16

Con el tiempo, Will comenzó a considerar las visitas de Marcus parte integral de su vida cotidiana, y lo hizo casi sin darse cuenta. No le resultó difícil, ya que el tejido de sus días era más bien andrajoso y tenía abundantes agujeros, agujeros de tamaño considerable, en los que cabía de todo, aunque también podría haberlos llenado de otros asuntos más llevaderos y apetecibles, como ir más de compras, ir más tardes al cine, lo que fuera; nadie podría discutirle que Marcus venía a ser como el equivalente de una de esas lamentables películas de Steve Martin y una bolsa de chucherías. No era que se portara mal cuando iba a verlo, porque no lo hacía. Y tampoco que resultase fatigoso hablar con él, porque no lo era. Ocurría, sencillamente, que Marcus parecía difícil porque daba la impresión de que sólo había hecho un alto en este planeta camino de quién sabe dónde, de algún lugar en el que tal vez encajase mejor. A sus periodos de total ausencia, cuando se comportaba como si hubiese desaparecido por completo dentro de su mente, seguían otras fases en las que al parecer trataba de compensar tales ausencias, y entonces se ponía a disparar preguntas a bocajarro.

En un par de ocasiones Will decidió que no iba a ser capaz de afrontarlo, y salió para ir de compras o al cine. Sin embargo, por regla general estaba en casa a las cuatro y cuarto, a la espera de que sonase el timbre, a veces porque no le apetecía demasiado salir, y otras porque de algún modo se sentía en deuda con Marcus. No tenía ni idea de qué le debía ni por qué, pero advirtió que en la vida del chico estaba al servicio de cierto propósito, al menos por el momento, y eso era algo que no le ocurría con la vida de nadie más, así que difícilmente moriría de fatiga por exceso de compasión. En cualquier caso, seguía siendo un verdadero coñazo eso de tener a un chico que se le imponía a la fuerza cada tarde. Sería un gran alivio para Will el que un buen día Marcus encontrase en otra parte el verdadero propósito de su vida.

A la tercera o cuarta visita de Marcus, Will le preguntó por Fiona, y terminó deseando no haberlo hecho, porque estaba claro que el chico seguía bastante perturbado por lo ocurrido. Will no iba a culparlo por ello, pero tampoco se le ocurrió nada que decir, nada que tuviese el menor valor, que sirviera de consuelo, así que terminó por proferir una blasfemia solidaria y, considerando la edad de Marcus, inapropiada. Will no volvería a cometer ese error. Si Marcus deseaba hablar de las tendencias suicidas de su madre, que lo hiciera con Suzie, con un tutor o con alguien capaz de algo más que soltar una obscenidad.

Lo cierto era que Will se había pasado toda su vida rehuyendo las cosas que de verdad cuentan. Al fin y al cabo, era hijo y único heredero del hombre que había escrito «Santa's Super Sleigh». Santa Claus, de cuya existencia casi todos los adultos dudaban con razón de sobra, le traía por su cara bonita todo lo que vestía, comía y bebía, los sillones en que se sentaba, hasta la casa en que vivía. Podría sostenerse, y no sin razón, que la realidad no estaba inscrita en su código genético. Le gustaba ver las cosas que de verdad cuentan en series televisivas como EastEnders o The Bill, y escuchar a Joe Strummer, a Curtis Mayfield y a Kurt Cobain cantar canciones acerca de las cosas que de verdad cuentan, aunque nunca había tenido una cosa que de verdad contara sentada en el sofá de su casa. No era de extrañar, por tanto, que una vez hubo preparado una taza de té y le hubo ofrecido unas galletas, no supiera en realidad qué hacer con aquello.

A veces lograban iniciar una conversación sobre la vida de Marcus, que sin embargo eludía los desastres gemelos de su casa y el colegio.

—Mi padre dejó de tomar café —dijo Marcus de pronto, una tarde, después de que Will se hubiera quejado de las intoxicaciones por cafeína (riesgo laboral, supuso, de los desempleados).

