10

Cuando llegó la ambulancia se organizó una larga y complicada discusión sobre quién y cómo iría al hospital. Will confiaba en que le dijeran que se marchase a casa, pero no fue así. Los encargados de la ambulancia se negaron a llevar a Suzie, a Marcus y al bebé, así que al final tuvo que conducir el coche de Suzie y llevar a Megan y a Marcus, mientras Suzie acompañaba a la madre de éste en la ambulancia. Trató de seguir el vehículo de cerca, pero lo perdió de vista nada más llegar a la calle principal del barrio. Nada le habría gustado tanto como fingir que llevaba una luz azul encima del coche, conducir por el carril de sentido contrario y saltarse todos los semáforos en rojo que le diera la gana, pero dudó que cualquiera de las dos madres que iban delante de él se lo agradeciese.

En el asiento de atrás, Megan seguía llorando a voz en cuello. Marcus miraba cariacontecido por el parabrisas.

—A ver si puedes hacer algo por la cría —dijo Will.

—¿Algo? ¿Qué?

—No lo sé, piensa en algo.

—Piensa tú en algo.

Estaba en lo cierto, razonó Will. Pedirle a un chico que hiciera algo en semejantes circunstancias era, probablemente, una ridiculez.

—¿Cómo te encuentras?

—No lo sé.

—Se pondrá bien.

—Ya. Supongo que sí. Pero… no es eso lo que cuenta, ¿verdad?

Will sabía que eso no era lo que contaba; sin embargo, le sorprendió que Marcus lo hubiera averiguado por su cuenta y tan deprisa además. Por primera vez pensó en que el muchacho seguramente era muy listo.

—¿Qué quieres decir?

—A ver si lo adivinas tú solo.

—¿Te preocupa que vuelva a intentarlo?

—Cállate de una vez, ¿quieres?

Se calló y siguieron camino del hospital sumidos en un silencio que sólo rompían los tremendos alaridos que soltaba la pequeña.

Cuando llegaron, a Fiona ya se la habían llevado en camilla y Suzie estaba sentada en la sala de espera con un vaso de plástico en la mano. Will dejó a la niña, que se desgañitaba en su sillita, a su lado.

—¿Y qué pasa ahora? —A Will poco le faltó para frotarse las manos. Estaba completamente absorto en aquella peripecia, hasta el punto de que casi disfrutaba con ella.

—No lo sé. Están haciéndole un lavado de estómago o algo parecido. En la ambulancia habló un poco. Preguntó por ti, Marcus.

—Pues qué amable por su parte.

—Esto no ha tenido nada que ver contigo, Marcus, y tú lo sabes, ¿no? Quiero decir que tú no eres la causa de que ella… No eres la causa de que ella esté aquí.

—¿Y cómo lo sabes?

—Lo sé, y punto. —Suzie lo dijo con afecto y jovialidad, a la vez que sacudía la cabeza y alborotaba el pelo de Marcus, aunque ni su entonación ni los gestos que hizo parecieran los más adecuados, sino propios de otras circunstancias más tranquilas, más domésticas, y aunque hubieran sido apropiados para un chico de doce años, no lo eran, ni mucho menos, para el chico de doce años más viejo del mundo, que era en lo que Marcus se había convertido de golpe.

—¿Tenéis cambio? —preguntó Marcus, apartándole la mano—. Quiero sacar algo de la máquina.

Will le dio un puñado de monedas y Marcus se alejó.

—Joder —musitó Will—. ¿Qué se supone que hay que decirle a un chico cuya madre acaba de intentar suicidarse?

Pronunció aquellas palabras por mera curiosidad, aunque la pregunta, afortunadamente, le salió como si sólo fuese retórica y, por tanto, como si estuviese cargada de simpatía. No quiso decir nada que pareciera dicho por alguien que estuviese viendo la película de enfermedades de la semana, por buena que fuera.

—No tengo ni idea —repuso Suzie mientras intentaba convencer a Megan, que estaba sentada en su regazo, de que mordisquease un palito de pan—. Algo tendremos que pensar.

Will ignoraba si ese plural lo incluía a él o no, pero fue lo de menos. Por interesantísima que hubiese resultado la reunión de aquella tarde, no estaba dispuesto a repetir; aquélla era una pandilla demasiado rara para él.

La velada siguió su curso. Megan lloró, sollozó y finalmente se durmió; Marcus hizo unas cuantas visitas a la máquina expendedora y volvió con latas de Coca-Cola, Kit-Kats y bolsas de galletitas saladas.

