20

A Will le encantaba conducir por Londres. Le encantaba el tráfico, pues le permitía creer que era un hombre con prisas y le ofrecía insólitas ocasiones de sentir frustración e ira (los demás hacían determinadas cosas para desahogarse; a Will le costaba trabajo sentir ese mismo ahogo); le encantaba saber por dónde iba, le maravillaba verse engullido por el flujo vital de la ciudad. Para conducir por Londres no hace falta ni familia ni trabajo: hace falta un coche, y Will tenía un coche. A veces salía a conducir sólo por pasar el rato, y otras para oír música a un volumen que no habría sido posible en su piso sin suscitar un furioso golpe en la pared o en el techo, o un timbrazo.

En esta ocasión se había convencido de que tenía que llegar hasta Waitrose; si hubiese sido sincero consigo mismo, habría reconocido que la verdadera razón de ese viaje era que deseaba cantar «Nevermind» a pleno pulmón, lo cual era impensable en su casa. Le encantaba Nirvana, aunque eso a su edad no dejaba de constituir una especie de placer culpable. ¡Cuánta rabia, cuánto dolor, cuánto odio hacia uno mismo! Will a veces se cabreaba un poco, pero no podía fingir que era algo más que un simple cabreo pasajero. Por eso utilizaba la fuerza y la ira del rock como sustituto de los auténticos sentimientos y no como medio de expresión de los mismos. Y no le importaba demasiado. ¿De qué servían, además, los auténticos sentimientos?

La cinta acababa de dar la vuelta cuando vio a Marcus caminando por Upper Street. No lo veía desde el día de las deportivas, y tampoco había tenido especiales ganas de hacerlo, pero de pronto sintió una oleada de afecto hacia él. Marcus estaba tan encerrado en sí mismo, era tan ajeno a todos y a todo, que ese afecto quizás fuese la única respuesta posible ante su ser: el chico parecía de algún modo no pedir lo que se dice nada, y al mismo tiempo parecía necesitar lo que se dice todo.

El afecto que experimentó Will no fue tan agudo como para detener el coche ni tocar el claxon; había descubierto que era mucho más fácil mantener el afecto hacia Marcus sujetándolo en corto, tanto en sentido metafórico como literal. Pero tuvo gracia encontrárselo de paseo por la calle, a plena luz del día. Algo le fastidiaba. ¿Por qué tenía tanta gracia? Pues porque Will nunca había visto a Marcus a plena luz del día, sino en la penumbra tenebrosa de una tarde invernal. ¿Y por qué lo había visto solamente en la semioscuridad de una tarde invernal? Porque Marcus sólo lo visitaba después del colegio. Sin embargo, eran las dos de la tarde. Marcus debería estar en clase, qué cojones.

Will tuvo que pelear a brazo partido con su conciencia, derribarla e inmovilizarla contra el suelo hasta que dejara de chillar. ¿Por qué iba a importarle que Marcus fuera o no fuera al colegio? De acuerdo, la pregunta estaba mal formulada. Sabía de sobra por qué debería importarle que Marcus fuera o no al colegio. A ver, probemos de otro modo: ¿cuánto le importaba que Marcus fuera o no al colegio? Respuesta: no mucho. Así estaba mejor. Volvió en coche a su casa.

A las cuatro y cuarto, a mitad de Countdown, sonó el timbre. Si Will no hubiera visto a Marcus hacer novillos esa misma tarde, la precisión de la cronología seguramente se le habría pasado por alto, pero en ese momento le resultó de una obviedad transparente: el chico había llegado a la conclusión de que presentarse en su casa antes de las cuatro y cuarto habría sido sospechoso, de modo que ajustó su llegada al segundo. Sin embargo, no tenía la menor importancia, pues no pensaba abrir la puerta.

Marcus volvió a llamar; Will no le hizo caso. Al tercer timbrazo, bajó el volumen de Countdown y puso «In Utero» con la esperanza de que Nirvana ensordeciese el ruido de manera más eficaz que Carol Vorderman, la presentadora del programa. Cuando llegó a «Pennyroyal Tea», el octavo o noveno corte del disco, estaba harto, tan harto de Kurt Cobain como de Marcus; era evidente que éste oía la música al otro lado de la puerta y había decidido utilizar el timbre a modo de acompañamiento. Will se rindió.

—Se supone que no deberías estar aquí.

—He venido a pedirte un favor. —En la cara y en la voz de Marcus no había nada que hiciera pensar en que estaba molesto o aburrido por haber tenido que pasarse media hora dando timbrazos.

Se produjo un breve amago de lucha: Will se interpuso en el camino de Marcus, pero éste se las ingenió para entrar de todos modos en su casa.

—Oh, no. Se ha terminado Countdown. ¿Ha perdido el gordo por fin?

—¿Qué favor quieres pedirme?

—Quiero que me lleves al fútbol con una amiga.

—Que te lleve tu madre.

—Es que no le gusta el fútbol.

—Ni a ti tampoco.

—Ahora sí. Me gusta el Manchester United.

—¿Y eso?

—Porque me gusta O’Bane.

—¿Quién carajo es O’Bane?

—El sábado pasado marcó cinco goles.

—Pero si empataron a cero con el Leeds…

—Pues entonces debió de ser el sábado anterior.

—Marcus, no hay ningún jugador llamado O’Bane.

—A lo mejor me confundo de nombre, pero es algo parecido. Lleva el pelo teñido de rubio y una barbita, se parece un poco a Jesucristo. ¿Puedo tomar una Coca-Cola?

—No. No hay ningún jugador del Man United que lleve barbita y el pelo teñido de rubio y se parezca a Jesucristo.