Will nunca se había parado a pensar en el padre de Marcus. El chico parecía a tal extremo un mero producto de su madre que la sola idea de que pudiera existir un padre resultaba casi una incongruencia.

—¿A qué se dedica tu padre?

—Trabaja en los Servicios Sociales de Cambridge.

Eso tenía su lógica, pensó Will. Todas aquellas personas eran de otro país, un país del que Will no sabía prácticamente nada, y que encima carecían de la menor utilidad: musicoterapeutas, funcionarios y asistentes sociales, tiendas de alimentación integral con tablones de anuncios de contactos y ventas varias, aceites de aromaterapia, jerséis de brillantes colores, complicadas novelas europeas y sentimientos a flor de piel. Marcus era al cien por cien de tal palo tal astilla.

—¿Exactamente en qué?

—Pues no lo sé, aunque no gana demasiado.

—¿Lo ves con frecuencia?

—Sí, bastante. Algunos fines de semana. En vacaciones. Tiene una novia que se llama Lindsey. Es muy guapa.

—Ah.

—¿Quieres que sigamos hablando de él? —preguntó Marcus—. Si te apetece, sigo.

—¿Tú quieres hablar de él?

—Sí. En casa no tengo muchas ocasiones de hacerlo.

—¿Y qué te apetece decir?

—No lo sé. Podría contarte qué coche tiene, y si fuma o no.

—De acuerdo. ¿Fuma? —A Will ya no le desconcertaba el modo un tanto excéntrico en que Marcus estructuraba su conversación.

—No. Lo ha dejado —respondió Marcus en tono triunfal, como si acabara de llevar a Will a una encerrona.

—Ah.

—Pero le costó mucho.

—Seguro. ¿Echas de menos a tu padre?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya sabes. No sé… ¿No lo echas de menos? Seguro que entiendes lo que quiero decir.

—Lo veo bastante. ¿Cómo iba a echarlo de menos?

—¿Querrías verlo más de lo que lo ves?

—No.

—Ah, pues qué bien.

—¿Puedo tomar otra Coca-Cola?

Al principio Will no comprendió por qué Marcus había introducido a su padre como tema de conversación, aunque estaba claro que no dejaba de tener cierto valor hablar de algo que al chico no le recordase el espantoso lío en que estaba metido a cada instante. La victoria sobre la adicción a la nicotina no constituía exactamente una victoria de Marcus, aunque en una vida como la suya, por el momento completamente ajena a las victorias, era lo que más cerca había estado de una victoria desde hacía algún tiempo.

Will pensó que eso debía de ser muy triste, pero también comprendió que no era su problema. De hecho, ningún problema era suyo. Pocas personas estaban en situación de afirmar que no tenían problemas, pero es que eso tampoco era problema suyo. A Will no le parecía que ésa fuese razón para avergonzarse, sino motivo, más bien, de una sonora y salvaje celebración. Llegar a su edad sin haberse encontrado con ninguna dificultad seria le parecía un récord digno de mantenerse a toda costa, y aunque no le importaba ofrecer a Marcus una lata de Coca-Cola de vez en cuando, tampoco pensaba embrollarse en la penosa comida para perros que era de hecho la vida de Marcus. ¿Por qué iba a querer hacerlo?

A la semana siguiente, la cita acostumbrada de Will con Countdown se vio interrumpida por lo que sonó inequívocamente como un puñado de gravilla arrojado contra la ventana del cuarto de estar, seguido de inmediato por una serie de continuos, urgentes y molestos timbrazos. Will supo que aquello anunciaba complicaciones —a nadie le llueve una andanada de gravilla en la ventana, además de una serie de frenéticos timbrazos, sin que eso signifique problemas, dedujo—, y su primera reacción fue subir el volumen del televisor y hacer caso omiso de las molestias, pero al final triunfó cierto sentido de su propia dignidad que además expulsó ipso facto a la cobardía, y se levantó del sofá a toda prisa para abrir la puerta.

