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Will sabía que Fiona no era su tipo. Para empezar, no tenía la apariencia física que a él le gustaba en las mujeres. De hecho, dudó incluso que la apariencia tuviese para ella la menor importancia. Y eso era algo que no casaba con Will. Todos, hombres y mujeres por igual, tenían un deber para consigo mismos aun cuando carecieran de la materia prima necesaria para cumplirlo. De lo contrario, cabía pensar que no les interesaba en absoluto la faceta sexual de la vida, en cuyo caso, pues allá cada cual. Por ejemplo, Einstein. Will no sabía absolutamente nada sobre la vida privada de Einstein, pero a juzgar por sus fotografías estaba claro que era un individuo con otras cosas en la cabeza. De todos modos, Fiona no era Einstein. Podría haber sido tan inteligente como éste, desde luego, pero a juzgar por la conversación que habían mantenido durante el almuerzo le interesaban las relaciones humanas, así que ¿por qué no hacía un pequeño esfuerzo al menos para estar más atractiva? ¿Por qué no llevaba un bonito corte de pelo, en vez de ese cardado espantoso? ¿Por qué no se había vestido como si de veras le importase su propia apariencia? Eso era algo que Will no lograba entender.

Además, era demasiado hippy. Ahora entendía muy bien por qué era tan raro Marcus. Fiona creía en soluciones alternativas para todo: la aromaterapia, el vegetarianismo, el medio ambiente…, cosas que a él le importaban un pimiento. Si comenzaban a salir juntos, se iban a armar unas peleas terribles entre los dos, lo sabía, y eso sin duda la trastornaría. Y lo último que deseaba Will en ese momento era causarle ningún trastorno.

Tuvo que reconocer que lo que más le había atraído de ella era que hubiese intentado suicidarse. Se trataba sin duda de algo interesante, casi sexy, aun cuando lo fuera de modo un tanto morboso. Sin embargo, ¿cómo se puede pensar en salir con una mujer que puede quitarse la vida en cualquier momento? Hasta entonces había pensado que salir con una madre era un chollo. Pero ¿qué clase de chollo es salir con una madre suicida? A pesar de todo, no quería que aquello se acabara. Seguía teniendo la impresión de que Fiona y Marcus bien podrían sustituir los comedores de beneficencia y las páginas de empleos del Guardian, posiblemente para siempre. A fin de cuentas, no tendría que hacer gran cosa: un filete de emperador a la plancha de vez en cuando, alguna salida al cine, para ver alguna película mala que él de todos modos habría terminado por ir a ver…, cosas así. ¿Le resultaría difícil de veras? Era, en todo caso, muchísimo más fácil que pensar en alimentar por la fuerza a un hatajo de vagabundos. ¡Las buenas obras! ¡Ayudar a los demás! ¡Amar al prójimo! Ése iba a ser su camino. Tal como él lo veía, ya había ayudado a Angie acostándose con ella (aunque había que reconocer que en su conducta había habido una pequeña mácula de interés y egoísmo); ahora pensaba averiguar si era posible ayudar a otra mujer sin acostarse con ella. Seguramente lo era, ¿no? Ya lo habían conseguido otros, como la madre Teresa y Florence Nightingale, aunque él tuviera la sospecha de que cuando entrase en la refriega de las buenas obras su estilo sería un tanto diferente.

Después del almuerzo no hicieron gran cosa. Salieron del restaurante, pasearon por Covent Garden, volvieron en metro al norte de Londres y estaba de regreso en su casa a tiempo de ver el Sport Report. A pesar de todo, era consciente de que los tres habían dado comienzo a algo que aún estaba por concluir.

Al cabo de unos cuantos días cambió de opinión por completo. Dejaron de importarle las buenas obras. No tenía el menor interés por Marcus y Fiona. Estaba seguro de que cada vez que le diera por pensar en ellos se sentiría tan avergonzado que un sudor frío correría por su cuerpo. No volvería a verlos nunca más; de hecho, dudaba que alguna vez se sintiera con fuerzas para ir de nuevo a Holloway, por temor a encontrárselos por casualidad. ¡Cantar! ¿Cómo era posible tener la menor relación con una persona que se pone a cantar y que se empeña en que tú también cantes? Ya sabía que los dos estaban un poco chalados, pero eso…

Todo empezó de la manera más normal, con una invitación a cenar, y aunque no le gustó demasiado lo que le dieron —un plato vegetariano a base de garbanzos, arroz y rodajas de tomate—, disfrutó con la conversación. Fiona habló de su trabajo como musicoterapeuta, y Marcus le dijo a Fiona que Will ganaba millones de libras por minuto porque su padre había escrito una canción. Will le ayudó a recoger la mesa y fregar los platos, y Fiona preparó una taza de té para cada uno. Luego se sentó al piano y comenzó a tocar.

