A Marcus no le hizo ninguna gracia que su madre hubiera hablado con Will. Tiempo atrás le habría entusiasmado, pero ya había dejado de pensar en que él y su madre y Will y Ned y quizás otro bebé fueran a vivir juntos al piso de Will. De entrada, Ned ni siquiera existía. Y de entrada, en caso de que fuesen posibles dos entradas, Fiona y Will no se gustaban mucho. Y, para postre, el piso de Will no era tan grande, no iban a caber allí, aun cuando ni siquiera fuesen tantos como él había supuesto en un principio.
Ahora, en cambio, todos sabían demasiado, y eran demasiados los temas de los que él no quería que hablasen sin estar presente. No quería que Will hablase con su madre del hospital, por si acaso a ella le daba por hacer tonterías de nuevo; tampoco quería que Will le dijera cómo había intentado él chantajear a Will para que saliera con ella; no quería que su madre le hablase de los programas de televisión que le permitía ver, no fuera que, cuando volviese a visitarlo, le diera por apagar la tele. Por lo que alcanzaba a saber, casi cualquiera de los posibles temas de conversación habría significado problemas de una u otra especie.
Su madre sólo estuvo fuera un par de horas después de la merienda, así que ni siquiera tuvieron que buscar a una canguro que cuidase de él. Puso la cadena de la puerta, hizo la tarea, vio un poco la tele, jugó con el ordenador, la esperó. A las nueve y cinco llamaron al timbre de tal manera que sólo podía ser ella. Marcus abrió la puerta y la miró a la cara, tratando de averiguar si estaba enojada o deprimida, pero le pareció que estaba francamente bien.
—¿Lo has pasado bien?
—No ha estado mal.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No es un tío así como muy simpático, ¿no?
—A mí me parece que sí. Me compró aquellas deportivas.
—Bueno, pues ahora se supone que no has de ir a su casa nunca más.
—No puedes impedírmelo.
—Desde luego que no, pero si él no te abre la puerta, será una pérdida de tiempo.
—¿Cómo sabes que no piensa hacerlo?
—Porque me lo ha dicho.
Marcus imaginó a Will en el momento de pronunciar aquellas palabras, pero no le preocupó en absoluto. Sabía con qué potencia sonaba el timbre dentro del piso, y él disponía de todo el tiempo del mundo para pulsarlo cuanto hiciese falta.
Marcus tuvo que ir a ver a la directora del colegio por lo de sus deportivas. Su madre se había quejado a la dirección por más que Marcus le había pedido, le había suplicado que no lo hiciera. Pasaron tanto tiempo discutiendo sobre esa cuestión que terminó por pasar muchos días pensando en ella a todas horas. Ahora al menos estaba en condiciones de elegir entre mentir a la directora y decirle que no sabía quién le había robado las deportivas, aunque para eso tuviera que pasar por idiota, y decirle quién había sido, y perder entonces los zapatos, la chaqueta, la camisa, los pantalones, los calzoncillos y seguramente un ojo o una oreja por el camino de vuelta a casa. Comprendía que si seguía preocupándose por ello perdería muchas horas de sueño.
Fue a verla a la hora del almuerzo, tal como el tutor de su clase le había dicho que hiciera, pero la señora Morrison no pudo recibirlo. La oyó a través de la puerta; estaba hartándose de gritarle a alguien. Al principio esperó a solas, pero al rato apareció Ellie McCrae, una chica malhumorada, malcarada, de décimo, que se cortaba ella sola el pelo de cualquier manera y se ponía lápiz de labios de color negro. Se sentó en el otro extremo de la hilera de sillas que había en la salita de espera. Ellie era famosa. Siempre andaba metida en algún lío, por la razón que fuese, aunque por lo general era algo de lo peorcito.
Permanecieron los dos sentados en silencio un rato, y entonces a Marcus se le ocurrió dirigirse a ella. Su madre siempre le decía que hablase con los chicos del colegio.
—Hola, Ellie —dijo. Ella lo miró, rió entre dientes y desvió la mirada. A Marcus le dio igual. De hecho, poco le faltó para echarse a reír. Ojalá tuviera una cámara de vídeo, pensó. Le habría encantado enseñarle a su madre qué era lo que pasaba cuando uno intentaba hablar con otro de los chicos del colegio, sobre todo si era mayor, y más aún si era chica. No volvería a tomarse la molestia.
—¿Cómo es que todos los niñatos gilipollas saben cómo me llamo?
Marcus no acababa de creerse que estuviera hablándole a él. Cuando se volvió hacia ella le pareció que tenía toda la razón del mundo al dudarlo, porque Ellie seguía mirando hacia otro lado. Decidió no hacerle ni caso.