Marcus estaba a la entrada, aguantando un chaparrón de caramelos con el que alguien lo bombardeaba, proyectiles en forma de piedra, e igual de duros, que podrían haber causado tanto daño como las mismas piedras. Si Will lo supo, fue porque varios de esos proyectiles también le alcanzaron. Hizo pasar a Marcus y localizó a los dos bombarderos, dos adolescentes malcarados, con el pelo cortado a la moda.

—¿Qué demonios estáis haciendo?

—¿Y tú quién eres?

—A ti eso no te importa. ¿Quiénes sois vosotros? —Will no recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido ganas de darle una paliza a alguien, pero a esos dos deseó darles una buena—. Largo de aquí.

—Bah —soltó uno de ellos. Will supuso que trataba de manifestar que no tenían miedo, pero su valentía quedó en entredicho cuando se marcharon a toda prisa. Fue una sorpresa y un alivio. Will jamás habría echado a correr al ver a Will, ni siquiera en un millón de años (mejor dicho, en el improbable caso de que Will se hubiera encontrado consigo mismo en un callejón a oscuras, los dos Will habrían salido por piernas a idéntica velocidad, muy deprisa, en direcciones opuestas). Sin embargo, era un adulto, y aunque por supuesto era verdad que los adolescentes habían perdido todo el respeto a sus mayores, aunque fuese necesario reimplantar el servicio militar y todo eso, sólo los peores entre los malos o sólo los que fueran armados estarían dispuestos a afrontar el riesgo de verse las caras con alguien más grande y mayor que ellos. Will entró en su casa sintiéndose más grande y más viejo, si bien no del todo descontento consigo mismo.

Marcus se había servido una galleta y estaba sentado en el sofá viendo la tele. Tenía la misma pinta de siempre, absorto en la contemplación del programa, con la galleta en la mano, cerca de la boca; no daba la menor muestra de inquietud después de lo ocurrido. Si ese chico, el que estaba sentado en el sofá viendo Countdown, había sido objeto de abusos, debía de haber ocurrido muchísimo antes, y desde entonces había tenido tiempo de sobra para olvidarlo.

—Bueno, ¿quiénes eran esos dos?

—¿Quiénes?

—¿Quiénes? Pues esos dos tíos que trataban de incrustarte los caramelos en el cráneo.

—Ah, ya —dijo Marcus sin apartar los ojos de la pantalla—. No sé cómo se llaman. Son de noveno.

—¿Y no sabes cómo se llaman?

—No. Después del colegio se pusieron a seguirme, así que pensé que era mejor no ir a casa, para que no supiesen dónde vivo. Se me ocurrió que lo mejor sería venir aquí.

—Vaya, pues muchas gracias.

—No era su intención arrojarte esos caramelos. Venían por mí.

—Oye, ¿y esto suele ocurrirte con frecuencia?

—No, nunca me habían tirado caramelos hasta hoy. Hasta ahora, vaya.

—No te hablo de los caramelos. Te hablo… de que haya chicos mayores que tú decididos a matarte.

Marcus volvió la mirada hacia él.

—Sí. Ya te lo había dicho.

—Pero no me lo habías pintado tan dramático como parece ser.

—¿Qué quieres decir?

—Me dijiste que había un par de chavales que te estaban haciendo la vida imposible, pero no que hay chicos a los que ni siquiera conoces y que te siguen y te arrojan cosas.

—Hasta ahora no lo habían hecho —repuso Marcus con paciencia—. Es algo que se les acaba de ocurrir.

Will estaba a punto de perder los estribos. Si hubiera tenido caramelos a mano, habría empezado a tirárselos a la cabeza.

—Marcus, por lo que más quieras. No te hablo de los putos caramelos. ¿O es que siempre entiendes de forma literal todo lo que se te dice? Comprendo que eso es algo que no habían hecho antes, pero llevan una eternidad haciéndotelo pasar fatal.

—Ah, sí. Pero no esos dos.

—De acuerdo, no esos dos. Otros como ellos.

—Sí. Montones.

—Estupendo. Eso es lo que trataba de averiguar.

—Pues haberlo preguntado.

