5

Un lunes por la mañana su madre empezó a llorar antes del desayuno, y eso le dio miedo. El llanto matinal era una novedad, y sobre todo una señal muy, muy mala. Significaba que a partir de ese momento podía producirse a cualquier hora del día y sin advertencia previa. Ya no había ninguna seguridad de que a ciertas horas estuviera a salvo. Hasta ese día, las mañanas habían ido como la seda. Su madre parecía despertar con la esperanza de que aquello que la hacía infeliz, fuera lo que fuese, se hubiese esfumado a lo largo de la noche, igual que ocurre a veces con los catarros y dolores de estómago. Y esa mañana a él no le pareció que estuviera mal, ni enfadada, ni descontenta, ni cabreada, sino normal e incluso maternal, cuando le soltó un grito para que espabilara. Sin embargo, allí estaba, en pleno ataque de llanto, derrumbada sobre la mesa de la cocina, en bata, con una tostada a medio comer en el plato y la cara hinchada, moqueando.

Marcus nunca decía nada cuando la veía llorar. No sabía qué decir. No entendía por qué lloraba, y como no lo entendía no podía ayudarla, y como no podía ayudarla terminaba por quedarse de pie, mirándola, boquiabierto, y ella seguía a lo suyo como si en el fondo no pasara nada.

—¿Quieres un té?

Él tuvo que adivinar qué le había querido decir, porque a causa de los sollozos apenas se le entendía.

—Sí, gracias.

Tomó un cuenco limpio del escurridor y fue al armario a elegir un cereal. Se animó. Había olvidado que el sábado por la mañana su madre le había dejado poner en el carrito de la compra un surtido de cereales. Pasó por la acostumbrada angustia de la indecisión: sabía que tendría que zamparse las variedades más aburridas, los copos de maíz y los que llevan trozos de fruta, a ser posible al principio, pues si no se los comía entonces no se los comería nunca y se quedarían en el armario hasta pasarse de fecha y estropearse, y entonces su madre se enfadaría de veras con él, y durante los siguientes meses tendría que apañárselas con cualquier cereal horroroso, de esos que se venden en paquetes enormes para ahorrar. Todo eso lo entendía de sobra, a pesar de lo cual escogió, como siempre, los Coco Pops. Su madre no se fijó, lo que constituía la primera ventaja, al menos hasta el momento, de su depresión. No es que fuese una gran ventaja: en líneas generales, hubiese preferido verla tan animada como para que le ordenase que devolviera los Coco Pops al armario. Lo habría hecho encantado de la vida si con ello conseguía que dejase de llorar a todas horas.

Desayunó los cereales, se bebió la taza de té, se colgó la mochila al hombro y besó a su madre; fue un beso normal y corriente, no uno de esos empalagosos besos con abrazo incluido, con el que le habría dado a entender que lo comprendía, y se fue. Ninguno de los dos pronunció palabra. ¿Qué otra cosa iba a hacer él?

Camino del colegio trató de adivinar qué le estaba pasando a su madre. ¿Qué podía pasarle que él todavía no supiera? Tenía trabajo, así que no eran pobres, aunque tampoco es que fuesen ricos; su madre era especialista en musicoterapia, es decir, una especie de profesora para niños discapacitados, y a todas horas decía que el dinero era una vergüenza, que era patético, que era una obscenidad, un crimen. Tenían suficiente para el alquiler, para comer y para irse de vacaciones una vez al año, e incluso para comprar juegos de ordenador de vez en cuando. Aparte del dinero, ¿qué motivo había para que uno se echase a llorar? ¿La muerte? Si alguien importante hubiese muerto, él se habría enterado. Si lloraba así por un muerto, sólo podía tratarse de la abuela o del abuelo, del tío Tom o de un familiar del tío Tom, y a todos ellos los había visto el fin de semana anterior, con ocasión del cuarto cumpleaños de su prima Ellie. ¿Sería algo relacionado con los hombres? Él sabía que su madre quería echarse novio, pero lo sabía porque ella misma hacía de vez en cuando un chiste sobre esa cuestión, y a su juicio era imposible pasar de un chiste ocasional al llanto a cualquier hora del día. Además, fue ella la que había dejado a Roger. Si estaba tan desesperada por tener novio, debería haber sido capaz de seguir con él. Trató de recordar por qué motivos lloraban los personajes de EastEnders, aparte del dinero, la muerte de un ser querido y un novio o una novia, pero no le sirvió de mucho; lo hacían por condenas a varios años de cárcel, embarazos indeseados, sida, asuntos que en todo caso no parecían tener ninguna relación con su madre.

