Ellie fue a la fiesta de Nochevieja en casa de Suzie. Por un instante Marcus pensó que se trataba de alguien parecido a Ellie y que llevaba la misma camiseta de Kurt Cobain que ésta, pero entonces la réplica lo vio, gritó «¡Marcus!», se acercó y lo besó en la cabeza, lo cual bastó para aclarar la confusión.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó él.
—Siempre venimos aquí por Nochevieja —respondió—. Mi madre es muy amiga de Suzie.
—Pues nunca te había visto aquí.
—Es que nunca habías venido aquí por Nochevieja, tonto.
Era verdad. Había estado en casa de Suzie infinidad de veces, pero nunca en una fiesta. Era el primer año en que le permitían asistir. ¿Cómo era posible que incluso en la conversación más simple y directa con Ellie se las arreglase para soltar alguna estupidez?
—¿Cuál es tu madre?
—No me lo preguntes —dijo Ellie—. Ahora no.
—¿Por qué?
—Porque está bailando.
Marcus observó el reducido grupo que bailaba en el rincón donde solía estar el televisor. Eran cuatro, tres mujeres y un hombre, y sólo una de aquéllas parecía disfrutar con lo que hacía: lanzaba puñetazos al aire y sacudía el pelo. Marcus dedujo que ésa debía de ser la madre de Ellie, y no porque se le pareciera (ningún adulto se parecía a Ellie, ya que ninguno se cortaba el pelo a tijeretazos y se pintaba los labios de negro, por mencionar sólo lo que se veía de ella), sino porque la chica estaba claramente avergonzada, y entre los que bailaban sólo aquella mujer era capaz de avergonzar a quien fuese. Los otros bailarines parecían avergonzados de por sí, y por eso mismo no eran motivo de vergüenza para nadie: apenas pasaban de llevar el compás con el pie, y si se notaba que estaban bailando era porque estaban frente a frente los tres, sólo que sin mirarse ni conversar.
—Ojalá supiera bailar así —dijo Marcus.
Ellie puso cara de asco.
—Cualquiera puede bailar así. Sólo hace falta ser idiota y escuchar una música infecta.
—Pues a mí me parece que lo hace muy bien. Y se lo está pasando en grande.
—¿Y a quién le importa que se lo esté pasando en grande? Lo único que cuenta es que parece una cretina.
—¿No te gusta tu madre?
—Sí, está bien.
—¿Y tu padre?
—También está bien. No viven juntos.
—¿Y te importa?
—No. Bueno, a veces; pero no quiero hablar de eso. En fin, Marcus. ¿Has pasado un buen año?
Marcus pensó en 1993 y le bastó un instante para llegar a la conclusión de que no había sido un buen año, en absoluto. Sólo tenía otros diez u once con los que compararlo, y de tres o cuatro era bien poco lo que recordaba, pero en su opinión a nadie le habrían gustado los doce meses que acababa de pasar. Entre el cambio de colegio, lo del hospital y los otros chicos del colegio, había sido un desastre.
—No.
—Te hace falta algo de beber —dijo Ellie—. ¿Qué quieres? Voy a buscarte algo y luego me lo cuentas. Pero a lo mejor me aburro y te dejo colgado. A veces me da por ahí.
—De acuerdo.
—¿Qué quieres tomar?
—Coca-Cola.
—No, tienes que beber algo de verdad.
—Es que no me dejan.
—Te dejo yo. De hecho, si vas a ser mi pareja esta noche, insisto en que tomes una bebida decente. Te echaré algo en la Coca-Cola, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Ellie se marchó y Marcus miró alrededor, en busca de su madre. Estaba hablando con un hombre a quien él no conocía, y no paraba de reír. Se alegró, pues había estado preocupado por cómo fuera la noche. Will le había dicho que no perdiera de vista a su madre en Nochevieja; aunque no le explicó el porqué, a Marcus le resultó fácil adivinarlo: muchas personas que no eran felices se quitaban la vida en Nochevieja. Lo había visto en alguna parte, tal vez en un episodio de Casualty y por eso le obsesionaba la fiesta de esa noche. Pensó que no le quitaría los ojos de encima, que permanecería atento a cualquier señal en su mirada, en su voz, en lo que dijera, que le indicase que pensaba intentarlo de nuevo, pero en lugar de ello su madre estaba riendo y emborrachándose como todos los demás. ¿Se habría quitado alguien la vida dos horas después de reírse tanto? Seguramente no, supuso. Si uno estaba riendo, se hallaba muy lejos de hacerlo, y ahora él pensaba todo en términos de distancias. Desde el Día del Pato Muerto se había imaginado que el suicidio de su madre sería algo así como el borde de un precipicio: a veces, los días en que la encontraba triste, trastornada o angustiada, Marcus pensaba que estaban demasiado cerca para sentirse tranquilos; otras veces, como el día de Navidad o esa misma Nochevieja, parecían alejarse a toda velocidad por una autopista. El Día del Pato Muerto había estado muy cerca, con dos ruedas sobre el borde del abismo.