Will fue a la cocina y puso la tetera al fuego, aunque sólo fuera por hacer algo que le impidiese terminar con los huesos en la cárcel. Sin embargo, no iba a dejar el asunto así como así.

—Bueno. ¿Y qué piensas hacer?

—¿Qué quieres decir?

—¿Durante cuántos años más piensas dejar que esta situación siga así?

—Eres como los profesores del colegio.

—¿Por qué? ¿Qué te dicen?

—Pues ya sabes: «No te pongas a tiro.» O sea, yo procuro no ponerme a tiro.

—Pero eso debe de hacerte muy infeliz.

—Supongo que sí. Ni siquiera pienso en ello. Es lo mismo que cuando me rompí la muñeca al caerme de aquella torre para escalar.

—Me acabo de perder, no te sigo.

—Traté de no pensar en ello. Fue algo que sucedió, yo querría que no hubiera sucedido, pero la vida es así, ¿no?

A veces, Marcus daba la impresión de tener cien años de edad, y eso a Will le rompía el corazón.

—Pero es que la vida no tiene por qué ser así, ¿no te parece?

—No lo sé —respondió Marcus—. Dímelo tú. Yo no he hecho nada. Acabo de empezar en un colegio nuevo y me he encontrado con todo esto sin saber por qué.

—¿Y qué me dices de tu anterior colegio?

—Aquello era diferente. No existían dos chicos iguales entre sí. Los había listos, tarugos, modernos, raros… Aquí me siento diferente.

—No puede haber en éste distintas clases de chicos. Los niños son como son.

—Entonces, ¿dónde están los raros, eh?

—Quizás empiecen siendo raros y con el tiempo entiendan de qué va la cosa y cambien de actitud. También es posible que sigan siendo raros, sólo que tú no lo notas. El problema está en que esos chicos sí se fijan en ti. Tú llamas la atención por tu manera de ser.

—¿Así que es preferible que me haga invisible? —Marcus se mofó de la magnitud de la tarea—. ¿Y cómo lo hago? ¿Tú no tendrás en la cocina una máquina para hacerse invisible, eh?

—No tienes que hacerte invisible. Te basta con disfrazarte.

—¿Cómo, con un bigote postizo y todo lo demás?

—Eso es, con un bigote postizo. Seguro que nadie se fijaría en un chico de doce años con bigote, ¿a que no?

Marcus lo miró de arriba abajo.

—Estás de broma. Todo el mundo se fijaría. Yo sería el único chico del colegio con bigote.

Will se había olvidado del detalle del sarcasmo.

—De acuerdo, no es un bigote lo que necesitas. ¿Y si llevaras la misma ropa y el mismo corte de pelo y las mismas gafas que todos los demás? Por dentro, puedes ser tan raro como te dé la gana. Te basta con hacer algo con tu aspecto exterior.

Empezaron por los pies. Marcus calzaba esa clase de zapatos que Will estaba seguro de que ya no se fabricaban, un tipo de calzado cuya única ambición visible era la de llevar a su dueño por los pasillos del colegio sin que el director reparara en él.

—¿A ti te gustan esos zapatos? —le preguntó Will cuando iban caminando por Holloway Road para echar un vistazo a un par de tiendas de calzado deportivo.

Marcus se miró los pies en medio de las primeras sombras de la tarde, y de inmediato chocó contra una voluminosa mujer que llevaba varias bolsas de supermercado llenas a reventar.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que si te gustan.

—Son mis zapatos de ir al colegio. No se supone que tengan que gustarme.

—Si te tomaras la molestia, todo lo que llevas llegaría a gustarte.

—¿A ti te gusta cómo vas vestido?

—Yo no me pongo nada que no me guste.

—¿Y qué haces con las prendas que no te gustan?

—No me las compro, así de fácil.

—Ya, pero eso es porque no tienes madre. Lamento decírtelo, pero no la tienes.

—No pasa nada. Ya me he hecho a la idea.

La tienda de ropa deportiva era grande y estaba repleta de gente; gracias a la iluminación, todo el mundo parecía un tanto enfermizo. Los tubos de neón tenían una tonalidad verdosa que no respetaba el color original de nadie.

