26

—No lo pillo —dijo Marcus.

Will y él habían ido caminando hasta un salón de juegos recreativos en Angel para pasar un rato ante los videojuegos; el lugar, con sus luces epilépticas y sus sirenas, sus explosiones y sus golfillos callejeros, resultó ser un entorno adecuadamente pesadillesco para la difícil conversación que, Will sabía muy bien, iban a mantener. En cierto modo, aquello era una versión grotesca de la hora de la verdad. Había elegido el escenario como si creyese que le ayudaría a ablandar a Marcus, con lo que aumentarían las probabilidades de que le dijera que sí, y todo lo que tuviera que hacer fuese desembuchar.

—No hay nada que pillar —repuso Will con aire risueño. No era verdad, claro. Había muchísimo que pillar, al menos desde el punto de vista de Marcus.

—Pero ¿por qué le dijiste que eres mi padre?

—Yo no se lo dije. Fue ella la que tomó el rábano por las hojas.

—¿Y por qué no le dijiste, por ejemplo, que lo sentías mucho, pero que acababa de tomar el rábano por las hojas? Seguramente le habría dado igual. ¿Por qué iba a importarle que fueses mi padre o no?

—¿Tú nunca has mantenido una conversación en la que alguien se equivoca en un momento dado pero todo sigue su curso hasta un punto en el que ya es demasiado tarde para arreglarlo? Por ejemplo, imagina que alguien piensa que te llamas Mark, no Marcus, y que cada vez que te ve te dice «Hola, Mark», y tú decides que no, que ya no puedes corregirlo, porque lleva seis meses llamándote Mark y si lo hicieses se moriría de vergüenza.

—¡Seis meses!

—O el tiempo que sea.

—Yo se lo habría dicho en cuanto me hubiese dado cuenta de que se equivocaba.

—Pero eso es algo que no siempre se puede hacer.

—¿Cómo no vas a poder decirle a alguien que se equivoca con tu nombre?

—Pues porque… —Will sabía por experiencia personal que a veces eso no era posible. Uno de sus vecinos, un simpático vejete encorvado que siempre andaba con un horroroso Yorkshire terrier, lo llamaba Bill cada vez que lo veía; siempre lo había llamado así y seguiría haciéndolo hasta el día en que muriese. A Will aquello lo irritaba, pues bajo ningún concepto creía que pudiera ser un Bill cualquiera. Un Bill no se fumaría un porrito de vez en cuando ni escucharía a Nirvana. ¿Por qué no había tratado de corregir ese malentendido? ¿Por qué no le había dicho al viejo, cuatro años antes: «Verá usted: en realidad me llamo Will»? Marcus tenía razón, por supuesto, pero tener razón no servía de nada si el resto del mundo estaba equivocado.

—Da lo mismo —continuó en tono áspero, como si quisiera dejarse de monsergas—. Lo que sucede es que esta mujer cree que tú eres hijo mío.

—Pues dile que no lo soy.

—No.

—¿Por qué no?

—Mira, Marcus, no le des más vueltas. ¿Por qué no te limitas a aceptar las cosas como son?

—Si quieres, se lo diré yo. A mí no me importa.

—Muy amable por tu parte, Marcus, pero no serviría de nada.

—¿Por qué no?

—¡Pero hombre, por Dios! Porque tiene una enfermedad muy poco conocida, y si ella cree en algo pero está equivocada y resulta que le dices la verdad, el cerebro se le pone a hervir y se muere.

—Eh, ¿cuántos años te crees que tengo? Mierda. Me has hecho perder una vida.

Will estaba a punto de llegar a la conclusión de que, al contrario de lo que siempre había pensado, no era un buen mentiroso. Mentía con entusiasmo, eso sí, pero entusiasmo no equivalía a eficacia, y ahora, tras haber mentido sin descanso durante minutos, días o semanas, empezaba a encontrarse en una situación que lo obligaba a expresar la humillante verdad del caso tal como era. Los buenos mentirosos jamás harían nada parecido. Los buenos mentirosos habrían sabido convencer a Marcus, años atrás, de que existían cientos de razones de peso por las que debía hacerse pasar por hijo de Will, pero a éste no se le ocurrió nada más que una.