Ellie volvió con un vaso de plástico que contenía algo parecido a la Coca-Cola, pero que olía a bizcocho borracho.
—¿Qué lleva?
—Jerez.
—¿Esto es lo que se suele beber? ¿Coca-Cola con jerez? —Marcus dio un sorbo con cautela. Le gustó; era dulce, espeso, cálido.
—Bien, cuéntame por qué ha sido un asco de año —le pidió Ellie—. Vamos, díselo a la tía Ellie, que lo entenderá todo.
—Pues… No sé. Han pasado cosas bastante horribles. —La verdad, no deseaba contarle a Ellie cuáles eran esas cosas bastante horribles, pues no sabía si considerarla su amiga o no. De ella podía esperarse cualquier cosa, como que una mañana al ir a verla a su clase repitiese a voz en cuello todo lo que le hubiera dicho, o que fuese un encanto. No valía la pena arriesgarse.
—Tu madre intentó suicidarse, ¿verdad?
Marcus la miró, bebió un largo trago de Coca-Cola con jerez y a punto estuvo de vomitar sobre los pies de ella.
—No —respondió a toda prisa, cuando terminó de toser y contuvo la arcada.
—¿Estás seguro?
—Bueno, no del todo.
Se dio cuenta de la estupidez que acababa de decir y se ruborizó, pero Ellie soltó una carcajada. Marcus había olvidado que sabía cómo hacerla reír, y se sintió agradecido por eso.
—Perdona, Marcus. Ya sé que esto es algo muy serio, pero eres muy gracioso.
Él también rió de forma incontrolada, lo que le provocó un regusto a vómito y jerez en la boca.
Marcus nunca había tenido una conversación más o menos seria con alguien de su edad. Había tenido conversaciones serias con su madre, por supuesto, y con su padre, y en cierto sentido con Will, pero eran la clase de personas con las que uno daba por sentado que así fuese; además, todo consistía en poner atención en lo que se dijera. Con Ellie era diferente, mucho más fácil, aun cuando se tratara de a) una chica, b) mayor que él, c) temible.
Resultó que lo sabía todo desde siempre; había oído una conversación entre su madre y Suzie poco después del suceso, aunque no lo relacionó con él hasta mucho después.
—¿Y sabes lo que pensé? Ahora me siento fatal por haberlo pensado, pero fue como si me dijera: ¿y por qué no se iba a matar, si era eso lo que ella quería?
—Pero es que me tiene a mí.
—A ti yo todavía no te conocía.
—No, pero… O sea, ¿a ti te gustaría que tu madre se suicidara?
Ellie sonrió.
—¿Que si me gustaría? No, no me gustaría, porque me gusta mi madre. Pero es su vida, claro.
Marcus se lo pensó. No supo decidir si era la vida de su madre o no.
—¿Y qué pasa si tienes hijos? En ese caso ya no es solamente tuya, ¿no?
—Tu padre anda por ahí, ¿verdad? Él habría cuidado de ti.
—Sí, pero…
Algo no funcionaba en lo que Ellie le decía. Hablaba como si la madre de Marcus hubiese tenido la gripe y por eso hubiera sido su padre quien lo había llevado a la piscina.
—Mira, si tu padre se quitara la vida, nadie diría nada del estilo de: «Ah, claro es que tenía un hijo del que cuidar.» En cambio, cuando lo hacen las mujeres la gente se enoja con ellas. Y eso no me parece justo.
—Es porque vivo con mi madre. Si viviera con mi padre, tampoco pensaría que su vida sólo le pertenece a él.
—Ya, pero tú no vives con tu padre. ¿Cuántos niños conoces que lo hagan? En el colegio, hay unos tres millones de hijos de padres separados, y ninguno vive con su padre.
—Stephen Wood sí.
—Sí, Stephen Wood, es verdad. Tú ganas.
Aunque estuvieran hablando de un asunto triste, Marcus disfrutó con la conversación. Le pareció algo grande, casi como si pudiera darle la vuelta a todo y verlo de otra manera, o ver incluso otras cosas, lo cual sucedía en contadas ocasiones al hablar con otros niños. «¿Viste ayer Top of the pops?» Sobre una cosa así no cabía pensar demasiado, ¿no? Bastaba con decir sí o no, y asunto concluido. Ahora entendía por qué su madre elegía a sus amistades en vez de pegar la hebra con el primero que pasara por allí o juntarse con personas que fueran hinchas del mismo equipo de fútbol o vistieran de la misma forma, que era más o menos lo que sucedía en el colegio; su madre seguramente mantenía conversaciones como ésa con Suzie, que le servían para moverse y llegar a alguna parte, en las que lo que dijera el otro parecía llevarlo a uno a algún sitio.
