Ocupar sus horas nunca había supuesto mayor problema para Will. Puede que no estuviera demasiado orgulloso de su sempiterna falta de triunfos, de su condición de fracaso perpetuo, pero sí lo estaba de su capacidad para permanecer a flote en el inmenso océano de tiempo que tenía a su entera disposición. Sospechaba que un hombre con menos recursos se habría hundido y habría perecido ahogado.
Al anochecer todo era más fácil, pues conocía gente. No sabía muy bien cómo la había conocido, ya que nunca había tenido colegas de trabajo y jamás hablaba con sus novias cuando pasaban a ser ex novias. Sin embargo, se las había ingeniado para conocer a bastante gente a lo largo del camino: tíos que alguna vez habían trabajado en tiendas de discos que él solía frecuentar, tíos con los que iba a jugar al fútbol o al squash una vez por semana, tíos de un equipo de concursos de pub al que había pertenecido alguna vez, en fin, esas cosas. Y toda esa gente servía más o menos a sus propósitos. No serían de gran utilidad en el improbable caso de que tuviese una depresión suicida, ni en el todavía más improbable de que sufriese un desengaño amoroso, pero estaban francamente bien para una partida de billar o para tomar una copa y cenar juntos de vez en cuando.
Con las tardes y las noches no había problema. Eran las mañanas las que ponían a prueba su paciencia y su ingenio, porque todas esas personas estaban en el trabajo a menos que gozasen de una baja por paternidad, como era el caso de John, padre de Barney e Imogen, y a ésos no tenía Will demasiadas ganas de verlos. Su manera de ir pasando los días consistía en pensar en cada actividad como una unidad de tiempo que constaba de treinta minutos aproximadamente. Había llegado a la conclusión de que las horas enteras eran más intimidatorias, aparte de que casi todas las cosas que se podían hacer a lo largo del día no le llevaban más de media hora. Leer el periódico, darse un baño, limpiar el piso, ver Home and Away o algún concurso por televisión, hacer un crucigrama en el cuarto de baño, desayunar y almorzar, ir de tiendas por el barrio… He ahí nueve unidades de un día compuesto por veinte unidades (las tardes y las noches no contaban) y colmado tan sólo por el cumplimiento de las necesidades más elementales. De hecho, había llegado a una etapa en que a menudo se preguntaba cómo eran capaces sus amigos de apañárselas con la vida en sí y con un trabajo. La vida exigía muchísimo tiempo, así que ¿cómo era posible trabajar y, por ejemplo, darse un baño en un mismo día? Sospechaba que uno o dos conocidos suyos estaban tomando algunos atajos poco o nada aconsejables.
De vez en cuando, si le daba la vena, escribía a alguno de los empleos que se anunciaban en las demandas del Guardian. Le gustaban esas páginas, pues tenía la sensación de estar cualificado para ocupar la mayor parte de los puestos de trabajo que se ofrecían. ¿Sería de veras difícil editar una revista de circulación interna para una empresa del ramo de la construcción, o dirigir un pequeño taller de arte, o escribir textos para los folletos turísticos de las agencias de viajes? No, en realidad no sería nada difícil, de modo que con gran obstinación escribía cartas explicando al hipotético responsable de contratación por qué era él precisamente el hombre que estaban buscando. Incluía también un curriculum, aunque llegaba por los pelos al principio de la segunda página. En un ramalazo de brillantez, pensaba, había numerado las páginas con el «1» y el «3», dando a entender de ese modo que la página «2», la que contenía los detalles de su brillante trayectoria profesional, se había extraviado por el camino. Se trataba de crear tal impresión por medio de la carta, de abrumar al destinatario de tal modo mediante su amplísimo abanico de conocimientos, que terminara por invitarlo a una entrevista personal, en la que gracias a la sola fuerza de su personalidad arrebatadora conseguiría el empleo. Lo cierto era que jamás había tenido noticias de nadie, aunque algunas veces le llegaba la consabida carta de rechazo.
La verdad era que no le importaba. Solicitaba esos empleos con el mismo espíritu con que se había presentado voluntario para trabajar en el comedor de beneficencia, y con un espíritu idéntico al que le llevó a convertirse en el padre de Ned: todo era una realidad alternativa, de ensueño, que no guardaba relación alguna con su vida real, fuera la que fuese. No tenía ninguna necesidad de encontrar trabajo. Estaba muy bien como estaba. Leía bastante; veía películas por la tarde; salía a correr y hacer ejercicio por el parque; preparaba estupendas comidas para él y sus amigos; viajaba a Roma y a Nueva York y a Barcelona de vez en cuando, sobre todo si el aburrimiento se tornaba agudo… No podría decirse que la necesidad de cambiar lo abrasara de forma particularmente intensa.
