18

19 de noviembre. El puto 19 de noviembre. Era un nuevo récord absoluto, pensó Will de manera un tanto lúgubre. El año anterior había sido el puto 26 de noviembre. Hacía ya una pila de años que no lograba llegar intacto a principios de diciembre; estaba claro que a ese paso cuando tuviera cincuenta o sesenta años empezaría a oír la primera interpretación de «Santa's Super Sleigh» en julio o en agosto. En esta ocasión fue un músico callejero que tocaba al pie de la escalera mecánica de la estación de metro de Angel, una joven animada y atractiva que tocaba el violín obviamente con la intención de ganarse un dinero con el que redondear su beca para proseguir sus estudios musicales. Will la fulminó con una mirada cargada de todo el odio que fue capaz de reunir, una mirada destinada a transmitir no sólo el mensaje de que no pensaba darle ni un penique, sino también que le habría encantado destrozarle el instrumento y graparle después la cabeza a la escalera mecánica.

Will odiaba la Navidad por una razón evidente: la gente llamaba a la puerta de su casa y se ponía a cantar la canción que más aborrecía en el mundo, y encima contaban con que les diera dinero a cambio de ese gesto. Peor había sido cuando era pequeño, porque su padre también detestaba la Navidad por una razón no menos evidente (si bien Will no comprendió cuál era esa razón tan evidente hasta que fue mucho mayor; en aquellos tiempos sólo pensaba que su padre estaba tan harto de la canción como cualquier otro): era un terrible recordatorio del tremendo fracaso en que se había convertido su vida. Muy a menudo aparecía alguien deseoso de entrevistar a su padre a propósito de «Santa's Super Sleigh». Siempre le preguntaban qué otras canciones había escrito, y él lo explicaba, a veces incluso tocaba algún fragmento, algún tema, o bien les mostraba discos en los que se habían editado algunas de esas canciones. Los entrevistadores parecían avergonzados, soltaban una risita solidaria y le decían que las cosas sin duda debían de ser muy difíciles para una persona que había sido famosa por una sola cosa, sólo que mucho tiempo atrás, y entonces pasaban a preguntarle si la cancioncilla de marras no le había arruinado la vida, o si no hubiese preferido no escribirla. Él se enfadaba, les decía que no fueran tan idiotas, tan condescendientes y tan insensibles. Cuando se marchaban, se quejaba con amargura de que la canción le había arruinado la vida y decía que ojalá no la hubiera escrito. Un locutor de radio incluso llegó al extremo de crear un programa dedicado a quienes habían tenido un único éxito, titulado One-Hit Wonders, completamente inspirado en la entrevista que le había hecho a Charles Freeman. Cada entrega trataba sobre personas que habían escrito un solo libro genial, que habían actuado en una sola película, que habían escrito una sola canción famosa. El locutor tuvo el morro de solicitarle una nueva entrevista. Era comprensible que el padre de Will se la hubiera negado.

Por todo ello, la Navidad era la estación de la ira y la amargura, del pesar y la recriminación, de los excesos alcohólicos, de un frenético y risible afán industrioso totalmente inadecuado (durante unas navidades su padre había escrito todo un musical, totalmente inútil, en un malogrado intento por demostrar que su talento seguía latente). También era la estación de los regalos junto a la chimenea, pero ya a sus nueve años Will habría cambiado de muy buena gana los espirógrafos y el Batmobile por un poco de paz y de buena voluntad.

Sin embargo, con el tiempo todo cambió. Murió su padre y después su madre, perdió contacto con su hermanastro y su hermanastra, que eran mucho mayores que él y bastante sosos, y solía pasar las navidades con los amigos o con la familia de sus novias, y todo lo que quedó fue «Santa's Super Sleigh» y los cheques que le llegaban deslizándose por la nieve. Era más que suficiente. Will se había preguntado no pocas veces si habría alguna otra canción estúpida que albergase tanto dolor en su interior, tanta desesperación, tanto pesar. Lo dudaba. Seguro que la ex mujer de Bob Dylan no escuchaba «Blood on the Tracks» muy a menudo, pero «Blood on the Tracks» no en vano era diferente, un disco sobre la tristeza y el daño. «Santa's Super Sleigh» no tenía nada que ver con eso, al menos en principio, pero cada vez que la oía en el ascensor de unos grandes almacenes o por la megafonía del supermercado, durante las semanas previas al 24 de diciembre, le entraban ganas de echarse un lingotazo al coleto, de ir a ver a un psiquiatra en busca de consejo, de echarse a llorar a moco tendido. Tal vez en algún lugar hubiera otras personas como él; tal vez debiese tratar de formar un grupo de apoyo de Afectados por las Canciones de Éxito, en el que hombres y mujeres tan ricos como amargados se reunirían a comer en restaurantes caros y charlarían sobre todo lo que saliera a relucir en esas canciones, así fueran perritos, pájaros, biquinis, repartidores de leche y bailes horribles.

