33

Al principio apenas hablaron en el tren. De vez en cuando a Ellie se le escapaba un sollozo, o le daba por amagar con levantarse y apretar el botón del freno de emergencia, o bien amenazaba a todo el que la mirase cuando soltaba un juramento o bebía un trago de su botella de vodka. Marcus se sintió exhausto. Ahora veía con absoluta claridad que, aun cuando pensase que Ellie era una tía grande, aunque siempre se alegrase al verla en el colegio, aunque le pareciera graciosa, bonita y muy lista, no quería que fuese su novia. Estaba clarísimo que no era la persona más indicada para él. En realidad, él necesitaba estar con alguien más tranquilo, alguien a quien le gustase leer y los juegos de ordenador, y Ellie necesitaba estar con alguien a quien le gustase beber vodka, soltar tacos delante de cualquier desconocido y amenazar con parar un tren.

En cierta ocasión su madre le había explicado (tal vez cuando salía con Roger, quien no se parecía a ella en absoluto) que a veces las personas necesitan encontrar a sus opuestos, y Marcus comprendió que así era, desde luego: a poco que se pensara en ello quedaba claro que Ellie necesitaba a alguien que le impidiera apretar el botón del freno de emergencia mucho más que a cualquiera que le gustase hacer lo mismo, pues de lo contrario ya lo habría apretado y en ese momento estarían camino de la cárcel. El problema de esa teoría, sin embargo, consistía en que, en realidad, no resultaba nada divertido ser justo lo opuesto de Ellie. A veces sí había tenido gracia, por ejemplo en el colegio, donde era posible poner freno a… la singularidad de Ellie. En cambio, ahí, en medio del mundo, solos los dos, no tenía gracia alguna. Era aterrador. Y le daba vergüenza.

—¿Por qué dejas que te afecte tanto? —le preguntó con toda la calma del mundo—. Ya sé que te gustan sus discos y todo lo demás, y ya sé que es muy triste por Frances Bean y todo eso, pero…

—Yo lo amaba.

—Pero si no lo conocías.

—Claro que lo conocía. Le escuchaba cantar todos los días. Lo llevo en la camiseta todos los días. Las cosas de que hablaba en sus canciones… Son como él. Lo conozco mejor que a ti. Y él me entendía.

—¿Que él te entendía? ¿Cómo es posible que te entendiese una persona con la que jamás has estado?

—Él sabía cómo me sentía, y hablaba de ello en sus canciones.

Marcus trató de recordar alguna letra de las canciones de Nirvana, del disco que le había regalado Will en Navidad. Solamente llegó a oír trozos sueltos: «Me siento como un idiota contagioso…», «un mosquito…», «no tengo una pistola…». De todo eso, nada tenía el menor significado para él.

—¿Y cómo te sentías?

—Enojada.

—¿Por qué?

—Por nada y por todo. Por la vida en general.

—¿Por qué? ¿Qué pasa con la vida?

—Que es una mierda.

Marcus se paró a pensarlo. Se preguntó si la vida en general, y la de Ellie en particular, era una mierda, y entonces cayó en la cuenta de que Ellie se pasaba todo su tiempo deseando que la vida fuese una mierda y haciendo todo lo posible para que lo fuera, pues a todas horas se empeñaba ella sola en ponerse bien difíciles las cosas más sencillas. El colegio era una mierda porque se empeñaba en llevar aquella camiseta a diario, aunque no estuviera permitido, y también porque gritaba a los profesores y se peleaba con cualquiera, lo que molestaba a todos los demás. Ahora bien…, si dejara de ponerse la dichosa camiseta y de pegarles gritos a los demás, ¿sería la vida igualmente una mierda? No mucho, decidió. La vida, en realidad, era una mierda para él, a poco que se pensara en el estado de su madre y en el modo en que lo trataban los demás chicos en el colegio, y Marcus habría dado cualquier cosa con tal de ser Ellie, quien en cambio parecía decidida a convertirse en él. ¿Por qué desearía alguien algo semejante?

De algún modo, terminó por acordarse de Will y de sus fotografías de artistas que tomaban drogas. Quizás Ellie fuese como Will. Si alguno de los dos tuviera verdaderos problemas en su vida, no querría inventárselos ni tendría por qué hacerlo, y tampoco tendría que colgar fotografías de las paredes de su casa.

—¿Hablas en serio, Ellie? ¿De verdad piensas que la vida es una mierda?