En cualquier caso, esa mañana estaba un tanto alterado por los curiosos acontecimientos del fin de semana anterior. Por alguna razón —quizás porque en muy contadas ocasiones se había encontrado dramas de verdad a lo largo de una unidad normal de las veinte que componían el día, incluido el rápido crucigrama en el cuarto de baño—, no lograba dejar de pensar en Marcus y en Fiona, y a cada paso se preguntaba cómo estarían. A falta de una demanda de empleo en el Guardian que de veras le llamase la atención, también había dado en sopesar extrañas y seguramente malsanas ideas acerca de la posibilidad de entrar de alguna manera en sus vidas. Tal vez Fiona y Marcus le necesitasen más que Suzie. Tal vez de veras… consiguiese hacer algo por esas dos personas. Podría tomarse por ellos un interés parecido al de un tío carnal, dar a sus vidas un poco de alegría, trabar incluso una relación estrecha con Marcus, llevarlo a algún sitio de vez en cuando, por ejemplo a ver un partido del Arsenal, y quizás a Fiona le agradara cenar con él de vez en cuando en un restaurante agradable, o bien ir alguna noche al teatro.
A mitad de la mañana telefoneó a Suzie. Megan aún dormía y ella acababa de sentarse a tomar tranquilamente un café.
—Estaba preguntándome cómo van las cosas por allá arriba —dijo.
—Creo que no van nada mal. Fiona todavía no ha vuelto al trabajo, pero Marcus ha ido al colegio hoy mismo. ¿Y tú, qué tal?
—Bien, gracias.
—Se te nota muy animado. ¿Se han arreglado las cosas?
Si se le notaba animado, debían de haberse arreglado, por supuesto.
—Sí, sí. Ya ha pasado la tormenta.
—¿Y Ned? ¿Está bien?
—Sí, muy bien. ¿Verdad que sí, Ned?
¿Por qué había tenido que decir eso? Fue un adorno por completo innecesario. ¿Por qué no lo dejaba en paz?
—Me alegro.
—Oye una cosa. ¿Tú crees que hay alguna manera de que yo eche una mano con Marcus y Fiona? Podría llevar a Marcus a alguna parte, salir con él, no sé…
—¿De veras te gustaría?
—Desde luego. Me pareció… —¿Qué? ¿Qué le había parecido Marcus, aparte de un poco chalado y vagamente malévolo?—. Me pareció un chico muy simpático. Y nos entendimos bastante bien. A lo mejor, no sé, podría aprovechar que nos conocimos el otro día, y…
—¿Te parece que se lo pregunte a Fiona?
—Sí, gracias. Ah, me encantaría veros un día de éstos a Megan y a ti.
—Yo sigo muriéndome de ganas de conocer a Ned.
—Ya se nos ocurrirá algo, ¿no?
Así las cosas, estaba bien claro: una enorme, ampliadísima familia feliz. Cierto que en esa familia feliz figuraban un niño invisible de dos años, un chico de doce años que estaba de la olla y su madre, una mujer con tendencias suicidas. Sin embargo, según la ley de Murphy ésa era precisamente la clase de familia con la que uno tenía más probabilidades de acabar liado, especialmente si, de entrada, no tenía la menor simpatía por la institución familiar en general.
Will compró el Time Out y leyó de cabo a rabo las páginas de ocio tratando de encontrar algo que a un chaval de doce años pudiera apetecerle para pasar la tarde del sábado o, mejor dicho, algo que a Marcus le hiciera entender a las claras que no estaba tratando con el típico individuo de treinta y seis años, pasado de moda y un tanto desesperado. Empezó por la sección infantil, pero pronto advirtió que Marcus no era un chiquillo al que tal vez le apeteciera ir a uno de esos sitios a calcar dibujos por frotación ni a un teatro de marionetas; Marcus, en realidad, no era un chiquillo. A los doce años, su infancia había terminado. Will trató de recordar qué era lo que le gustaba hacer a su edad, pero no se le ocurrió nada. Si acaso, se acordó de aquello que aborrecía. Aborrecía todo lo que los adultos le obligaban a hacer, por buenas que fueran sus intenciones. Quizás lo más cojonudo que podía hacer por Marcus fuera permitirle hacer todo lo que le viniese en gana el sábado por la tarde, darle un poco de dinero, llevarlo al Soho y dejarlo ahí a su aire. Tuvo que reconocer que, si bien semejante idea tal vez sumara unos cuantos puntos en su «cojonudómetro», no le haría ningún favor en la escala de la responsabilidad in loco parentis. Si Marcus iniciaba una vida de chapero y su madre no volvía a verlo, Will terminaría por sentirse responsable y, seguramente, incluso arrepentido.
¿Películas? ¿Salas de juego? ¿Patinaje sobre hielo? ¿Museos, galerías de arte? ¿Un McDonald's? Santo cielo, ¿cómo era posible que nadie hubiera atravesado su infancia sin caer en un letargo de varios años de duración? Si se hubiera visto obligado a revisitar la suya, se habría metido en la cama tan pronto como Blue Meter, seguramente el mejor programa infantil de la historia de la tele, hubiese dejado de ejercer en él aquella fascinación de antaño, no sin antes pedir que lo despertasen cuando llegara el momento de firmar para apuntarse a una nueva etapa. No era de extrañar que los jóvenes comenzaran a dedicarse de lleno a la delincuencia, las drogas y la prostitución. Lo hacían, sencillamente, porque la delincuencia, las drogas y la prostitución estaban en el menú de los tiempos, un abanico de posibilidades excitantes, con gran colorido y mejor sabor, que a él se le habían negado. La auténtica pregunta era por qué su generación había sido tan apática, tan poco emprendedora y tan respetuosa de la ley y el orden, sobre todo si se tenía en cuenta que entonces ni siquiera abundaban los premios de consolación para adolescentes, los jabones australianos para tallar con cortaplumas y las alitas de pollo para mojar en diversas salsas, que en la sociedad contemporánea servían de pretextos para la diversión juvenil.