—Escucha, Marcus. La verdad es que me interesa muchísimo esa mujer, y si le hice creer que eras mi hijo fue porque no se me ocurría qué otra cosa interesante podía ver en mí. Lo siento. Y siento mucho no habértelo contado tal cual.

Marcus se quedó mirando la pantalla de la máquina; acababa de explotar en mil pedazos tras el ataque de un enemigo que era un cruce entre Robocop y Godzilla. Dio un largo sorbo a su Coca-Cola.

—No lo pillo —dijo, y eructó de manera ostentosa.

—Oh, Marcus. Por favor. Eso ya lo hemos hablado antes.

—¿Qué significa que te interesa muchísimo? ¿Por qué te parece tan interesante?

—Lo que quiero decir es que… —Will gimió, desesperado—. Marcus, concédeme al menos una pizca de dignidad, ¿quieres? Es todo lo que te pido. Una pizquita de nada.

El chico lo miró como si de pronto se hubiera puesto a hablar en urdu.

—¿Qué tiene que ver la dignidad con que te parezca interesante?

—De acuerdo. Olvidemos lo de la dignidad. Ni siquiera la merezco. Me gusta esa mujer, Marcus. Me apetece salir con ella. Me gustaría que fuera mi novia.

Marcus apartó por fin la mirada de la pantalla de la máquina, y Will advirtió que le brillaban los ojos de fascinación y placer.

—¿De veras?

—Sí, de veras. —De veras, de veras. Prácticamente no había pensado en nada más desde la Nochevieja (y no porque tuviera demasiado en que pensar, aparte de la palabra «Rachel», un vago recuerdo de su larga melena oscura y un montón de absurdas fantasías en las que aparecían excursiones campestres, niños pequeños, suegras llorosas y abnegadas y enormes camas de hotel), de modo que supuso un gran alivio sacar a Rachel a la luz, aun cuando sólo fuera Marcus quien la inspeccionase, y aun cuando las palabras que Will se vio obligado a emplear no le hicieran, en su opinión, la debida justicia. Quería que Rachel fuera su mujer, su amante, el centro de su mundo; hablar de una novia era dar a entender que la vería de vez en cuando, que tendría alguna clase de existencia independiente, lejos de él, y no era eso lo que él quería.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Que cómo lo sé?

—Eso. ¿Cómo sabes que quieres que sea tu novia?

—No lo sé. Es algo que noto en las tripas. —Y en efecto era ahí donde lo notaba. No se trataba de una sensación localizada en el corazón o la cabeza, y mucho menos en la entrepierna, sino en las tripas, y se manifestaba en una tensión que no le permitía ingerir nada más calorífico que el humo del tabaco. Si seguía así, seguro que adelgazaría bastante.

—¿Y sólo la has visto una vez, en Nochevieja?

—Pues sí.

—¿Y ha sido suficiente? ¿Caíste en la cuenta enseguida de que querías que fuese tu novia? ¿Me das otra moneda de cincuenta peniques?

Will, que estaba pensando en otra cosa, le tendió una moneda de una libra. Era verdad que algo le había ocurrido de inmediato, pero lo que al final lo empujó a la tierra de las ensoñaciones permanentes fue un comentario que hizo Robert dos días después, cuando Will lo llamó para darle las gracias por la fiesta. «A Rachel le gustaste», dijo, y aunque era bien poco para construir sobre ello el futuro, fue todo lo que Will necesitaba. La reciprocidad constituía un estimulante bastante poderoso para su imaginación.

—¿Qué tratas de decir? A tu juicio, ¿desde hace cuánto tiempo debería conocerla?

—Bueno, no es que yo sea un experto.

Will se echó a reír, tanto por el comentario de Marcus como por la expresión ceñuda con que lo acompañó, como si pretendiera contradecirlo: quienquiera que adoptase un aire tan profesional hablando de las minucias del ligue por fuerza debía de ser un Doctor Amor, pese a no tener más que doce años.

—En cambio —prosiguió Marcus—, la primera vez que vi a Ellie no se me ocurrió pensar que quería que fuese mi novia. Eso llevó cierto tiempo.