—Dime cómo se llaman los jugadores del Manchester United.

—¿Hughes? ¿Cantona? ¿Giggs? ¿Sharpe? ¿Robson?

—No. O’Bane.

—¿O’Kane?

A Marcus se le iluminó la cara.

—¡Tiene que ser ése!

—Jugaba en el Nottingham Forest hace unos veinticinco años. No se parecía a Jesucristo para nada. No llevaba el pelo teñido de rubio. Jamás marcó cinco goles. ¿Qué tal hoy en el colegio?

—Bien.

—¿Y por la tarde?

Marcus lo miró y trató de intuir por qué le había hecho esa pregunta.

—Bien.

—¿Qué habéis tenido?

—Historia, y luego…

Will había pensado en guardarse lo de los novillos, tal como Marcus se había guardado lo de Ned. Sin embargo, ahora que lo tenía enganchado del anzuelo no pudo resistirse a la tentación de soltarlo y ponerlo a nadar dentro del cubo.

—Hoy es miércoles, ¿no?

—Eeh… Sí.

—¿Y los miércoles por la tarde salís a pasear por Upper Street?

Advirtió que Marcus comenzaba a descender lentamente hacia el pánico.

—¿A qué te refieres?

—Te he visto esta tarde.

—¿Cómo? ¿En el colegio?

—No, no he podido verte en el colegio, Marcus, porque no estabas allí.

—¿Esta tarde?

—Sí, esta tarde.

—Ah, ya. Tuve que salir un momento a buscar algo.

—¿Que tuviste que salir? ¿Y en el colegio no les importa que salgáis así como así?

—¿Dónde me has visto?

—Pasé por tu lado, en el coche, cuando ibas por Upper Street. Debo decir que no parecía que estuvieras haciendo un recado. Daba toda la impresión de que estabas haciendo novillos.

—Fue por culpa de la señora Morrison.

—¿Fue culpa suya que tuvieras que salir del colegio, o fue culpa suya que hicieras novillos?

—Volvió a decirme que no me pusiera a tiro.

—Marcus, me estás confundiendo. ¿Quién es la señora Morrison?

—La directora. ¿Sabes que cuando me meto en un lío siempre me dicen que no me ponga a tiro? Pues eso fue lo que me dijo de los chicos que me quitaron las deportivas. —Su voz había subido una octava, y empezó a hablar más deprisa—. ¡Si ellos me siguieron! ¿Cómo voy a hacer para no ponerme a tiro si me siguen?

—De acuerdo, de acuerdo, no pierdas los papeles. ¿Se lo dijiste a ella?

—Pues claro. Sólo que no me hizo ni caso.

—Bien. Pues vete a casa y cuéntaselo a tu madre. No sirve de nada que me lo cuentes a mí. Ah, y cuéntale también que te has fumado las clases.

—No, eso no pienso decírselo. Bastantes problemas tiene sin mí.

—Marcus, tú ya eres un problema.

—¿Por qué no puedes ir a verla? A la señora Morrison, quiero decir.

—Estás de coña. ¿Por qué iba a recibirme?

—Seguro que te recibiría.

—Escúchame, Marcus. Yo no soy tu padre, ni tu tío, ni tu padre adoptivo, ni nada por el estilo. No soy nadie, no tengo nada que ver contigo. No hay ninguna directora que vaya a prestar la menor atención a lo que yo le diga, y tampoco creo que debiera recibirme. Tienes que dejar de pensar que tengo la respuesta para todo, porque no la tengo.

—Tú sabes cosas. Tú entiendes lo de las deportivas.

—Sí, y vaya acierto que fueron, ¿eh? Quiero decir que fueron una fuente inagotable de felicidad, ¿no te parece? Esta tarde habrías ido al colegio si yo no te las hubiera comprado.

—Y tú sabías lo de Kirk O’Bane.

—¿Lo de quién?

—Kirk O’Bane.

—¿El futbolista?

—Sí, sólo que no creo que sea un futbolista. Ellie hizo una de esas bromas que sueles hacer tú.

—Pero ¿seguro que se llama Kirk?

—Eso creo.

—Kurt Cobain, so bobo.

—¿Y quién es Kurt Cobain?

—El cantante y guitarrista de Nirvana.

—Ya me parecía que debía de ser un cantante. ¿Lleva el pelo teñido de rubio? ¿Se parece un poco a Jesucristo?

—Supongo.

—Pues ya lo tienes —dijo Marcus con aire triunfal—. Tú también lo conoces.

—Todo el mundo lo conoce.

—Yo no.

—No, tú no; pero es que tú eres diferente, Marcus.

—Y no creo que mi madre lo conozca.

—No, ella tampoco debe de conocerlo.

—¿Lo ves? Tú entiendes las cosas. Puedes ayudarme.

Fue en ese momento cuando Will comprendió por primera vez la clase de ayuda que Marcus necesitaba. Fiona le había inculcado la idea de que él andaba en busca de una figura paterna, de alguien que lo guiase con suavidad y con mano firme hacia la virilidad y la edad adulta, pero en el fondo no era eso, ni mucho menos: Marcus necesitaba ayuda para ser un chico, no un adulto. Y por desgracia para Will, ésa era exactamente la ayuda que estaba en inmejorables condiciones de proporcionar. No sería capaz de decirle a Marcus cómo debía madurar, cómo apañárselas con una madre que tenía tendencias suicidas ni nada por el estilo, pero sí podía explicarle que Kurt Cobain no jugaba al fútbol en el Manchester United. Y para un chico de doce años que iba al colegio a finales de 1993, ésa tal vez fuera la información más importante de cuantas podía recibir.