—Pues claro.

—¿Y por qué?

—Porque… porque el mundo es sexista y racista y está repleto de injusticias.

Marcus sabía que eso era verdad. Su madre y su padre se lo habían dicho infinidad de veces, pero él no estaba muy seguro de que fuera el motivo por el que Ellie estaba tan enfadada.

—¿Y eso mismo es lo que pensaba Kurt Cobain?

—No lo sé, pero es probable.

—Vaya, de modo que no estás muy segura de que tuviera los mismos sentimientos que tú.

—Pues su música sonaba como si los tuviera.

—¿Tú tienes ganas de pegarte un tiro?

—Pues claro. Bueno, algunas veces.

Marcus la miró.

—Ellie, eso no es verdad.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque yo sí sé cómo se siente mi madre. Y tú no te sientes así. Te gustaría pensar que sí, pero no es cierto. Tú te lo pasas en grande a menudo.

—Yo me lo paso de pena, porque todo es una mierda.

—No. Soy yo el que se lo pasa de pena, a excepción de los ratos en que estoy contigo. Y mi madre también se lo pasa de pena. Pero tú… No lo creo.

—No tienes ni idea.

—Te aseguro que sé unas cuantas cosas acerca de eso. Te diré algo, Ellie: tú no te sientes ni mucho menos como mi madre, o como Kurt Cobain. No deberías decir que tienes ganas de pegarte un tiro si no es verdad. No es justo.

Ellie sacudió la cabeza y soltó una de esas risas suyas por lo bajo, como si quisiera dar a entender que nadie la entendía; Marcus no la había oído hacer aquello desde el día en que se encontraron delante del despacho de la señora Morrison. Tenía razón, porque en esa ocasión él no la entendió. Pero ahora la entendía mucho mejor.

Pasaron en silencio el tiempo que tardó el tren en recorrer dos estaciones. Marcus miraba por la ventana e intentaba idear la forma de explicarle a su padre lo de Ellie. Apenas se fijó en que el tren había parado en Royston, y tampoco estaba del todo alerta cuando Ellie se levantó de pronto y bajó de un salto. Vaciló por un instante y, con una horrorosa sensación de mareo, saltó detrás de ella.

—¿Qué haces?

—No quiero ir a Cambridge. Ni siquiera conozco a tu padre.

—Antes tampoco lo conocías, pero querías venir conmigo.

—Ahora, todo es diferente.

Marcus la siguió. No pensaba perderla de vista. Salieron de la estación, tomaron una carretera y estuvieron de pronto en la calle principal del pueblo. Dejaron a un lado una farmacia y una tienda de alimentación, una ferretería al otro, y llegaron así a una tienda de discos en cuyo escaparate había una gran figura de cartón de Kurt Cobain.

—Fíjate —dijo Ellie—. Qué hijos de puta. Ya quieren sacarle toda la pasta que puedan.

Se quitó una bota y la arrojó con todas sus fuerzas contra el escaparate. Consiguió hacer una muesca en el cristal, y a Marcus se le ocurrió que los escaparates de Royston eran mucho más cutres que los de Londres. En eso estaba pensando cuando cayó en la cuenta de lo que sucedía delante de él.

—¡Joder, Ellie!

Utilizando la bota como si fuera un martillo, Ellie había conseguido abrir un agujero lo bastante grande para pasar por él sin cortarse con los cristales y rescatar a Kurt Cobain de su cárcel en el escaparate de la tienda de discos.

—Ya está. Eres libre.

Ellie se sentó en el bordillo de la acera delante de la tienda y acunó a Kurt Cobain como si fuera el muñeco de un ventrílocuo, a la vez que esbozaba su sonrisa más extraña. Entretanto, Marcus fue presa del pánico. Echó a correr por la carretera, con la idea de no parar hasta llegar a Londres o a Cambridge, según la dirección que hubiera tomado. Al cabo de unos cuantos metros se le aflojaron las piernas y se detuvo, respiró hondo unas cuantas veces, volvió junto a Ellie y se sentó a su lado.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó.

—No lo sé —respondió ella—. Supongo que para que no estuviera ahí dentro él solo.

—Joder, Ellie. —Una vez más, Marcus tuvo la sensación de que Ellie no debería haber hecho lo que acababa de hacer, y de que era la única causante del problema en que se había metido. Estaba harto de eso. No era auténtico. Bastantes problemas de verdad había en el mundo, sin que ella tuviera que inventárselos.