Empezaba a preguntarse si la exposición del mejor fotógrafo del año sobre temas de la naturaleza patrocinada por la compañía de gas podría de veras resultar más aburrida de lo que en principio parecía, y entonces sonó el teléfono.
—Hola, Will. Aquí Marcus.
—Hola. Tiene gracia; estaba justo preguntándome…
—Ha dicho Suzie que quieres llevarme a pasar el día a alguna parte.
—Sí, bueno, eso es…
—Iré contigo si mi madre también viene.
—Perdona, ¿cómo dices?
—Que iré contigo si mi madre también va. Y no tiene dinero, así que habrá que ir a un sitio barato, a menos que estés dispuesto a invitarnos.
—Bien. Bueno, Marcus, di lo que ibas a decir, no te andes por las ramas.
—No sé cómo explicarlo. Estamos sin blanca. Tú no. Así que eres tú quien paga.
—Estupendo, no hay problema. Era una broma.
—Ah. No me había dado cuenta.
—No. Escucha, conmigo no corres ningún peligro, ¿sabes? Pensé que estaríamos mejor a solas tú y yo.
—¿Por qué?
—¿Qué tal si dejamos descansar a tu madre?
—Sí, bueno…
De pronto, aunque tarde, Will lo entendió. Dejar descansar a su madre: eso era lo que habían hecho el fin de semana anterior, y ella había dedicado su día de descanso a tragarse el contenido de un frasco de pastillas para ir luego a que le hicieran un lavado de estómago.
—Perdona, Marcus. No he estado muy fino.
—Sí.
—Claro que podéis venir tu madre y tú. Me parece bien.
—Tampoco tenemos coche. Habrá que ir en el tuyo.
—Perfecto.
—Puedes traer a tu hijito si quieres.
Will se echó a reír.
—Gracias.
—No hay por qué —dijo Marcus con generosidad—. Es lo mínimo.
El sarcasmo, según empezaba a comprender Will, era un lenguaje que a Marcus le resultaba desconcertante, y eso, por lo que a él se refería, lo convertía en algo irresistible.
—El sábado vuelve a quedarse con su madre.
—Bien. Puedes venir a eso de las doce y media o así. ¿Te acuerdas de dónde vivimos? El 31 de Craysfield Road, apartamento número 2, Islington, Londres N1 2SF.
—Inglaterra, el mundo, el universo.
—Sí —dijo Marcus sin pensar: una simple confirmación para un simplón.
—Bien. Pues entonces, hasta el sábado.
Por la tarde, Will fue a Mothercare a comprar una sillita de niño para el coche. No tenía la menor intención de llenar su piso de sillitas altas, parques y cunas, pero pensó que si se disponía a llevar gente de un lado a otro los fines de semana, al menos debería hacer alguna concesión a la realidad de Ned.
—Es sexista, ¿sabe? —le dijo a la dependienta con aire de suficiencia.
—Perdón, ¿cómo dice?
—Me refiero a los «cuidados maternales» a que alude el nombre de la tienda. ¿Qué me dice de los padres?
Ella sonrió cortésmente.
—Fathercare[3] —añadió él, por si acaso aún no lo había captado.
—Es usted la primera persona que lo dice.
—¿De veras?
—No —respondió ella, y se echó a reír. Will se sintió como si fuera Marcus—. En fin, dígame. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Busco una sillita de niño para el coche.
—Ah.
Estaban en la sección de accesorios para el automóvil.
—¿Y qué marca desea?
—No lo sé. Cualquiera. La más barata. —Will rió—. ¿Cuál es la que más se lleva?
—Ésta. Desde luego, no es la más barata. A la gente le preocupa la seguridad de sus hijos.
—Ah, sí. —Will dejó de reír. La seguridad era un asunto muy serio—. No tiene ningún sentido ahorrarse unas cuantas libras si el crío termina estampándose contra el parabrisas, ¿verdad?
Al final, y tal vez a modo de compensación por su anterior falta de sensibilidad, compró la sillita más cara que había en la tienda, un armatoste enorme, acolchado, azul eléctrico, que daba la impresión de que duraría hasta que Ned se convirtiese en padre.
—Le encantará —dijo a la dependienta al tiempo que le devolvía su tarjeta de crédito.
—Ahora tiene muy buena pinta, pero ya verá como la pone dentro de nada con las galletas y los biberones y todo lo demás.
Will no se había parado a pensar en las galletas y los biberones y todo lo demás, así que por el camino de regreso a su casa paró a comprar unas galletas de chocolate y un par de bolsas de patatas fritas con sabor a queso y cebolla; lo estrujó todo a fondo y esparció las migas por encima de su nueva adquisición.