No tenía ningún plan para esas navidades. No tenía novia, y por tanto no tenía padres de la novia. Aunque tenía amigos en medio de cuyas vidas podía dejarse caer sin previo aviso, no le apetecía demasiado la idea. Las pasaría en casa, vería millones de películas, borracho y colocado. ¿Por qué no? Tenía todo el derecho del mundo a tomarse un respiro, aun cuando no hubiese nada de lo que debiera tomarse un respiro.

Si lo primero que le recordó la violinista en la estación de metro fue su padre, el fantasma inexorcizable de las navidades pasadas, lo segundo fue Marcus. No supo por qué. Apenas había pensado en él desde el incidente de las deportivas, y no lo veía desde que Fiona se lo había llevado a rastras de su piso la semana anterior. Tal vez fuera porque Marcus era de hecho el único chico al que conocía de veras, aunque Will dudaba que fuese tan sensiblero como para tragarse la repulsiva idea de que las navidades constituían sobre todo un tiempo para los pequeños; la explicación más probable era que hubiese establecido alguna clase de conexión entre la infancia de Marcus y la suya propia, y no porque Will fuera en su día un empollón y un inadaptado, calzado con las deportivas inadecuadas; muy al contrario, había llevado siempre los zapatos que había que llevar con los calcetines correspondientes, los pantalones adecuados con las camisas de rigor, y había ido a la peluquería correcta para llevar el pelo como había que llevarlo en su día. Eso era todo lo que importaba de la moda, al menos en lo que a Will se refería: significaba que, al ir a la moda, uno estaba con los cojonudos y los poderosos, y contra los alienados y los débiles, que era donde Will deseaba estar. Por eso había rehuido con éxito toda clase de abusos por parte de sus congéneres, convirtiéndose en un abusón enfurecido y entusiasta.

Sin embargo, en el piso de Fiona había algo que le recordaba muy nítidamente el hogar de los Freeman: se notaba ese mismo aire de desesperanza, de derrota, de perplejidad, de chaladura irremediable. Por descontado, Will había crecido con dinero y Marcus no tenía un penique, pero no era necesaria la pasta para ser un individuo o una familia disfuncional. ¿Qué más daba que Charles Freeman se hubiera matado a fuerza de carísimos whiskies de malta y que Fiona hubiera intentado quitarse la vida con tranquilizantes adquiridos mediante una receta de la Seguridad Social? Los dos habrían tenido abundantes temas de conversación que compartir en una fiesta cualquiera.

A Will no le hizo mucha gracia la conexión que acababa de establecer, pues entrañaba que, si le quedaba alguna decencia, debería tomar a Marcus bajo su protección y aprovechar su propia experiencia a la hora de crecer y madurar con un padre bastante chiflado para servir de guía al chico y llevarlo a un puerto seguro. Sin embargo, no deseaba hacerlo. Era excesivamente trabajoso, implicaba demasiado contacto con personas a las que no entendía ni le gustaban. Por otra parte, prefería seguir viendo Countdown a solas.

Sin embargo, había olvidado un detalle: él parecía no tener el menor control sobre su relación con Marcus y Fiona. El puto 20 de noviembre, el día siguiente al puto 19 de noviembre, cuando más o menos había llegado a la conclusión de que Marcus tendría que apañárselas sin su ayuda, Fiona lo llamó por teléfono y empezó a soltarle unas cuantas chaladuras de las suyas.

—Marcus no tiene ninguna necesidad de un padre, y mucho menos de un padre como tú —le dijo.

Will se había perdido antes incluso de empezar la conversación. En ese punto, todo lo que había aportado era un saludo expresado a la defensiva, pero sin ningún afán provocador: «Hola, ¿cómo estás?»

—¿Perdón? —dijo Will.

—Parece que Marcus se ha convencido de que necesita la compañía de un varón adulto, una especie de figura paterna, y tu nombre ha salido a relucir, claro.

—Mira, Fiona, te aseguro que no he sido yo quien le ha metido esa idea en la cabeza. A mí no me hace ninguna falta la compañía de un varón menor de edad, sobre todo si es un adolescente; y te aseguro también que no necesito la figura de un hijo. De modo que estupendo. Veo que estamos completamente de acuerdo.

—¿Así que no piensas verlo ni siquiera si él desea verte?