Lo había olvidado todo cuando traspuso la verja del colegio, y no porque hubiese decidido hacerlo. La causa fue, sencillamente, su instinto de conservación. Cuando uno tiene problemas con Lee Hartley y sus colegas, poco importa que la madre esté a punto de volverse loca. Sin embargo, esa mañana todo parecía en su sitio. Los vio apoyados contra la tapia del gimnasio, apiñados en torno a quién sabe qué tesoro, bien lejos, de modo que consiguió llegar sin mayores dificultades a su aula.

Nicky y Mark, sus amigos, ya estaban allí. Jugaban al Tetris en la Gameboy de Mark. Se acercó a ellos.

—¿Qué tal?

Nicky le dijo hola; Mark estaba demasiado absorto para reparar en él. Trató de averiguar qué tal le iba a Mark, pero Nicky ocupaba el único sitio desde el que se podía atisbar la minúscula pantalla de la Gameboy, de modo que finalmente se sentó en un pupitre a esperar que terminasen. No terminaron. Mejor dicho, sí, pero empezaron de nuevo y no le invitaron a jugar una partida ni dejaron de lado la miniconsola por el hecho de que él hubiera llegado. Marcus sintió que por algún motivo que ignoraba, y muy adrede, no le iban a hacer ningún caso.

—¿Pensáis ir a la sala de ordenadores a la hora de comer?

Precisamente así había conocido a Nicky y a Mark, gracias al club de informática. Fue una pregunta absurda, pues los dos siempre iban a la sala de ordenadores a la hora de comer. En caso contrario, hacían lo mismo que él: caminar de puntillas, con timidez, por los márgenes, y procurar que ningún bocazas grandullón con un corte de pelo a la moda se fijase en ellos.

—No lo sé. Puede. ¿Tú qué crees, Mark?

—No lo sé. Seguramente.

—De acuerdo. Pues allí nos vemos…, puede.

Los vería mucho antes. Por ejemplo, los estaba viendo en ese momento; no es que tuviera previsto irse a ninguna parte, pero eso fue lo que se le ocurrió decir.

El recreo fue igual: Nicky y Mark con la Gameboy. Marcus alrededor de ellos, pero al margen. De acuerdo, no eran amigos de verdad, o no lo eran como los que había tenido en Cambridge, pero por lo general se llevaban bien, aunque sólo fuese porque no eran como el resto de los chavales de la clase. Una vez Marcus incluso estuvo en casa de Nicky después del colegio. Sabían que eran unos bichos raros y unos empollones y unos criajos y todas las demás cosas que les llamaban algunas de las chicas de la clase (los tres llevaban gafas, a ninguno de los tres le importaba su manera de vestir; Mark era pelirrojo y pecoso, Nicky parecía tres años menor que cualquier otro chico de séptimo), pero todo eso les importaba un comino. Lo importante era que se tenían cada uno a los otros dos, que no se quedaban pegados a la pared de los pasillos, con la lejana esperanza de que nadie reparara en su presencia.

—¡Eh, tú, pelo de estropajo, cántanos algo!

En la puerta del aula acababan de aparecer dos chicos de octavo. Marcus no los conocía, así que tuvo claro que su fama se iba extendiendo por todo el colegio. Trató de parecer más concentrado; alargó el cuello para que diera la impresión de que estaba absorto en la Gameboy, pero seguía sin poder ver nada. Y Mark y Nicky habían empezado a retroceder y lo habían dejado solo.

—¡Eh, pelirrojo! ¡Gafotas!

Mark empezó a ponerse colorado.

—Si los tres son unos gafotas.