La calle estaba en calma cuando Ellie rompió el escaparate, pero el ruido de los cristales rotos había despertado a medio Royston. Un par de personas que echaban la persiana de sus tiendas se acercaron a ver qué sucedía.

—Muy bien, vosotros dos. Quedaos donde estáis —dijo un tipo de pelo largo y rostro bronceado. Marcus supuso que debía de ser peluquero o alguien que trabajara en una boutique. Tiempo atrás habría sido imposible que imaginara nada semejante, pero de tanto estar con Will se le habían pegado esas cosas.

—No vamos a ninguna parte, ¿verdad que no, Marcus? —dijo Ellie con toda su dulzura.

Cuando estaban sentados en el coche de policía, Marcus se acordó del día en que se había largado del colegio y de la predicción que había hecho aquella tarde acerca de su futuro. En cierto modo, no se había equivocado. Toda su vida había cambiado, tal como había supuesto que ocurriría, y ahora ya estaba casi por completo seguro de que terminaría convertido en un vagabundo o un drogadicto. De momento, ya era un delincuente. ¡Y todo por culpa de su madre! Si su madre no se hubiera quejado por lo de las deportivas ante la señora Morrison, él nunca se habría cabreado con ésta cuando le insinuó que se mantuviera apartado de los chicos que tan mal se lo estaban haciendo pasar. Y no se habría largado del colegio en horas de clase…, ni habría conocido a Ellie esa mañana. Ellie tenía cierta responsabilidad en lo ocurrido. A fin de cuentas, fue ella quien arrojó la bota contra el escaparate. La cuestión era que cuando uno se había convertido en un chico que se saltaba unas cuantas clases, empezaba a salir con personas como Ellie y a meterse en líos, parecía inevitable que la policía lo detuviera y lo condujese a la comisaría de Royston. Ahora ya era imposible hacer nada al respecto.

Los policías, todo hay que decirlo, no se portaron mal. Ellie les explicó que no era una gamberra ni tomaba drogas, que sólo había querido expresar una protesta —para lo cual tenía derecho como ciudadana— por la explotación comercial de la muerte de Kurt Cobain. A los policías les pareció muy gracioso el suceso, y eso a Marcus se le antojó una buena señal, aunque Ellie se cabreó mucho más de lo que estaba: les preguntó de qué iban, y los policías se miraron mutuamente y se echaron a reír.

Cuando llegaron a la comisaría los hicieron pasar a una pequeña habitación, donde una mujer policía comenzó a conversar con ellos. Les preguntó sus nombres, la edad que tenían y sus señas, y quiso saber qué estaban haciendo en Royston. Marcus trató de explicar lo de su padre y el alféizar de la ventana y Kurt Cobain y el vodka, pero cayó en la cuenta de que todo era un tanto embarazoso e inexplicable, y comprendió que la mujer policía no lograba entender qué tenía que ver el accidente de su padre con Ellie y el escaparate, de modo que desistió de dar explicaciones.

—Él no ha hecho nada —soltó Ellie de repente. No lo dijo con amabilidad, sino como si hubiese debido hacer algo y no hubiera hecho nada—. Me bajé del tren y me siguió. Fui yo quien rompió el escaparate. Deje que se marche.

—¿Que se marche adónde? —le preguntó la mujer policía. Fue una muy buena pregunta, pensó Marcus, que además se alegró de que la hiciera. No tenía demasiadas ganas de que lo dejaran suelto en Royston—. Habrá que telefonear a su padre o a su madre, y a los tuyos también, claro.

Ellie la fulminó con la mirada, gesto que la mujer policía correspondió de inmediato. No parecía que hubiera nada más que decir. Conocían la naturaleza del delito y la identidad del delincuente, que se encontraba en la comisaría tras ser detenido, de modo que se sentaron a esperar en silencio.

Los primeros que se presentaron fueron su padre y Lindsey, que había tenido que conducir debido a la clavícula fracturada de aquél. Como Lindsey detestaba conducir, cuando llegaron los dos se mostraron bastante nerviosos. Lindsey estaba cansada y alterada, y su padre cabreado y dolorido. No tenía pinta de un hombre que hasta muy poco antes hubiera estado desesperado por ver a su único hijo.

La mujer policía los dejó a solas. Clive se sentó en un banco que estaba pegado a una de las paredes de la habitación; Lindsey, a su lado, lo miraba con evidente preocupación.