—¿Por qué no aprovecha que tiene un padre y lo utiliza como figura paterna? ¿No es ésa la solución más fácil? ¿O es que no me entero de nada?

—Su padre vive en Cambridge.

—¿En el Cambridge de Australia? ¿En el Cambridge de California? Deduzco que no estamos hablando de Cambridge, esa pequeña población a la que se llega con toda facilidad por la M11…

—Marcus no puede subirse al coche y enfilar la M11. Sólo tiene doce años.

—Aguarda un momento. Me llamaste por teléfono para ordenarme que dejara en paz a Marcus. Te dije que no tenía la menor intención de relacionarme con él. Y ahora me estás diciendo…, ¿qué me estás diciendo? Debo de haberme perdido un trozo de la conversación.

—Pareces sumamente deseoso de quitártelo de encima.

—Vaya, ahora entiendo que no me dices que lo deje en paz, sino que solicite su custodia.

—Oye, ¿eres incapaz de mantener una conversación sin recurrir al sarcasmo?

—Tú explícame con toda claridad y con toda sencillez, sin cambiar de idea a mitad de camino, qué es lo que quieres que haga.

Fiona suspiró.

—Hay cosas que resultan un poco más complicadas, o que no son tan fáciles como pretendes, Will.

—¿Y para decirme eso me has llamado por teléfono? Será porque al principio me tocó la peor parte, cuando todavía estábamos hablando de que yo era, con toda seguridad, el tío más inapropiado del mundo, ¿no?

—La verdad, no es nada fácil tratar contigo.

—¡Pues deja de tratar conmigo! —dijo Will, a punto de gritar. Estaba cabreado, desde luego. Llevaban menos de tres minutos hablando y empezaba a tener la impresión de que esa conversación telefónica iba a ser la gran obra de su vida; se le ocurrió de pronto que cada tantas horas tendría que dejar el aparato para comer y dormir, para ir un momento al baño, y que el resto del tiempo Fiona estaría diciéndole primero una cosa y luego la contraria, y así infinitamente—. ¡Cuelga el teléfono, es bien fácil! ¡No tengas miedo de ofenderme!

—Creo que tenemos que hablar de todo esto como es debido, ¿no te parece?

—¿Qué? ¿De qué tenemos de hablar como es debido?

—Pues de todo el asunto.

—No hay todo un asunto del que hablar. ¡Ni siquiera hay medio asunto!

—¿Te parece que tomemos algo mañana por la noche? A lo mejor, si hablamos cara a cara… Así no vamos a llegar a ninguna parte.

No tenía ningún sentido decirle que no. Ni siquiera tenía el menor sentido decirle que sí. Quedaron en verse al día siguiente para tomar algo, y la confusión y el sentimiento de fracaso de Will se pusieron de manifiesto cuando él fue capaz de contemplar la hora y el lugar de la cita como una victoria resonante.

Will nunca se había encontrado a solas con Fiona. Hasta entonces Marcus siempre había estado en medio para decirles cuándo y de qué hablar —aparte del día de las deportivas, cuando de algún modo les había indicado cómo abordar la conversación, aunque en el fondo no dijera nada—. Sin embargo, cuando Will llevó las bebidas desde la barra a la mesa —fueron a un pub tranquilo en una bocacalle de Liverpool Road, donde seguro que tendrían sitio y podrían charlar sin tener que competir con un tocadiscos automático, una banda de música grunge o un comediante alternativo—, tomó asiento frente a Fiona y decidió nuevamente, sin proponérselo siquiera, que no la encontraba en modo alguno atractiva, se dio cuenta de algo más: que llevaba casi veinte años tomando cervezas en los pubs y que ni una sola vez había estado en uno en compañía de una mujer por la que no tuviera algún tipo de interés sexual. Volvió a pensar en ello. ¿Podía ser cierto? De acuerdo, había seguido viendo de vez en cuando a Jessica, la ex que insistía en que estaba perdiéndose un montón de cosas después de que los dos dieran por concluida su historia. No obstante, con ella había existido interés sexual al menos por un tiempo, y Will sabía muy bien que si Jessica alguna vez decidía anunciar que andaba en busca de una aventura extraconyugal, él se apuntaría a la cola sin pensárselo dos veces y colocaría su nombre para una ulterior consideración.