—Todo un síntoma de madurez. —El asunto de Ellie era una novedad para Will, quien de pronto comprendió que desde el principio la conversación se orientaba hacia ese tema—. ¿Quieres que Ellie sea tu novia?

—Sí, claro.

—¿Y no sólo tu amiga?

—Bueno… —Marcus introdujo la moneda de una libra en la ranura y pulsó el botón correspondiente a un solo jugador—. Iba a preguntarte acerca de ello. ¿Cuál dirías tú que es la diferencia principal?

—Qué gracioso eres, Marcus.

—Ya lo sé. Me lo dice todo el mundo, pero me da igual. Lo que quiero es que contestes a mi pregunta.

—De acuerdo. ¿Tienes ganas de acariciarla? Eso ha de ser lo primero.

Marcus siguió bombardeando al monstruo de la pantalla, en apariencia ajeno a las honduras que había planteado Will, quien insistió:

—¿Y bien?

—No lo sé. Todavía lo estoy pensando. Tú sigue.

—Eso es lo que hay.

—¿Que eso es lo que hay? ¿Ésa es toda la diferencia?

—Sí. Marcus, supongo que algo habrás oído sobre el sexo, ¿no? Es un asunto muy serio.

—Ya lo sé, no soy tan bobo. Pero no puedo creer que no haya nada más que eso. Bah, mierda. —Marcus había perdido otra vida—. Lo digo porque no sé si quiero acariciar a Ellie o no. Y en cambio sigo convencido de que quiero que sea mi novia.

—Muy bien. ¿Y qué cosas quieres que sean distintas de como son?

—Quiero pasar más tiempo a su lado. Quiero estar con ella todo el tiempo, y no sólo cuando me la encuentro en el colegio. Y me gustaría que Zoe no estuviese delante a todas horas; no es que me caiga mal, al contrario, pero es que quiero a Ellie toda entera para mí. Y quiero contarle todo lo que me suceda antes que a cualquier otro, incluidos tú o mi madre. Y no quiero que tenga otro novio. Si consiguiese todo eso, me daría igual acariciarla o no.

Will sacudió la cabeza en un gesto que Marcus no llegó a advertir, porque seguía con la mirada fija en la pantalla.

—Voy a decirte algo, Marcus. Pronto aprenderás. No te sentirás así para siempre, te lo aseguro.

Sin embargo, esa misma noche, cuando estaba solo en casa, escuchando la música que tanto necesitaba siempre que se sentía de ese modo, la que conseguía poner el dedo en la llaga y hurgar en ella, se acordó del trato que Marcus estaba dispuesto a cerrar. Y sí, deseó acariciar a Rachel (las fantasías en las que salían aquellas enormes camas en distintos hoteles sin duda implicaban las caricias y todo lo demás), aunque por el momento, pensó, si tuviera la posibilidad de elegir se conformaría con menos, con todo lo menos —y lo más— que deseaba tener Marcus.

La conversación en el salón de juegos sirvió al menos para crear una sociedad mutua entre los dos: ambos habían confesado algo a lo que aspiraban, y resultó que los deseos de uno y de otro no eran muy distintos, aun cuando las personas relacionadas con ellos evidentemente lo fuesen. Will no logró hacerse una idea muy clara de cómo era Ellie a partir de las descripciones de Marcus —siempre terminaba con la impresión de que debía de ser una especie de bola de furia en perpetuo movimiento y con los labios pintados de negro, un cruce imposible entre Siouxsie, la cantante de los Banshees, y el Correcaminos—, pero lo que imaginó le bastó para comprender que Ellie y Rachel nunca pasarían por gemelas. Esa sociedad mutua, sin embargo, pareció más que suficiente para persuadir a Marcus de que sería desleal por su parte, e incluso una especie de maldición de su propio deseo, no comportarse, al menos por una tarde, como si fuera el hijo de Will. Así pues, éste hizo la llamada con el corazón en la boca, y consiguió que Rachel los invitase a almorzar a los dos el sábado. Marcus se presentó en su casa justo después del mediodía, con la chaqueta lanuda que Fiona le había regalado por Navidad y unos desastrosos pantalones de pana de color amarillo canario que tal vez hubieran estado bastante bien para un chiquillo de tres o cuatro años. Will llevaba su camisa preferida, diseño de Paul Smith, y una cazadora de cuero negro con la que le gustaba pensar que se parecía un poco a Matt Dillon en Drugstore Cowboy. Lo que estaba pasando, calculó Will, fue que Marcus empezaba a manifestar un olímpico y refrescante desprecio por el dandismo de su padre, de modo que trató de inculcarle cierto orgullo y pasar por alto la apremiante necesidad que tuvo de llevárselo de compras cuanto antes.