—Eso era justamente lo que yo necesitaba, Marcus. Muchísimas gracias.

Marcus miró compungido a su padre.

—Él no ha hecho nada —dijo Ellie con impaciencia—. Sólo trataba de ayudarme.

—¿Y tú quién eres exactamente, si es que puede saberse?

—¿Exactamente? ¿Que si puede saberse? —Ellie se iba a reír de su padre todo lo que le diera la gana. A Marcus no le pareció que fuese una gran idea, pero estaba harto de luchar a brazo partido con ella—. Pues soy Eleanor Toyah Gray, quince años y siete meses de edad. Vivo en el número 23 de…

—¿Y qué haces ganduleando con Marcus?

—No estoy ganduleando con él. Es amigo mío.

Para Marcus, aquello fue una novedad. Desde que subieron al tren no había tenido la sensación de que Ellie fuera amiga suya.

—Me pidió que fuera con él a Cambridge porque no tenía muchas ganas de sostener una conversación cara a cara con su padre —prosiguió ella—, sobre todo porque piensa que éste no lo comprende y lo abandonó en el momento en que más lo necesitaba. Son estupendos los hombres, ¿verdad? Tienes una madre que está pensando en suicidarse y a ellos les da igual. En cambio, se caen del puto alféizar de una ventana y de pronto te convocan para hablar sobre el sentido de la vida.

Marcus se cruzó de brazos sobre la mesa y agachó la cabeza. De pronto se sentía muy cansado. No tenía ganas de estar con ninguna de aquellas personas. Bastante dura era la vida sin que Ellie se pusiera a soltar burradas.

—¿La madre de quién dices que piensa en suicidarse? —preguntó Clive.

—La de Ellie —respondió Marcus con aplomo.

Clive miró a Ellie con evidente curiosidad.

—Lamento saberlo —dijo, sin que pareciera lamentarlo ni tener demasiado interés en el tema.

—No pasa nada. —Ellie la había pillado al vuelo, y pasó un rato callada.

—Supongo que me echarás la culpa de todo esto —dijo su padre—. Supongo que pensarás que si me hubiera quedado con tu madre no te habrías descarriado. Y probablemente tengas toda la razón. —Suspiró, y Lindsey le acarició una mano con ternura.

Marcus se irguió en su asiento.

—¿De qué estás hablando?

—Soy yo el que te ha metido en este lío.

—Lo único que hice fue bajar de un tren —dijo Marcus. Su cansancio había sido sustituido por una especie de enfado extraño en él, un enfado que le daba la fuerza necesaria para discutir con cualquiera, de la edad que fuese. Ojalá esa sensación pudiera comprarse en frascos, pensó, para guardar uno en su pupitre del colegio y darle un sorbo de vez en cuando a lo largo del día—. ¿Qué tiene que ver el descarriarse con el que me haya bajado de un tren? Ellie sí está descarriada. Está como un cencerro. Rompió un escaparate con su bota porque detrás del cristal había una fotografía de una estrella del rock. Pero yo no he hecho nada. Y me da igual que tú te fueras de casa. Aunque siguieras con mamá, me habría bajado del tren, porque quería cuidar de mi amiga. —Eso no era del todo verdad, porque si su padre y su madre hubiesen seguido juntos él ni siquiera habría estado en ese tren, a no ser que le hubiera dado por ir a Cambridge con Ellie por la razón que fuese—. Supongo que como padre eres un inútil, y que eso no sirve de gran ayuda para ningún chico, pero habrías sido un inútil vivieras donde vivieses, y no creo que eso tenga la menor importancia.

Ellie se echó a reír.

—¡Eso es, Marcus! ¡Así se habla!

—Gracias. La verdad es que lo he disfrutado.

—Pobre chiquillo —susurró Lindsey.

—Y tú cállate la boca —dijo Marcus. Ellie se rió todavía más fuerte. La pobre Lindsey nunca le había hecho nada malo, pero era su ira la que hablaba por él.

—¿Podemos marcharnos? —preguntó Ellie.

—No, hay que esperar a que llegue tu madre —respondió Clive—. Viene con Fiona. En el coche de Will.

—Oh, no —dijo Marcus.

—Me cago en todo —masculló Ellie, y Marcus soltó un gruñido. Los cuatro permanecieron quietos, mirándose los unos a los otros, a la espera de la siguiente escena de lo que empezaba a parecerles una especie de comedia interminable.