Will se fijó en el reflejo de los dos en un espejo, y le asombró que con tanta facilidad parecieran padre e hijo. De alguna manera se había imaginado que podía pasar por el hermano mayor de Marcus, pero el reflejo ponía de relieve la edad de uno y la juventud del otro, las mejillas lisas y los dientes relucientes de Marcus frente a las patas de gallo y la barba de dos días de Will. Se enorgullecía de haber evitado por el momento el menor signo de calvicie, pero seguía teniendo menos pelo que Marcus, casi como si la vida misma se hubiese llevado buena parte de él.

—¿Cuáles te gustan?

—No tengo ni idea.

—Creo que tienen que ser Adidas.

—¿Por qué?

—Porque es la marca que llevan todos.

El calzado estaba expuesto por marcas. La sección de Adidas tenía más visitantes, mirones y compradores que ninguna otra.

—Son como las ovejas de un rebaño —dijo Marcus al acercarse—. Beee.

—¿De dónde has sacado eso?

—Es lo que dice mi madre cuando cree que la gente no tiene opiniones propias.

Will recordó de pronto que un chico de su antiguo colegio tenía una madre como Fiona, o no exactamente como ella, pues a Will le parecía que Fiona era una creación rabiosamente contemporánea, con sus discos de los años setenta, sus opiniones políticas de los ochenta y su bálsamo para los pies tan de los noventa, aunque sin duda en los sesenta había sido un equivalente de Fiona. La madre de Stephen Fullick tenía una espina clavada con la televisión, creía que ver televisión convertía a las personas en androides, y por eso no tenía televisor en su casa. «Has visto los Thund…», le decía Will los lunes por la mañana, y enrojecía al recordar de pronto la situación, casi como si el televisor fuera un pariente recientemente fallecido. ¿Y de qué le había servido eso a Stephen Fullick? No era, al menos por lo que Will había llegado a saber, un poeta visionario ni un pintor primitivista; debía de estar empantanado en el despacho de algún abogado de provincias, como todos los chicos de su colegio. Había soportado años y años de pena sin un propósito concreto.

—Marcus, la idea general de esta expedición es que aprendas a convertirte en una oveja.

—¿Ah, sí?

—Pues claro. No quieres que se fijen en ti. No quieres ser diferente de los demás. Beee.

Will escogió un par de zapatillas de baloncesto, Adidas, que parecían estupendas, modernas, aunque relativamente poco vistosas.

—¿Qué te parecen?

—Pues que valen sesenta libras.

—No te fijes en el precio. ¿Qué te parecen?

—De acuerdo, bien.

Will le pidió a un dependiente que trajera el número adecuado, y Marcus se paseó por la tienda con las deportivas puestas. Se miró en el espejo y procuró reprimir una sonrisa.

—Te parece que estás cojonudo, ¿no? —dijo Will.

—Sí, sólo que… Sólo que ahora todo lo demás parece un error.

—Pues la próxima vez trataremos de que todo lo demás vaya de acuerdo con las deportivas.

Marcus se fue de ahí directamente a casa, con las deportivas metidas en la mochila del colegio; Will volvió caminando, resplandeciente, bañado por la luz de su propia munificencia. ¡Así que eso era lo que uno sentía al tener un subidón natural! No recordaba haber sentido jamás nada semejante, estar tan en paz consigo mismo y con el mundo, tan convencido de su propia valía. ¡Por increíble que fuera, sólo le había costado sesenta libras! ¿Cuánto habría tenido que pagar por un subidón antinatural de magnitud parecida? (Seguramente unas veinticinco libras, aunque los subidones antinaturales eran de calidad indiscutiblemente inferior.)

Había hecho de un chico infeliz una persona provisionalmente feliz, y no se había jugado nada en ello. Ni siquiera aspiraba a acostarse con la madre del muchacho.

Al día siguiente, Marcus apareció en casa de Will con los ojos llorosos y un par de calcetines negros y empapados allí donde deberían haber estado las zapatillas de baloncesto Adidas. Se las habían robado, cómo no.