Marcus no era tonto. De acuerdo, a veces lo era un poco, como cuando le daba por ponerse a cantar, pero no era tonto de remate, sólo un poco tontaina. En el acto se dio cuenta de que todo cuanto sabía sobre Will, el hecho de que no tuviese un hijo ni una ex esposa, era algo demasiado valioso para soltarlo de inmediato. Si hubiera ido derecho a su casa después de su primera visita al piso de Will y se lo hubiese contado a su madre y a Suzie, todo habría terminado. Las dos le habrían prohibido que hablara con Will, y no era eso lo que él quería.
No estaba seguro de por qué no lo hizo así. Sólo sabía que no deseaba agotar su información de un golpe, del mismo modo que tampoco deseaba gastar de un golpe el dinero que le daban por su cumpleaños: quería sentirlo en el bolsillo mientras miraba alrededor pensando en algo que valiera la pena. Sabía que no podía obligar a Will a salir con su madre si él no lo deseaba, pero tal vez consiguiera que hiciese alguna otra cosa, algo en lo que por el momento no había pensado, de modo que comenzó a ir por casa de Will casi todos los días después del colegio, más que nada para ver si se le ocurría algo.
La primera vez que volvió a visitarlo, a Will no le hizo ninguna gracia. Se quedó plantado en el umbral con la mano sobre el pomo de la puerta.
—¿Qué? —dijo Will.
—Nada —repuso Marcus—. Se me ocurrió pasar a verte. —A Will le hizo sonreír la respuesta, aunque el chico no entendiera por qué—. ¿Qué estabas haciendo?
—¿Que qué estaba haciendo?
—Sí.
—Ver la tele.
—¿Y qué ves?
—Countdown.
—¿Qué es eso? —Marcus sabía perfectamente qué era. Los chicos que volvían a casa después del colegio, o sea, casi todos, sabían qué era: el programa más aburrido en toda la historia de la televisión.
—Un concurso. De letras y números.
—Ah. ¿Tú crees que me gustará? —Por supuesto que no le gustaría. A nadie le gustaba, aparte de a la madre de la novia de su padre.
—Pues no estoy seguro de que me importe mucho.
—Podría pasar a verlo contigo, y así te haría compañía.
—Vaya, muy amable, Marcus, pero por lo general me las apaño solo bastante bien.
—Se me dan bien los crucigramas. Y las matemáticas. Si de verdad te importa hacerlo bien, quizás te sirva de ayuda.
—Veo que sí sabes de qué va el programa.
—Sí, ahora me acuerdo. Y la verdad es que me gusta. Venga, me iré en cuanto termine.
Will lo miró y sacudió la cabeza.
—¿Qué demonios? Adelante, pasa.
De todos modos, Marcus ya casi había entrado. Se sentó en el largo sofá color crema de Will, se quitó los zapatos y se estiró. Countdown era tan soporífero como lo recordaba, pero no se quejó ni le pidió que cambiara de canal. (Y eso que Will tenía televisión por cable, anotó Marcus para futuras referencias.) Permaneció sentado y armado de paciencia. Will no hizo nada mientras veía el programa: no gritaba las respuestas ni abucheaba una baja puntuación. Se limitaba a fumar.
—Para jugar como es debido te hace falta lápiz y papel —observó Marcus al final.
—Ya.
—¿Nunca lo haces?
—A veces.
—¿Y hoy por qué no lo has hecho?
—¿Y yo qué sé?
—Podrías haberlo hecho. A mí no me hubiera importado.
—Muy amable de tu parte. —Will apagó la tele con el mando a distancia y permanecieron sentados en silencio—. ¿Qué es lo que quieres, Marcus? —preguntó al cabo—. ¿No tienes deberes que hacer?
—Sí. ¿Te apetece ayudarme?
—No me refería a eso. Quise decir que por qué no te vas a tu casa y los haces allí.
—Los haré después de cenar. Oye, no deberías fumar, ¿sabes?
—Sí, lo sé, pero gracias por decírmelo. Oye, ¿a qué hora llega tu madre a casa?
—Pues a esta hora más o menos.