No se le daba mal. Tocaba el piano mejor de lo que cantaba, y eso que tenía una voz aceptable, un poco justa, si acaso escasa, pero muy capaz, desde luego, de llevar la melodía. No, lo que le llenó de vergüenza no fue la calidad, sino la sinceridad. Había estado otras veces con gente capaz de tocar la guitarra y sentarse ante el teclado de un piano (aunque no por mucho tiempo), y siempre habían conseguido salir bien librados del envite: escogieron canciones absurdas o las cantaron de forma absurda, o les dieron un sabor irónico, o se ocuparon de dejar bien claro que no estaban cantándolas en serio.

Fiona lo hacía con total seriedad. Al cantar «Knocking On Heaven's Door», de Bob Dylan, iba en serio, e iba en serio con «Fire and Rain», de Carole King, y con «Both Sides Now», de Joni Mitchell. Entre Fiona y las canciones no se interponía nada; estaba dentro de cada una de ellas.

—¿Quieres acercarte para leer las letras y cantar conmigo? —le preguntó al terminar «Both Sides Now». Él había estado sentado a la mesa mirando fijamente a Marcus hasta el momento en que éste también comenzó a cantar, que fue cuando Will concentró toda su atención en la pared de enfrente.

—Mmm… Y, ahora, ¿cuál viene?

—¿Alguna sugerencia?

Quiso que tocara algo con lo que Fiona no pudiera cerrar los ojos, algo menos tierno y más tabernario, como «Roll Out the Barrel», por ejemplo, o «Knees Up, Mother Brown», pero el estado anímico reinante ya estaba demasiado definido.

—Lo que tú quieras.

Fiona eligió «Killing Me Softly With His Song», nada menos. A Will no le quedó más remedio que ponerse de pie a su lado y dejar que de vez en cuando saliera de sus labios media sílaba de la letra de la canción sin atragantarse. «Smile… While… Boy… Ling…» Sabía, por supuesto, que la canción no podía durar para siempre ni la velada prolongarse eternamente, que pronto estaría en su casa y metido en la cama, que cantar alrededor del piano con una hippy depresiva y el raro de su hijo no iba a acabar con él. Sabía todo eso, sí, pero no lo sentía. A fin de cuentas, era imposible hacer nada por aquellos dos. Lo vio clarísimo. Había cometido una estupidez al pensar que sería capaz de echarles una mano.

Cuando llegó a casa puso un cedé de los Pet Shop Boys y vio Prisoner: Cell Block H sin sonido. Le apetecía escuchar a alguien que cantara sin dejarse la piel, sin ir totalmente en serio, y le apetecía ver a gente de la que pudiera reírse a carcajadas. También se emborrachó. Llenó un vaso con hielo y fue sirviéndose un whisky tras otro. A medida que el alcohol comenzó a afectar su cerebro, comprendió que la gente que iba así, tan en serio, incluso al cantar, tenía muchísimas más probabilidades de quitarse la vida que quienes se lo tomaban todo más o menos a broma; que él recordase, jamás había sentido la más mínima necesidad de suicidarse, y le costó trabajo imaginar siquiera que tal cosa fuera posible en un futuro. A la hora de la verdad, cayó en la cuenta de que no era una persona comprometida. Para ser vegetariano había que estar comprometido; para cantar «Both Sides Now» con los ojos cerrados había que estar comprometido; para ser madre había que estar muy comprometida. A él, en cambio, todo le daba más o menos lo mismo. Eso, lo sabía de sobra, le garantizaría una larga vida, una vida libre de toda depresión. Había cometido un tremendo error al pensar que las buenas obras eran el camino que debía emprender. No lo eran. Las buenas obras terminaban por volver loco al más pintado. Fiona se dedicaba a las buenas obras y por eso se había vuelto loca: era una mujer vulnerable, estaba hecha un lío, era una inadaptada. Will en cambio disponía de un sistema infalible que lo iba a llevar de la mano, sin el menor esfuerzo, hasta la tumba. Y no tenía ganas de cagarla y echarlo todo a perder.

Fiona le telefoneó una vez más, al poco tiempo de aquella cena espantosa. Le dejó un mensaje en el contestador, pero él no le devolvió la llamada. También lo llamó Suzie, y aunque tenía ganas de verla no tardó en sospechar que lo hacía en nombre de Fiona, de modo que se mostró vago y rehusó comprometerse a nada. Empezaba a tener la impresión de que había llevado el rollo de las madres solteras y separadas demasiado lejos, y que ya no podía ir más allá, de modo que se disponía a regresar como si tal cosa a la vida que llevaba antes de conocer a Angie. Quizás fuera lo mejor.