Ninguno dijo gran cosa, aunque Marcus de vez en cuando despotricaba contra la gente que estaba en la sala de espera.

—Detesto a esta chusma. Miradlos; la mayoría de ellos están borrachos, y todos han tenido una pelea.

Era verdad. Casi todos los presentes en la sala de espera eran vagabundos, borrachos, yonquis o dementes sin más. A las contadas personas que estaban allí por pura mala suerte (una mujer a quien había mordido un perro y que estaba esperando a que le pusieran la antirrábica; una madre con su hija pequeña, que seguramente se había roto el tobillo al caerse) se las veía angustiadas, pálidas, ojerosas; para todas ellas, ésa era una noche que se salía de lo corriente. Los demás, por el contrario, habían transferido el caos de sus vidas cotidianas de un lugar a otro. Para ellos no existía la menor diferencia entre estar en plena calle gritando a los transeúntes o a las enfermeras en la sala de urgencias de un hospital. Todo era lo mismo.

—Mi madre no es como todos ésos.

—Nadie ha dicho que lo sea —señaló Suzie.

—¿Y si ellos creyeran que sí?

—Seguro que no.

—Pero podrían pensarlo. Ha tomado drogas, ¿no es cierto? Ha llegado toda sucia de vómito, ¿no? ¿Cómo van a saber que no es igual que todos ésos?

—Pues porque salta a la vista, y los médicos lo sabrán. Y si no lo saben, nosotros se lo diremos.

Marcus asintió. Will comprendió que Suzie había dicho lo que había que decir: ¿quién podría creer que Fiona era un despojo humano, teniendo los amigos que tenía? Por una vez al menos, pensó Will, Marcus acababa de hacer la pregunta errónea. La pregunta correcta habría sido ésta: «¿Qué demonios importaba?» Y es que si las únicas cosas que diferenciaban a Fiona del resto de los presentes eran las tranquilizadoras llaves del coche de Suzie y la ropa más bien cara y elegante de Will, era cierto que estaba metida en un buen aprieto. Había que vivir dentro de una burbuja, cada cual en la suya. Era imposible abrirse paso y entrar por la fuerza en la burbuja de otro, porque así ya ni siquiera seguiría siendo una burbuja. Will compraba su ropa y sus cedés y sus coches y sus muebles y sus drogas para él, y sólo para él; si Fiona no podía permitirse todos esos lujos, y si no tenía una burbuja equivalente, y que fuera de su propiedad, ése era su problema. Luego estaba metida en un buen aprieto.

Justo a tiempo apareció una mujer que se dirigió a ellos. No era médico ni enfermera, sino una especie de funcionaria.

—Hola. ¿Han venido ustedes acompañando a Fiona Brewer?

—Sí. Yo soy Suzie, su amiga, y éste es Will, y éste es Marcus, el hijo de Fiona.

—Bien. Fiona se quedará a pasar la noche aquí, y es obvio que no deseamos que ninguno de ustedes tenga que quedarse. ¿Hay algún sitio donde Marcus pueda pasar la noche? ¿Vive alguien más con vosotros, Marcus?

Marcus negó con la cabeza.

—Pasará la noche en mi casa —respondió Suzie.

—Muy bien, pero antes tendré que obtener el permiso de su madre —señaló la mujer.

—Claro.

—Y eso, sin contar con lo que yo quiera —dijo Marcus a la mujer, que ya se marchaba—. Aunque eso es algo que a nadie le importa.

—Claro que les importa —replicó Suzie.

—¿Tú crees?

La mujer volvió al cabo de unos minutos, sonriendo y asintiendo igual que si Fiona acabara de dar a luz, en lugar de venir con el permiso para pasar una noche fuera de casa.

—Dice que muy bien, y le da las gracias.

—Estupendo. Vámonos, Marcus. Tienes que ayudarme a abrir el sofá cama.

Suzie colocó a Megan en la sillita del coche y salieron del aparcamiento del hospital.

—Nos vemos —dijo Will—. Te llamaré.

—Espero que todo se arregle con Ned y con Paula.

Por un instante, Will quedó nuevamente en blanco: Ned y Paula, Ned y Paula… Ah, sí, su ex esposa y su hijo.

—Oh, seguro que sí. Gracias.

Besó a Suzie en la mejilla, a Marcus le dio un golpecito en el brazo, a Megan la saludó sacudiendo la mano desde lejos y se fue en busca de un taxi. Todo había sido muy interesante, pero no tenía ganas de hacer eso mismo todas las noches.