will ya se había dado cuenta de que, desde que habían hecho un alto en el camino para llenar el depósito del coche, casi todo lo ocurrido se le había escapado. Enseguida quedó claro, sin embargo, que llevaba un buen rato preparándose para entrar en acción, y que por razones que sólo ella conocía había decidido que ése era el momento de hacerlo. Se puso en pie, rodeó la mesa, abrazó a Marcus por detrás y, con una intimidante intensidad emocional, dijo a la mujer policía.

—No he sido una buena madre para él —proclamó—. No he prestado atención a lo que ocurría, no he reparado en nada y… no me sorprende que la situación haya llegado hasta este punto.

—No ha llegado a ningún punto, mamá —señaló Marcus—. ¿Cuántas veces tengo que decir que no he hecho nada?

Fiona no le hizo caso; prácticamente ni siquiera le oyó.

—Sé que no me merezco una nueva oportunidad, pero eso es lo que pido, y… No sé si es usted madre o no.

—¿Yo? —dijo la mujer policía—. Pues sí, tengo un hijo pequeño.

—Entonces apelo a su sensibilidad de madre… Si nos da otra oportunidad, no lo lamentará.

—No nos hace falta una oportunidad, mamá. Yo no he hecho nada malo. Sólo me bajé del tren.

Seguía sin haber ninguna clase de reacción. Will tuvo que reconocer que lo de Fiona tenía mérito: una vez tomada la decisión de que iba a luchar por su hijo, era imparable, y lo era al margen de que su decisión estuviese desencaminada y sus armas fuesen inadecuadas. Lo que estaba diciendo era una estupidez de tomo y lomo, tal vez incluso una chaladura de la que debería haberse percatado. Sin embargo, al menos brotaba de una parte de ella que sabía que tenía que hacer algo por su hijo. En cierto modo, fue un momento decisivo. No era difícil imaginar a esa mujer diciendo las cosas más desacertadas en los momentos más inoportunos; en cambio, empezaba a ser mucho más difícil imaginársela tirada en un sofá y cubierta en su propio vómito, y Will empezaba a advertir que en algunas ocasiones las buenas noticias llegaban envueltas en formas y tamaños poco prometedores.

—Deseamos hacer un trato —declaró Fiona. Will se preguntó si Royston sería igual que La ley de Los Ángeles. Parecía poco probable, pero… a saber—. Marcus está dispuesto a declarar contra Ellie si lo dejan en libertad. Lo lamento, Katrina, pero para ella ya es demasiado tarde. Que Marcus al menos siga sin antecedentes. —Escondió la cara en el cuello de su hijo, pero éste se soltó de ella y se acercó a Will. Katrina, que se había pasado buena parte del discurso de Fiona procurando contener la risa, se acercó a darle su consuelo.

—Cállate, mamá. Estás loca. Joder, es increíble que mis padres sean tan cutres —dijo Marcus, y de verdad sintió en lo más vivo cada una de sus palabras.

Will contempló el extraño grupo, la panda con que se había juntado a pasar el día, y trató de sacar algo en limpio. ¡Qué cantidad de oleadas y conexiones! No conseguía verlas en la debida perspectiva. No era dado a los momentos de misticismo, ni siquiera bajo la influencia de los narcóticos, pero de pronto le preocupó la posibilidad de estar viviendo uno: ¿no tendría algo que ver con el detalle de que Marcus se hubiese apartado de su madre y se hubiera arrimado a él? Fuera cual fuese la explicación, lo asaltó una sensación sumamente peculiar. A algunas de esas personas no las había conocido hasta ese mismo día; a otras, desde poco antes, y ni siquiera podía decir que las conociese bien. Sin embargo, allí estaban: una, agarrada a una fotografía de Kurt Cobain; otro, con el brazo escayolado; otra, llorando; todos ellos unidos de maneras diversas y en todo caso imposibles de explicar a una persona que entrase en ese momento. Will ni siquiera recordaba haberse visto envuelto en esa clase de red enmarañada, amplísima y caótica; fue casi como si acabara de entrever en qué consistía el hecho de ser humano. Y no estaba nada mal, por cierto. De hecho, no le habría importado seguir siendo un ser humano a tiempo completo.

Fueron todos a cenar a la hamburguesería más próxima. Ruth y Ellie se sentaron aparte, comieron sólo patatas fritas, fumaron y hablaron en voz baja; Marcus y su familia siguieron adelante con el tiroteo cruzado que habían iniciado con tanto entusiasmo en la comisaría. Clive quiso que Marcus terminase su viaje a Cambridge, pero Fiona pensaba que debería regresar a Londres, mientras el propio Marcus parecía demasiado confuso para sentir nada con claridad.

—Para empezar, ¿por qué te acompañaba Ellie? —le preguntó Will.

—Ahora no me acuerdo —respondió Marcus—. Imagino que porque quiso venir, supongo.

—¿Iba a quedarse con nosotros, en nuestra casa? —inquirió Clive.

—No lo sé. Supongo.

—Pues gracias por pedirnos permiso.

—Ellie no es una chica adecuada para mí —declaró Marcus con aplomo.

—Por fin lo has entendido, ¿no? —dijo Will.

—No estoy muy segura de que sea adecuada para nadie —señaló Katrina.

—Creo que siempre seremos amigos —prosiguió Marcus—, pero no lo sé. Creo que debería buscarme a alguien menos…

—¿Menos maleducada, menos chalada? ¿Menos violenta? ¿Menos idiota de remate? Se me ocurren otras mil posibilidades. —Esta aportación la hizo la madre de Ellie.

—Menos diferente de mí —dijo Marcus con diplomacia.

—Bueno, pues que tengas suerte —repuso Katrina—. Somos muchos los que nos hemos pasado media vida en busca de alguien que no fuera muy diferente de nosotros, y hasta la fecha no lo hemos encontrado.

—¿Tan difícil es? —preguntó Marcus.

—Es lo más difícil del mundo —dijo Fiona, con más sentimiento del que Will estuvo dispuesto a aceptar.

—¿Por qué te crees que todos estamos separados? —le apuntó Katrina.

¿Sería ésa la verdad al fin y al cabo?, se preguntó Will. ¿Sería eso lo que estaban haciendo todos ellos, buscar a alguien menos diferente? ¿Era eso lo que estaba haciendo él mismo? Rachel era dinámica, pensativa y atenta, centrada y diferente de mil maneras, pero todo lo que a Will le importaba de ella era que no tenía nada que ver con él. En la lógica de Katrina había un defecto. Eso de andar en busca de alguien que no sea muy diferente de uno… Solamente funcionaría, comprendió, si uno estuviera convencido de no ser tan mala persona.