—Ya lo creo que lo son. ¡Eh! ¡Gafotas pelirrojo! Ese cardenal que llevas en el cuello, ¿es un mordisquito de amor?

A los dos les pareció hilarante. A todas horas hacían chistes sobre las chicas y el sexo. Él seguía sin entender por qué. Quizás fuesen dos obsesos sexuales.

Mark decidió que no valía la pena librar aquel combate y apagó la Gameboy. Últimamente la escena se había repetido varias veces, y era bien poco lo que podía hacerse para remediarlo. Había que aguantar y poner al mal tiempo buena cara, y así hasta que se aburriesen. Lo difícil era encontrar algo que hacer entretanto, una manera de ser y de estar. Desde hacía un tiempo Marcus se había aficionado a confeccionar listas mentalmente. Su madre tenía un juego que constaba de unas cartas en las que figuraban categorías, por ejemplo «pasteles», y el equipo contrario tenía que adivinar cuáles eran los doce ejemplos que se mencionaban en la carta. Otra era «equipos de fútbol». En ese momento él no podía jugar porque no tenía las cartas delante, claro, y tampoco había un equipo contrario, aunque había ideado una variante: pensaba en algo de lo que hubiera ejemplos abundantes, como «frutas», y trataba de pensar en todas las frutas posibles a la espera de que el que tenía delante, dispuesto a hacerle pasar un mal rato, decidiera largarse y dejarlo en paz.

Pastelitos de chocolate. Mars, claro. Snickers. Bounty. Huesitos. ¿Había alguno más, de esos que llevaban helado o relleno de confitura de fruta? No se acordaba. Kit-Kat. Picnic.

—Eh, Marcus, ¿cuál es tu rapero favorito? ¿Tupac? ¿Warren G?

Marcus conocía aquellos nombres, pero no tenía ni idea de qué significaban. Tampoco se sabía ninguna de sus canciones. Además, no se trataba de que respondiera a eso. Si se le hubiese ocurrido dar una respuesta, la habría liado de verdad.

Se había quedado con la mente en blanco, pero eso mismo formaba parte del juego. En casa sería muy fácil pensar en muchos nombres de pastelitos de chocolate, pero allí, con aquellos dos haciéndoselo pasar fatal, era poco menos que imposible.

Milky Way.

—Eh, tú, enano, ¿sabes lo que es una mamada?

Nicky simulaba estar muy interesado en mirar por la ventana. Marcus advirtió que no estaba mirando nada en absoluto.

Picnic. No, ésa la tenía repetida.

—Vámonos, esto es un aburrimiento.

Y se fueron. Sólo se le ocurrieron seis. Una pena.

Ninguno de los tres abrió la boca durante un rato. Nicky miró a Mark, Mark miró a Nicky, por fin Mark habló.

—Oye, Marcus. No queremos que sigas pegado a nosotros a todas horas.

Marcus no supo cómo reaccionar.

—Vaya —dijo—. ¿Y por qué no?

—Por ellos.

—No tienen nada que ver conmigo.

—Sí, tienen mucho que ver contigo. Antes de conocerte no teníamos problemas con nadie, y ahora todos los días hemos de aguantar esto.

Marcus se daba perfecta cuenta. No le costaba imaginar que si Nicky y Mark nunca hubiesen llegado a conocerlo, habrían tenido tanto contacto con Lee Hartley como el que tienen los koalas con las pirañas. Ahora, por su culpa, los koalas habían caído al mar y las pirañas empezaban a mostrarse muy interesadas por ellos. Nadie les había hecho daño, al menos de momento, y Marcus ya lo sabía todo sobre las pedradas, los palos, los insultos. Sin embargo, los insultos se lanzaban de idéntica manera que los misiles. Bastaba con pararse a pensarlo. Y si cualquier otro se encontrase en la línea de fuego, sin duda sería alcanzado por ellos. Eso era precisamente lo que les había ocurrido a Nicky y a Mark: él había hecho que fuesen visibles, él los había convertido en dianas, y si de veras se consideraba su amigo, se quitaría de en medio para que nadie volviese a verlos juntos. Lo malo era que no tenía ningún otro sitio adonde ir.