—¡Eh, tú! Que te estoy hablando. No seas tan maleducado, joder.
—Ah, perdona. Me parecía que no hablabas conmigo.
—Pues no veo ningún otro niñato gilipollas por aquí. ¿Tú ves alguno?
—No —reconoció Marcus.
—Pues eso. ¿Cómo coño sabes mi nombre? Yo no tengo ni puta idea de quién eres.
—Porque eres famosa —respondió él, y al instante comprendió que había cometido un error.
—¿Y se puede saber por qué soy famosa?
—Ni idea.
—Sí que lo sabes. Soy famosa porque siempre ando metida en líos.
—Sí.
—Me cago en todo.
Permanecieron sentados un rato más. A Marcus no le apeteció romper el silencio. Si sólo decir «Hola, Ellie» había causado semejantes problemas, no estaba dispuesto a preguntarle si había pasado un buen fin de semana.
—Siempre ando metida en líos —añadió ella—, y eso que nunca he hecho nada malo.
—Ya.
—¿Y cómo lo sabes?
—Pues porque tú misma lo has dicho. —A Marcus le pareció una buena respuesta. Si Ellie McCrae decía que no había hecho nada malo, era que no lo había hecho.
—Si eres tan descarado, te llevarás un buen tortazo.
Marcus deseó que la señora Morrison no tardara mucho más. Aun cuando estaba más que dispuesto a creer que Ellie nunca había hecho nada malo, entendió por qué había gente que pensaba justamente lo contrario.
—¿Sabes qué es lo que he hecho esta vez?
—Pues nada —respondió Marcus con todo convencimiento.
—De acuerdo. ¿Sabes qué es lo que se supone que he hecho esta vez?
—Nada —contestó él. Ésa era su estrategia y pensaba mantenerse firme.
—Ya, pero ellos deben de creer que he hecho algo malo. De lo contrario, no estaría sentada aquí, ¿no crees?
—Sí.
—Es por culpa de esta camiseta. No quieren que me la ponga, y no tengo intención de quitármela. Así que se va a armar un buen follón.
Marcus miró la camiseta de Ellie. Todos los alumnos del colegio tenían, en principio, que llevar camisetas o sudaderas con el logotipo de la institución, mientras que ella llevaba en la suya la foto de un tipo esquelético y con barbita. Tenía los ojos grandes y se parecía un poco a Jesucristo, sólo que con aire de moderno y el pelo teñido de rubio.
—¿Quién es ése?
—Seguro que lo sabes.
—Mmm… Ah, sí.
—¿Sí? Pues dime quién es.
—Mmm… Se me ha olvidado cómo se llama.
—No mientas. No tienes ni puta idea de cómo se llama.
—No.
—Es increíble. Es como si tampoco supieras cómo se llama el primer ministro.
—Ya. —Marcus soltó una risita para que al menos quedase claro que sabía lo bobo que era, aunque no supiese nada más—. Bueno, ¿y quién es?
—Kirk O’Bane.
—Ah, claro.
En su vida había oído hablar de Kirk O’Bane, pero es que tampoco había oído hablar de casi nadie.
—¿Y a qué se dedica?
—Es jugador del Manchester United.
Marcus miró con atención la imagen, aun cuando eso supusiera más o menos mirarle las tetas a Ellie. Confió en que ella entendiese que no le interesaban sus tetas, sino solamente la imagen que llevaba estampada en la camiseta.
—¿En serio? —En realidad, tenía más pinta de cantante que de futbolista. Los futbolistas casi nunca parecían tristes, y ese tipo en cambio sí. Por otra parte, jamás habría dicho que Ellie fuera una persona a la que le gustase el fútbol.
—Sí. El sábado pasado marcó cinco goles.
—Caramba —dijo Marcus.
Se abrió la puerta del despacho de la señora Morrison y salieron dos chicos de séptimo con la cara blanca como el papel.
—Adelante, Marcus —le indicó la señora Morrison.
—Adiós, Ellie —dijo Marcus.
Ellie volvió a sacudir la cabeza, todavía amargada, al parecer, por el hecho de que su reputación la hubiera precedido. Marcus no tenía ganas de ver a la señora Morrison, pero si la alternativa consistía en permanecer en el pasillo con Ellie, estaba dispuesto a meterse en el despacho de la directora cuando fuese.