—¿Y entonces?
Marcus no le hizo caso. Empezó a recorrer el piso. La vez anterior sólo se había fijado en que no existía Ned, pero se le habían pasado por alto muchísimas cosas: el aparato de música, que era impresionante; los centenares de cedés que tenía, los miles de discos de vinilo y casetes; las fotografías en blanco y negro de saxofonistas, los carteles de películas en las paredes; el entarimado del suelo, la alfombra. Era un piso pequeño, cosa que le sorprendió. Si Will ganaba la pasta que Marcus creía que ganaba, podría permitirse el lujo de vivir en uno mucho más grande. Sin embargo, estaba muy bien. Si algún día Marcus llegaba a tener su propio piso, intentaría que fuera bastante parecido a ése, aunque seguramente elegiría otros carteles de películas. Los de Will correspondían a viejos filmes de los que él ni siquiera había oído hablar: Perdición, El sueño eterno. Marcus habría colgado, sin duda, los de Cariño, he encogido a los niños y Liberad a Willy, no los de Hellhound 3 y Boilerhead. Ya no. El Día del Pato Muerto le había quitado de la cabeza cosas como ésas.
—Qué piso tan bonito.
—Gracias.
—Aunque es pequeño.
—Para mí, más que suficiente.
—Pero, si quisieras, podrías buscarte uno más grande.
—Con éste estoy contento.
—Tienes montones de cedés. Más que nadie que yo conozca.
Marcus se acercó a los discos compactos, pero en realidad no sabía qué estaba buscando.
—Iggy Pop —dijo, y se rió, pues le pareció un nombre gracioso. Will lo miró sin inmutarse.
—¿Quiénes son esos que tienes en las paredes?
—Saxofonistas y trompetistas.
—Ya, pero ¿quiénes son? Y ¿por qué los tienes colgados en las paredes?
—Ése es Charlie Parker. Ese otro, Chet Baker. Y los tengo en las paredes porque me gusta su música y me parecen geniales.
—¿Por qué te parecen geniales?
Will soltó un suspiro.
—No lo sé. Seguramente porque tomaban drogas y murieron.
Marcus lo miró para comprobar si estaba de broma, pero no se lo pareció. Él nunca habría puesto en las paredes fotografías de tipos que tomaran drogas y hubiesen muerto. Preferiría olvidar todo lo que guardase relación con una cosa así, para no tener que verlo todos los días de su vida.
—¿Quieres tomar algo? ¿Una taza de té, una Coca-Cola, algo?
—Bueno.
Marcus lo siguió hasta la cocina. No era como la cocina de su casa, sino mucho más pequeña y blanca; además, tenía montones de aparatos, todos los cuales daban la impresión de no haber sido utilizados nunca. En casa tenían una batidora fija y un microondas, y los dos estaban tan cubiertos de manchas que se habían vuelto casi negros.
—¿Qué es eso?
—Una cafetera express.
—¿Y eso?
—Una máquina de hacer helados. ¿Qué te apetece?
—Pues un helado, si es que vas a hacer uno.
—No, ni lo sueñes. Tarda horas.
—Entonces, lo mismo da si lo compras en una tienda.
—¿Coca-Cola?
—Sí.
Will le dio una lata y él la abrió.
—¿Te pasas el día viendo la tele?
—No, claro que no.
—¿Qué otras cosas haces?
—Leo. Salgo de compras. Quedo con los amigos.
—Bonita vida. ¿Ibas al colegio cuando eras pequeño?
—Pues claro.
—¿Y por qué? O sea, no tenías la obligación de ir, ¿verdad?
—¿Cómo se te ha ocurrido semejante cosa? ¿Tú para qué crees que sirve la escuela?
—Para encontrar trabajo cuando seas mayor.
—¿Y qué me dices de leer y escribir?
—Eso es algo que sé desde hace años y todavía sigo yendo al colegio, porque tengo que encontrar un trabajo. Tú podrías haber dejado el colegio a los seis o siete años. Te habrías ahorrado un montón de jaleos. No te hace falta saber historia para ir de compras ni para leer, ¿no?