No, seguro que era una primera vez en su caso, y a decir verdad no tenía ni idea de que en tales situaciones se aplicasen normas diferentes. Por supuesto, no resultaría apropiado ni sensato tomarla de la mano y mirarla a los ojos, así como tampoco sería de recibo conducir el asunto con suavidad hacia la cuestión del sexo, de modo que le fuera posible introducir un punto de flirteo en su relación. Si no tenía el menor deseo de acostarse con Fiona, lógicamente no existía la menor necesidad de fingir que todo lo que ella pudiera contarle le parecía interesantísimo. No obstante, sucedió algo bastante extraño: la mayor parte de lo que dijo le interesó. No del modo con que uno intenta comunicar que, vaya, pues no tenía ni idea, porque si bien lo más probable era que Fiona supiese un montón de cosas que él ignoraba por completo, estaba prácticamente convencido de que todas ellas serían un verdadero palo… No, lo que pasó fue que sencillamente se sintió absorto por la conversación. Escuchó con atención lo que ella le dijo, lo pensó, contestó. No logró recordar cuándo le había sucedido algo así por última vez. ¿Por qué estaba pasando aquello? ¿No sería una nueva jugarreta de la ley de Murphy? Si una mujer no te gusta especialmente, terminarás por encontrarla fascinante. ¿O acaso había ocurrido algo en lo que debería pensar a fondo?

Fiona estuvo muy distinta de las veces anteriores. No decidió decirle a la cara que le parecía un inútil, y tampoco quiso acusarlo de haber abusado de su hijo. Fue casi como si hubiera llegado a la conclusión de que la relación entre ambos era un hecho. A Will no le gustó lo que cabía deducir de esto.

—Lamento lo de ayer —dijo ella.

—No pasa nada.

Will encendió un cigarrillo y Fiona puso cara de asco y apartó el humo con la mano. Él odiaba a las personas que hacían eso en lugares donde no tenían ningún derecho a hacerlo. No pensaba pedir disculpas por fumar en un pub; se dijo que fumaría hasta crear una niebla tan espesa que no consiguieran verse el uno al otro.

—Cuando te llamé estaba muy alterada. Cuando Marcus me dijo que creía que necesitaba cierta aportación masculina, me sentí como si me hubieran dado una bofetada.

—Me lo imagino —repuso Will, que en realidad no tenía la menor idea de qué le estaba hablando. ¿Por qué iba nadie a tomarse el trabajo de reparar en lo que hubiera querido decir Marcus?

—Ya sabes, es lo primero que piensas cuando te has separado del padre de tu hijo: que seguramente necesitará un hombre cerca y todo eso. Y entonces el sentido común feminista se apoderaba de la situación. Lo cierto es que desde que Marcus tiene edad de entender las cosas, hemos hablado de esta cuestión, y siempre me ha garantizado que no pasa nada. Y ayer, de buenas a primeras, me viene con esto… Siempre ha sido consciente de lo mucho que me preocupa.

A Will no le apetecía nada verse implicado en todo aquello. No le importaba que Marcus necesitase un hombre en su vida. ¿Por qué iba a importarle? No era un asunto de su incumbencia, por más que él pareciera ser el hombre en cuestión. No había pedido permiso para serlo; además, estaba seguro de que si Marcus necesitaba a un hombre, no era a uno como él. Sin embargo, al oír hablar a Fiona comprendió que, en ciertos aspectos al menos, posiblemente estuviera más capacitado que ella para entender a Marcus, y lo admitió de mala gana, porque era un hombre y Fiona una mujer, y quizás porque Marcus era, desde luego que a su manera, con un punto juvenil y excéntrico, un hombre que se salía de la norma. Y Will entendía a los hombres que se salían de la norma.

—Bien, pues ahí estás —dijo Will llanamente.

—¿Dónde estoy?

—Eso fue lo que dijo él, porque sabía que con eso conseguiría lo que estaba buscando.

—¿Y qué estaba buscando?

—No lo sé, lo que estuviera buscando en ese momento. Sospecho que es una observación que se ha guardado en la manga. Ésa era una carta decisiva. ¿De qué estabais discutiendo?

—Yo acababa de reiterarle mi oposición a la relación que mantiene contigo.

—Vaya.

Se trataba de una malísima noticia. Si Marcus había optado por usar sus últimas cartas por culpa de Will, significaba que éste estaba metido mucho más hasta el fondo de lo que se había temido.

—¿Estás diciendo lo que yo creo que estás diciendo, o sea, que me quiso atacar en el punto más vulnerable para poder ganar una discusión?

—Sí, por descontado que sí.

—Marcus no es capaz de algo semejante.

Will soltó un resoplido.

—Lo que tú digas.

—¿De veras lo crees?

—El chico no es bobo.

—No es su inteligencia lo que me preocupa, sino… su honradez emocional.