—¿Qué le has dicho a tu madre? —le preguntó Will en el coche, camino de casa de Rachel.

—Le dije que tú querías presentarme a tu novia.

—¿Y no le pareció mal?

—No exactamente. Cree que estás chiflado.

—No me extraña. ¿Por qué iba a presentarte yo a mi novia?

—¿Por qué le dijiste a tu novia que soy tu hijo? La próxima vez, piensa bien en tus propias explicaciones si las mías no te satisfacen. Oye, tengo algunas preguntas que hacerte. ¿Cuánto pesé al nacer?

—Ni idea. Tú sabrás.

—Ya, pero tú también deberías saberlo, ¿o no? Quiero decir, si eres mi padre…

—Yo creo que en esta etapa de nuestra relación, Marcus, ya hemos superado lo del peso al nacer y otras cosas por el estilo. Si tuvieras doce días, a lo mejor saldría a relucir, pero con doce años…

—Muy bien. ¿Y qué día es mi cumpleaños?

—Marcus, ella ni siquiera sospecha que no seamos padre e hijo, así que no creo que trate de cazarnos en una mentira.

—Bueno, tú suponte que sale a relucir. Suponte que yo digo que papá me ha prometido una Playstation nueva para mi cumpleaños, y que ella quiere saber cuándo nací.

—¿Por qué iba a preguntármelo a mí? Te lo preguntaría directamente a ti, ¿no?

—Tú suponte lo que te digo.

—De acuerdo. ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El 19 de agosto.

—No se me olvidará, te lo prometo. El 19 de agosto.

—¿Y qué es lo que más me gusta para comer?

—¿A ver? —dijo Will en voz baja.

—Pasta con salsa de tomate y champiñones como la que hace mi madre.

—Ya.

—¿Y cuál fue la primera ciudad del extranjero que conocí?

—Yo qué sé. ¿Grenoble?

—Bah —se mofó Marcus—. ¿Por qué iba yo a ir a semejante sitio? Fue Barcelona.

—Entendido. Barcelona.

—¿Y quién es mi madre?

—¿Cómo dices?

—¿Quién es mi madre?

La pregunta era tan elemental, y sin embargo tan pertinente, que desconcertó a Will por un instante.

—Tu madre es tu madre.

—De modo que estuvisteis casados hasta que os separasteis.

—Sí. Lo que tú digas.

—¿Y eso te afecta? ¿O me afecta a mí? ¿O a los dos?

De pronto, el absurdo de las preguntas se impuso a ambos por completo. Marcus empezó a reírse con una especie de agudo maullido que no parecía propio de él, ni de ningún ser humano, aunque resultó extraordinariamente contagioso. Will se lanzó a su propia versión de un ataque de risa.

—A mí no me afecta. ¿Te afecta a ti? —dijo por fin.

Marcus no pudo contestar. Seguía soltando maullidos como un gato poseso.

Una frase, la primera que ella pronunció, fue cuanto hizo falta para que todo el asunto, el elaboradísimo pasado, presente y futuro que Will había creado para los dos, se hiciera añicos al estamparse contra el suelo.

—Hola. Will y… Mark, ¿no es eso?

—Marcus —la corrigió el chico, y le dio un codazo a Will.

—Adelante, pasad; ahora os presento a Ali.