—Depende. Si quieres leer libros de historia…
—¿Es eso lo que lees?
—No, no demasiado.
—De acuerdo. Entonces, dime por qué fuiste al colegio.
—Cállate de una vez, Marcus.
—De haber sabido que no iba a encontrar trabajo, no me habría tomado la molestia.
—¿Es que no te gusta? —Will se preparó una taza de té. Después de echarle un chorro de leche, volvieron al cuarto de estar y tomaron asiento en el sofá.
—No. Lo odio.
—¿Por qué?
—Porque no va conmigo. No soy una persona como las que hay en el colegio. No debería tener la personalidad que tengo.
Su madre le había hablado tiempo atrás de los distintos tipos de personalidad que existen; se lo contó poco después de que se fueran a vivir a Londres. Los dos eran unos introvertidos, le explicó, y por eso había muchas cosas, como hacer nuevas amistades, ir a un colegio nuevo, cambiar de trabajo, que a ellos les resultaban más difíciles que a los demás. Se lo dijo como si creyera que por saberlo se iba a sentir mejor, pero no le sirvió de nada. Además, no llegó a entender cómo pudo pensar ella lo contrario; para él, ser introvertido sólo significaba que muchas cosas ni siquiera valía la pena intentarlas.
—¿Te lo hacen pasar mal?
Marcus lo miró. ¿Cómo lo sabía? La situación debía de ser peor de lo que él creía, sobre todo si la gente se daba cuenta sin necesidad de que él lo dijera.
—No, no mucho. Sólo son un par de chicos.
—¿Y por qué te lo hacen pasar mal?
—Bah, por nada. Ya sabes, por el pelo y las gafas. Y porque canto y tal.
—¿Qué pasa con eso de que cantas?
—Ah, pues… Es que a veces me pongo a cantar sin darme cuenta.
Will se echó a reír.
—No tiene gracia.
—Perdona.
—No puedo evitarlo.
—Pero podrías hacer algo con tu pelo.
—¿El qué?
—Cortártelo.
—¿Como quién?
—¿Como quién? Como tú quieras llevarlo.
—Es que quiero llevarlo así.
—Pues entonces tendrás que aguantar a los demás. Oye, ¿y por qué quieres llevar el pelo así?
—Porque así es como me crece, y porque odio ir al peluquero.
—Se te nota. ¿Cada cuánto sueles ir?
—No voy nunca. Me lo corta mi madre.
—¿Tu madre? Joder. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? Yo diría que estás en edad de ir tú solo a que te corten el pelo.
A Marcus le interesó eso de «estar en edad». No se lo decían a menudo.
—¿Tú crees?
—Pues claro. ¿Doce años? Dentro de cuatro incluso podrías casarte. ¿Seguirás diciéndole entonces a tu madre que te corte el pelo?
Marcus no creía que en cuatro años fuera a casarse, pero sí entendió lo que Will trataba de decirle.
—A ella no le gustaría, ¿verdad que no? —preguntó.
—¿A quién?
—A mi mujer. Eso si tuviera mujer, claro, pero no lo creo. Al menos, no será dentro de cuatro años.
—No, no estaba pensando en eso. Estaba pensando en que lo más probable es que te sintieras un poco imbécil si tu madre tuviera que encargarse de todo eso, de cortarte el pelo y las uñas, de frotarte la espalda en la bañera, de…
—Ah, ya. Sí, entiendo qué quieres decir.
Y sí, entendía lo que Will quería decir. Y sí, Will tenía toda la razón. En semejantes circunstancias se habría sentido como un imbécil. Sin embargo, había otra forma de ver las cosas: si su madre llegaba a cortarle el pelo en los siguientes cuatro años, significaría que entretanto no había ocurrido nada terrible. Tal como estaban las cosas, prefería sentirse un poco imbécil al menos una vez cada dos meses.