Quiso que la conversación prosiguiera, pero no supo cómo hacer, porque Ellie era la que decía las cosas que servían de arranque. A él no se le daba mal responder a las preguntas, o eso suponía al menos, pero dudaba que alguna vez fuera tan listo como para hacer que Ellie pensara tal como ella lo hacía pensar, y eso le dio un poco de miedo: ojalá fuésemos iguales, se dijo, igual de listos, pero no era así y, probablemente, no llegaría a serlo jamás, porque Ellie siempre sería algo mayor que él. Tal vez cuando Marcus tuviera treinta y dos años y ella treinta y cinco la diferencia de edad ya no importara demasiado, pero a él le daba la impresión de que a menos que lograse decir algo de veras atinado durante los próximos minutos, era poco probable que ella siguiese a su lado durante el resto de la noche, por no hablar de los próximos veinte años. De pronto se acordó de algo que, en principio, los chicos debían pedir a las chicas en una fiesta. No quiso pedírselo, porque sabía que a él se le daba fatal, pero es que la alternativa, es decir, dejar que Ellie se alejara y se pusiese a charlar con otro, era demasiado espantosa.
—¿Te apetece bailar, Ellie?
Ellie lo miró con los ojos como platos.
—¡Marcus! —exclamó, y volvió a reír a carcajadas—. Mira que eres gracioso. Pues claro que no me apetece bailar. La verdad, es que no se me ocurre nada peor que eso.
Supo entonces que debería haber pensado en otra pregunta más oportuna, algo sobre Kurt Cobain, o sobre política, porque Ellie se marchó para fumar a escondidas en algún sitio, y él tuvo que ir en busca de su madre. Sin embargo, Ellie volvió a buscarlo hacia medianoche y lo abrazó, de modo que aun cuando se había comportado como un idiota, no lo había hecho hasta el punto de resultar imperdonable.
—Feliz Año Nuevo, querido —susurró ella, y Marcus se puso colorado.
—Gracias. Feliz Año Nuevo.
—Y ojalá que 1994 sea mejor para todos nosotros que 1993. Eh, ¿quieres ver algo de veras asqueroso?
Marcus no estuvo muy seguro de que quisiera, pero Ellie no le dio ninguna posibilidad de elección: lo tomó del brazo y lo llevó hacia el jardín de la casa. Trató de preguntarle adónde iban, pero ella lo hizo callar.
—Mira —le dijo al oído. Marcus escudriñó la oscuridad. Adivinó que había dos seres humanos besándose con frenética energía; el hombre apretaba a la mujer contra el cobertizo y le acariciaba todo el cuerpo.
—¿Quiénes son? —preguntó Marcus.
—Mi madre. Mi madre y un tipo llamado Tim Porter. Ella está borracha. Todos los años hacen lo mismo, pero no sé por qué se toman la molestia. El primero de enero, todos los años igual, ella se levanta diciendo: «Dios mío, me parece que ayer salí al jardín con Tim Porter.» Es penoso. ¡PENOSO!
Pronunció la última palabra a voz en grito, para que la oyeran, y Marcus observó que la madre de Ellie empujaba al hombre y miraba en dirección a ellos.
—¿Ellie? ¿Eres tú?
—Dijiste que este año no ibas a hacerlo.
—No es asunto tuyo lo que yo haga, así que vuelve dentro.
—No.
—Haz lo que te digo.
—No. Das asco. Con cuarenta y tres años y dándote un revolcón contra el cobertizo del jardín.
—Una noche que me porto tan mal como tú las otras trescientas sesenta y cuatro del año, y encima vienes a hacerme pasar un mal rato. Anda, lárgate.
—Venga, Marcus. Dejemos a esa fulana triste y vieja, dejémosla a lo suyo.
Marcus siguió a Ellie al interior de la casa. Nunca había visto a su madre hacer nada parecido y era incapaz de imaginar que llegara a verla algún día, pero se dio cuenta de que aquello podía ocurrirles a las madres de muchos otros.
—¿No te molesta? —le preguntó a Ellie cuando ya estaban dentro.
—No, qué va. Eso no significa nada. Sólo se lo estaba pasando bien, lo cual no suele ocurrirle muy a menudo, la verdad.
Aun cuando Ellie no pareciera molesta, Marcus sí que lo estaba. Fue algo demasiado extraño para expresarlo con palabras. Para él algo así jamás hubiera ocurrido en Cambridge, pero ignoraba si Cambridge era distinto porque no era Londres o porque allí habían vivido juntos sus padres, y todo, por tanto, había sido mucho más simple: nada de revolcones con desconocidos delante de tus propios hijos, nada de insultar a tu madre o soltarle palabras descorteses. Donde se encontraba ahora, en cambio, no había reglas, y él tenía edad suficiente para saber que cuando uno iba a un sitio, o a un tiempo, en el que no había reglas, todo por fuerza tenía que resultar bastante más complicado.