Will recordaba todos los detalles que Rachel le había proporcionado aquella primera noche. Se sabía el título de cada libro que había ilustrado, aunque no estaba muy seguro de si el primero se titulaba El camino del bosque o El camino a través del bosque, tendría que comprobarlo; se acordaba del nombre de su ex, de dónde vivía, de su profesión y… era inimaginable que se hubiese olvidado del nombre de Ali. Se trataba de uno de los puntos principales. Habría sido como olvidarse del año en que Inglaterra ganó el Mundial de fútbol o de quién era el verdadero padre de Luke Skywalker: algo imposible, por mucho que uno se esforzara. Y Rachel en cambio se había olvidado de cómo se llamaba Marcus (para ella era lo mismo Marcus que Mark), y por tanto estaba clarísimo que no se había pasado los últimos diez días sin pegar ojo y en estado febril, imaginando, recordando, perpleja. Se sintió hecho polvo. Daría igual que renunciase a todo. Esos sentimientos eran lo que tanto había temido, y por ello había estado tan seguro de que enamorarse era lo peor que podía pasarle y, sorpresa, sorpresa, que además… ya era demasiado tarde para eso.

Rachel vivía al otro lado de Camden Lock, en una casa pequeña de techos altos, llena de libros, muebles antiguos y fotografías en sepia de algunos parientes del este de Europa, dramáticos y románticos; por un instante Will se sintió agradecido de que su piso y aquella casa jamás tuvieran la menor posibilidad de encontrarse, siempre y cuando siguieran en pie las actuales condiciones sismológicas de la región norte de Londres. La casa de ella seguiría siendo cálida y acogedora; el piso de Will, entre moderno y chulesco, y él se moriría de vergüenza sólo de pensarlo.

—¡Ali! —gritó Rachel. No hubo respuesta—. ¡ALI! —Tampoco. Miró a Will y se encogió de hombros—. Tendrá los auriculares puestos. ¿Subimos?

—¿No le importará? —Por razones que en ese momento no quiso recordar, cuando tenía doce años a Will le habría importado.

La puerta del dormitorio de Ali no se diferenciaba de todas las de la casa: no había calaveras ni tibias cruzadas en ella, ni letreros de «Prohibido el paso» ni pintadas hip-hop. Una vez en el interior, sin embargo, no cabía la menor duda de que el cuarto era el de un niño atrapado entre la desgraciada etapa de la niñez y la no menos desdichada de la adolescencia, una fase además enclavada a comienzos de 1994. No faltaba nada: el póster de Ryan Giggs y el de Michael Jordan, el de Pamela Anderson y las pegatinas de Super Mario… En el futuro, cualquier historiador de la sociedad seguramente podría datar la habitación con un margen de error de menos de veinticuatro horas. Will miró de reojo a Marcus, que parecía atónito. Ponerlo delante de un póster de Ryan Giggs y otro de Michael Jordan fue como llevar a un chico de doce años normal y corriente a la National Portrait Gallery a ver los retratos de los Tudor. Ali estaba agazapado delante de la Playstation, con los auriculares puestos, sin hacer caso de los invitados. Su madre se acercó y le tocó un hombro, lo que provocó que Ali diese un respingo.

—Ah, hola. Lo siento. —Ali se puso de pie y Will comprendió en el acto que aquello no iba a funcionar. Ali lucía zapatillas de baloncesto, pantalones abolsados de skater y el pelo estilo grunge. Incluso llevaba un pendiente. Y se le ensombreció el rostro al ver los pantalones de pana amarillos y la chaqueta lanuda de Marcus.

—Marcus, Ali. Ali, Marcus —los presentó Rachel.

Marcus le tendió la mano y Ali se la estrechó de forma casi satírica.

—Ali, Will. Will, Ali.

Will enarcó las cejas al mirar a Ali. Pensó que apreciaría el detalle.

—¿Os apetece quedaros aquí un rato, chicos? —les preguntó Rachel.

Marcus miró de reojo a Will, que asintió cuando Rachel giró sobre sus talones.

—Sí. —Marcus se encogió de hombros y, por un instante, Will lo amó. De veras que lo amó.

—De acuerdo —dijo Ali, con menos entusiasmo todavía.

Rachel y Will bajaron y diez minutos después, tiempo suficiente para que éste hubiera soñado incluso que los cuatro alquilaban una casa en España para pasar el verano, se oyó un portazo. Rachel fue a investigar y estuvo de regreso al cabo de pocos segundos.

—Me temo que Marcus se ha marchado a casa.