Marcus visitó a Will a menudo a lo largo del otoño, y a la tercera o cuarta vez tuvo la impresión de que éste empezaba a acostumbrarse a sus visitas. La segunda vez tuvieron una pelotera: Will no quiso dejarlo entrar y Marcus tuvo que insistir, pero finalmente llegaron a una fase en la que Marcus tocaba el timbre y Will abría la puerta sin tomarse la molestia de ver quién llamaba. Will regresaba al cuarto de estar y daba por sentado que el chico lo seguiría. En un par de ocasiones Marcus no lo encontró en casa, y nunca supo si había salido adrede. En realidad, no quería saberlo, de modo que no se lo preguntó.
Al principio no hablaban mucho. Más tarde, cuando las visitas de Marcus se convirtieron en algo rutinario, Will pareció pensar que al menos deberían charlar como era debido. Sin embargo, no se le daba demasiado bien. La primera vez fue mientras hablaban de un gordo que llevaba varios días consecutivos ganando en Countdown. Sin venir a cuento, al menos para Marcus, Will le preguntó qué tal iban las cosas por su casa.
—¿Te refieres a mi madre?
—Pues claro.
Era tan obvio que Will preferiría hablar del gordo de Countdown en lugar de referirse a todo lo que había ocurrido, que por un instante Marcus sintió deseos de enojarse, porque él no tenía esa misma posibilidad de elección. Si hubiese dependido de él, se habría pasado todo el rato pensando en el gordo de Countdown. Lo malo era que no podía, pues había otros asuntos en los que pensar. Sin embargo, su enfado no duró mucho. No era culpa de Will, y al menos lo había intentado, por más difícil que le resultara.
—Está bien, gracias —dijo Marcus, en un tono que sugería que siempre lo estaba.
—No, ya sabes…
—Sí, ya sé. No, no tiene nada que ver.
—¿Todavía te fastidia?
No había vuelto a hablar de aquello desde la noche en que ocurrió, y ni siquiera entonces llegó a explicarle a nadie lo que sentía. Lo que sentía a todas horas del día y todos los días de la semana era un miedo espantoso. De hecho, la razón principal de que visitara a Will después del colegio era que de ese modo demoraba un poco su vuelta a casa. Ya no podía subir por las escaleras sin mirarse los pies y acordarse del Día del Pato Muerto. Cuando llegaba el momento de introducir su llave en la cerradura, el corazón le latía desbocado, hasta el punto de que notaba cada latido en los brazos y en las piernas, y cuando veía a su madre cocinar, o preparar algún trabajo en la mesa del comedor, o ver las noticias por la tele, sólo lograba contener por los pelos el llanto, las ganas de vomitar o lo que fuera.
—Un poco, si me paro a pensarlo.
—¿Y con qué frecuencia piensas en eso?
—No lo sé.
A todas horas, a todas horas, a todas horas. ¿Podría decirle eso a Will? No tenía ni idea. A su madre desde luego que no, a su padre tampoco, ni a Suzie. Todos armarían demasiado jaleo. A su madre la alteraría, Suzie querría hablar con él del asunto, su padre querría que se volviera a vivir con él en Cambridge… y Marcus no necesitaba nada de todo eso. Así pues, ¿por qué iba a decírselo a nadie? ¿Qué sentido tenía? Sólo deseaba una promesa de alguien, de quien fuese, y la garantía de que nunca más volvería a ocurrir. Y eso no podía dárselo nadie.
—Me cago en Dios —soltó Will—. Perdona, no debería decir eso delante de ti, ¿verdad?
—No importa. En el colegio hay gente que no para de decirlo.
Y eso fue todo. Eso fue todo lo que dijo Will: «Me cago en Dios.» Marcus no entendió por qué había pronunciado Will una blasfemia como aquélla, aunque le gustó, hizo que se sintiera mejor. Se trataba de algo serio, aunque no demasiado, y le hizo ver que no era un tipejo patético por haberse asustado tanto.
—Quédate si quieres a ver Vecinos —propuso Will—. Si no, te perderás el principio.
Marcus nunca veía Vecinos, no entendía cómo se le había ocurrido a Will que podía gustarle esa serie, pero de todos modos se quedó. Pensó que debía hacerlo. Vieron el episodio sin abrir la boca, y cuando sonó la melodía de la serie para indicar el final, Marcus le dio las gracias cortésmente y volvió a su casa.