Salió a comprar discos y a comprar ropa; jugó un poco al tenis, fue al pub, vio la televisión, fue al cine, fue a conciertos de rock con algunos amigos. Las unidades de tiempo se iban llenando sin demasiados esfuerzos. Una tarde incluso le dio por leer un libro; estaba a la mitad de una novela de James Ellroy, un jueves, durante ese espantoso tiempo muerto que media entre Countdown y las noticias, cuando alguien llamó a la puerta.

Contaba con que fuese un vendedor de prendas de termolactyl, de escobas o de lo que fuera, y al abrir la puerta se encontró mirando al vacío, ya que su visitante medía unos cuarenta centímetros menos que el vendedor medio.

—He venido a verte —anunció Marcus.

—Ya lo veo. Adelante. —Lo dijo con la calidez suficiente, al menos en su opinión, aunque por alguna razón experimentó una oleada de pánico creciente.

Marcus avanzó hasta el cuarto de estar, tomó asiento y lo miró todo con gran atención.

—Tú no tienes un hijo, ¿verdad que no?

Ésa fue, sin duda, una de las explicaciones del pánico.

—Pues… —dijo Will, como si estuviera a punto de lanzarse a relatar una historia larga y complicada, cuyos detalles en esos momentos se le escapaban.

Marcus se levantó y dio una vuelta.

—¿Dónde está el baño? Tengo ganas de mear.

—Ahí mismo, al fondo del pasillo.

Mientras no tuvo a Marcus delante, Will trató de idear una historia que sirviese para explicar la absoluta ausencia de todo lo que guardara alguna relación con Ned, pero no se le ocurrió nada. Podía decirle a Marcus que por descontado que tenía un hijo, y que la ausencia de éste y de toda la parafernalia relacionada con él era sencillamente…, sencillamente algo en lo que ya pensaría más tarde, o bien podía deshacerse en un mar de lágrimas y reconocer que era un fantaseador de lo más patético. Decidió que esta segunda opción no era la más aconsejable.

—Sólo tienes un dormitorio —dijo Marcus a su regreso.

—¿Has estado fisgando?

—Sí. Sólo tienes un dormitorio, no hay juguetes de niño pequeño en el baño… Ni siquiera he visto fotos de él en ninguna parte.

—¿Y a ti qué te importa?

—Nada. Nada, aparte de que nos has mentido a mí y a mi madre y a la amiga de mi madre.

—¿Quién te ha dicho dónde vivo?

—Una vez te seguí hasta tu casa.

—¿Desde dónde?

—Te vi por la calle y te seguí.

Era una posibilidad, desde luego. A menudo iba de paseo por ahí, y en cualquier caso no le había dicho a Fiona ni a Suzie ni a nadie del SPAT dónde vivía, de modo que no cabía otra explicación.

—¿Por qué?

—No lo sé. Por hacer algo.

—¿Y por qué no te largas a tu casa, Marcus?

—Como quieras; pero se lo voy a decir a mi madre.

—Oooh, qué miedo.

Para Will aquello era como bajar por una cuesta dando tumbos, rodando, camino de ese terrorífico sentimiento de culpabilidad que no experimentaba desde que iba al colegio, y le pareció natural recurrir al tipo de frases que empleaba entonces. A Marcus no podía darle ninguna otra explicación que no fuera la verdad, esto es, que se había inventado a un niño para de ese modo conocer a ciertas mujeres, y la verdad sonaba mucho más sórdida de lo que él jamás había llegado a suponer.

—Pues venga, lárgate.

—Haré un trato contigo. No le diré nada a mi madre si sales con ella.

—¿Y tú por qué quieres que tu madre salga con un tipo como yo?

—No creo que seas tan malo como parece. Es decir, has dicho mentiras, pero aparte de eso me pareces un buen tipo. Y mi madre está triste. Creo que necesita un novio.

—Marcus, yo no voy a salir con una persona sólo porque tú lo quieras. Esa persona ha de gustarme.

—¿Y qué tiene de malo mi madre?

—No tiene nada de malo, pero…

—Ah, entiendo; tú lo que quieres es salir con Suzie, ¿no?

—No quiero hablar contigo de este asunto.

—Ya me lo parecía.

—No he dicho nada. Lo único que he dicho… Mira, verás, la verdad es que no quiero hablar contigo de este asunto. Vete a casa.

—De acuerdo, pero volveré —dijo Marcus, y se marchó.

Cuando Will concibió esa fantasía y comenzó a visitar el SPAT, se había imaginado dulces niños pequeños, no niños capaces de seguirlo por la calle y descubrirle todo el pastel. Había imaginado que entraría en un nuevo mundo, pero no había previsto que los integrantes de ese mundo serían capaces de penetrar en el suyo. Él era un visitante de la vida, pero no tenía ganas de que nadie visitase la suya.