Will volvió a resoplar. Se había propuesto guardar para sí sus pensamientos e impresiones a lo largo de la conversación, pero no paraban de escapársele por la nariz. ¿En qué planeta vivía aquella mujer? Era un personaje tan de otro mundo que le parecía improbable que fuese una depresiva con tendencias suicidas, por más que le gustara cantar con los ojos cerrados; seguro que una persona capaz de flotar por encima de todas las cosas contaba con alguna forma de protección interior. Sin embargo, eso también formaba parte del problema. Si estaban allí sentados los dos se debía a que la astucia de un chico de doce años había logrado que ella se estrellase de golpe contra el suelo. Y si Marcus era capaz de tal cosa, cualquier amigo o novio, o su jefe en el trabajo, o el dueño de su vivienda, esto es, cualquier adulto que no la amase, podría hacer lo mismo. Contra eso no existía protección de ninguna especie. ¿Por qué se empeñaba aquella gente en hacer que todo fuera tan difícil? La cosa no podía ser más fácil, en realidad estaba chupada, era pan comido incluso para un niño, simple cuestión de aritmética elemental: amar a los demás y dejar que los demás te amaran era un esfuerzo que únicamente valía la pena si las probabilidades estaban a tu favor. Aunque, por supuesto, éste no era el caso. Había unos setenta y nueve trillones de personas en el mundo, pero sólo unas quince o veinte a lo sumo terminarían amándolo a uno, y eso con suerte. ¿Había que ser muy listo para darse cuenta de que el riesgo no valía la pena? De acuerdo, Fiona había cometido el error de tener un hijo, pero eso no suponía el fin del mundo. Si Will hubiese estado en su pellejo, no habría dejado que el pequeño mamón lo arrastrase a lo más bajo.

Fiona lo miraba un tanto perpleja.

—¿Por qué será que reaccionas de ese modo ante todo lo que te digo?

—¿De qué modo?

—Resoplando.

—Lo siento. Es que… Yo no tengo ni idea de las distintas etapas del desarrollo infantil, de lo que deberían hacer los chicos a la edad que tienen… En fin, ya sabes. Lo que sí sé es que ya va siendo hora de que no te fíes de lo que cualquier varón, de la edad que sea, te diga acerca de sus sentimientos.

Fiona contempló desolada su media pinta de Guinness.

—Y, según tu opinión de experto, ¿cuándo dejan de ser así las cosas?

Lo de la «opinión de experto» lo dijo como si la frase tuviera un filo dentado y herrumbroso, pero Will no hizo caso.

—Cuando tenga unos setenta u ochenta años. Entonces podrá hacer uso de la verdad en momentos sumamente inapropiados e impresionar a la gente.

—Para entonces, yo habré muerto.

—Ya.

Fiona fue a la barra para traerle una cerveza a Will, y se dejó caer en su asiento.

—Pero… ¿por qué tenías que ser tú?

—Te lo acabo de decir. Él en realidad no necesita ninguna influencia masculina. Solamente lo dijo para salirse con la suya.

—Eso lo entiendo, pero ¿por qué tiene tantas ganas de verte y estar contigo, tantas como para hacerme algo semejante?

—No tengo ni idea.

—¿De veras que no tienes ni idea?

—De veras.

—Puede que lo mejor sea que no te vea.

Will no dijo nada. De la conversación del día anterior al menos había sacado algo en claro.

—¿Tú qué piensas? —preguntó ella.

—Nada.

—¿Cómo?

—Que no pienso, que no pienso nada. Tú eres su madre. Las decisiones las tomas tú.

—Pero ahora estás implicado en todo esto. Él no deja pasar la ocasión de ir a tu casa. Tú lo llevas de compras y le regalas unas deportivas. Él empieza a vivir una vida que no estoy en condiciones de controlar, y eso significa que serás tú quien la controle. A la fuerza.

—Yo no pienso controlar nada.

—En ese caso, lo mejor es que no vuelva a verte.

—Eh, ya hemos pasado antes por este punto. ¿Qué es lo que quieres que haga si llama a la puerta de mi casa?

—Que no lo dejes entrar.

—Estupendo.

—Lo que quiero decir es que si no estás preparado para pensar de qué forma puedes ayudarme, más vale que no te metas en esto.

—Entendido.

—Dios, eres un egoísta increíble.

—Pero estoy solo. Únicamente me tengo a mí. No pienso ponerme por delante de nadie, porque resulta que no hay nadie más.

—Vaya. Pues resulta que ahora él sí que está en medio. No puedes dar un portazo y echarlo de tu vida así por las buenas, ¿sabes?

Will estaba casi seguro de que en eso se equivocaba. Se podía dar un portazo. Bastaba con no contestar cuando llamaban a la puerta. Así, ¿quién iba a entrar?