Marcus perdió los estribos con la señora Morrison. Más tarde se dio cuenta de que no era buena idea eso de perder los estribos con la directora del colegio nuevo. Pero no pudo evitarlo. La mujer se mostró tan necia que al final él tuvo que pegarle un grito. La entrevista empezó como debía: no, nunca había tenido el menor problema con los ladrones de las deportivas, para nada; no, no sabía quiénes eran; no, no estaba muy contento en el colegio (y en todo eso no hubo más que una mentira). Lo malo fue que a ella le dio por hablar de lo que llamaba «estrategias de supervivencia», y fue entonces cuando a él se le cruzaron los cables.
—A ver si me entiendes —dijo la señora Morrison—, seguro que ya has pensado en esto, pero ¿por qué no intentas no ponerte a tiro?
¿Es que todos estaban seguros de que él era un tarugo? ¿Acaso daban por supuesto que él se levantaba todas las mañanas pensando que tenía que encontrar a alguien que lo insultara y lo mandara a la mierda y le robara las deportivas, para que así pudieran seguir haciéndole otras perrerías por el estilo?
—Lo he intentado. —Por el momento, fue todo cuanto Marcus pudo responder. Se sentía demasiado frustrado para agregar una sola palabra.
—Tal vez no lo has intentado lo suficiente.
Ya no hizo falta nada más. No había dicho eso porque tuviera ganas de echarle una mano, sino porque él le caía mal. En ese colegio no le caía bien a nadie, y seguía sin entender por qué. Estaba harto. Se levantó para marcharse.
—Siéntate, Marcus. Todavía no he terminado contigo.
—Pero yo sí he terminado con usted.
No sabía que iba a decir aquello, y se asombró cuando lo hizo. Nunca había sido tan descarado con un profesor, sobre todo porque no le había hecho ninguna falta. Se dio cuenta de que no había empezado con buen pie. Si uno iba a meterse en un lío, quizás fuera mejor ir poco a poco. Él había empezado por el final, y eso fue, con toda seguridad, un error.
—SIÉNTATE.
No hizo caso. Sencillamente se marchó por donde había venido. Abrió la puerta y se largó.
En cuanto abandonó el despacho de la señora Morrison se sintió diferente, mejor, desahogado, como si se hubiera soltado y hubiese empezado a descender en caída libre. Fue una sensación excitante, desde luego; mucho mejor que la sensación de cuelgue que había tenido antes. Hasta ese momento ni siquiera habría sabido describirlo como «un cuelgue», pero estaba claro que lo era. Se había empeñado en fingir que todo era normal —difícil, sí, pero normal—; ahora que se había soltado, se dio cuenta de que había sido cualquier cosa menos normal. No es normal que a uno le roben unas deportivas. No es normal que la profesora de inglés lo haga quedar a uno como un chalado delante de toda la clase. No es normal que a uno le arrojen caramelos a la cabeza como si fuesen piedras. Y eso por sólo mencionar lo que pasaba en el colegio.
De pronto era un alumno que faltaba a clase sin autorización. Echó a caminar por Holloway Road mientras todos los del colegio estaban…, en realidad era la hora del almuerzo, pero no pensaba volver. Pronto iría caminando por Holloway Road (o no, porque Holloway Road estaba a punto de terminarse, y el almuerzo todavía iba a durar una media hora más) durante la clase de historia, y en ese momento sí sería un alumno que faltaba a clase sin autorización. Se preguntó si todos los malos alumnos, los que faltan a clase porque sí, empezarían del mismo modo; se preguntó si habría siempre una señora Morrison que les hinchase las narices y casi los obligase a marcharse. Supuso que sí. Siempre había supuesto que los malos alumnos, los que faltaban a clase sin justificación, pertenecían a una categoría de personas que nada tenía que ver con él, como si todos ellos fuesen malos de nacimiento, pero estaba claro que se equivocaba. Él asistía a clase, escuchaba lo que los demás quisieran decir, hacía los deberes, tomaba parte en los ejercicios. Al cabo de seis meses, todo eso había cambiado poco a poco y por completo.
Se dio cuenta de que probablemente así fuesen también los vagabundos. Una noche salían de casa y se les ocurría dormir a la entrada de una tienda; la primera vez que esto ocurría, algo cambiaba en ellos y se convertían en vagabundos, en vez de ser personas que no tenían dónde dormir. ¡Y lo mismo pasaría con los delincuentes! ¡Y con los drogadictos! Y… Decidió dejar de pensar en ello. Si seguía por ese camino, empezaría a parecer que su vida había cambiado desde el instante mismo en que se había largado del despacho de la señora Morrison, y no sabía si estaba preparado para eso. No era una persona que quisiera convertirse en un mal alumno, un vagabundo, un asesino o un drogadicto. Sólo era alguien enojado con la señora Morrison. Tenía que haber cierta diferencia.