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Will vio a Angie por primera vez —aunque, a decir verdad, no la vio— en Championship Vinyl, una pequeña tienda de discos que había cerca de Holloway Road. Estaba mirando discos más que nada por pasar el rato, aunque tratando de encontrar, sin proponérselo demasiado en serio, una vieja antología de temas de rhythm & blues que había tenido cuando era joven, uno de esos discos que, aunque le entusiasmaban, había perdido. La oyó decir al hosco y deprimido dependiente que estaba buscando un disco de Pinky y Perky para su sobrina. Will siguió echando un vistazo a los discos mientras ella hablaba con el dependiente ante el mostrador, de modo que no llegó a verle la cara siquiera de reojo, aunque sí reparó en su abundante cabellera rubia como la miel y oyó que tenía esa clase de voz levemente ronca que él, como cualquier otro, consideraba tan sexy, de modo que prestó atención mientras ella explicaba que su sobrina ni siquiera sabía quiénes eran Pinky y Perky.

—¿No te parece terrible? ¡Tener cinco años y no saber quiénes son Pinky y Perky! ¡Me pregunto qué les enseñan a los niños de ahora!

Trataba de mostrarse jovial, pero Will sabía por experiencia propia que la jovialidad no estaba bien vista en Championship Vinyl. Tal como supuso que sucedería, el dependiente recibió aquel comentario con una hiriente mirada de desprecio y un gruñido que indicaba que estaba haciéndole perder su valioso tiempo.

Dos días más tarde, a media mañana, Will se encontró sentado al lado de esa misma mujer en un café de Upper Street. La reconoció por la voz (los dos habían pedido un capuchino y un cruasán), por la cabellera rubia y la cazadora vaquera. Los dos se levantaron para tomar uno de los periódicos del local —ella se llevó el Guardian, Will tuvo que conformarse con el Mail— y él le sonrió, aunque ella obviamente no lo recordaba. Así habría dejado él las cosas de no haber sido por la belleza de aquella chica.

—Pues a mí me gustan Pinky y Perky. —Will confió en que el tono de su voz resultase amable, amistoso a la vez que condescendiente, aunque teñido de humor, pero de inmediato comprendió que había cometido una terrible equivocación, que no era la misma mujer y que no tenía la menor idea de qué le estaba hablando. Le entraron ganas de arrancarse la lengua de cuajo y aplastarla contra el suelo con la suela del zapato.

Ella lo miró, esbozó una sonrisa un tanto nerviosa, y luego miró al camarero, probablemente calculando cuánto tiempo tardaría en lanzarse al otro extremo del local para inmovilizar a Will contra la base de la barra. Will la entendió de inmediato y se hizo cargo de sus sentimientos. Si un completo desconocido estuviera sentado al lado de uno, y por toda excusa para entablar conversación dijera con toda la tranquilidad del mundo que le gustan Pinky y Perky, sólo podría deducirse que a uno están a punto de cortarle la cabeza y que esconderán el cadáver debajo del entarimado.

—Perdona —dijo Will—, te he confundido con otra persona.

Se puso colorado, cosa que a ella pareció tranquilizarla; al menos era una señal de cordura. Cada uno volvió a su periódico y su café, aunque la mujer no dejaba de sonreír y lanzarle miradas.

—Ya sé que pensarás que soy una entrometida —dijo por fin—, pero tengo que preguntártelo: ¿quién te habías creído que era? Llevo un rato tratando de imaginarme una historia, pero no lo consigo.

Así las cosas, él le dio una explicación y ella volvió a reír, y Will tuvo la posibilidad de empezar de nuevo y conversar con toda normalidad. Hablaron de los que no trabajan por la mañana (él no reconoció que tampoco trabajaba por la tarde), de la tienda de discos, de Pinky y Perky, por supuesto, y de algunos personajes infantiles de televisión. Él nunca había intentado dar comienzo a una relación así, en frío, pero cuando terminaron el segundo capuchino ya tenía un número de teléfono en el bolsillo y una cita para cenar.

Cuando volvieron a verse, ella le habló inmediatamente de sus hijos. Él tuvo ganas de tirar la servilleta al suelo, apartar la mesa y echar a correr.

—¿Y qué? —dijo. Era, por supuesto, lo que debía decir.

—Pensé que era mejor que lo supieras. Para ciertas personas supone una enorme diferencia.

—¿En qué sentido?

—Verás… Me refiero a los tíos.

—Sí, claro, eso ya me lo imaginaba.

—Perdona, no te lo estoy poniendo nada fácil, ¿verdad?

—Estás haciéndolo muy bien.

—Lo que pasa es que… Si esta cita es una cita, y a mí me parece que lo es, he pensado que debía decírtelo.

—Gracias, pero la verdad es que para mí no supone ningún problema. De hecho, me habría sentido decepcionado si no hubieras tenido hijos.

Ella se rió.

—¿Decepcionado? ¿Por qué?

Buena pregunta. ¿Por qué? Obviamente, lo había dicho convencido de que sonaría estupendo, conquistador, pero eso, claro está, no podía confesárselo.

—Pues porque nunca he salido con una madre, y es algo que siempre me ha apetecido. Creo que se me daría bien.

—¿Bien? ¿El qué?

Vamos a ver. ¿El qué se le daría bien? Ésa era la pregunta del millón de dólares, la que hasta entonces nunca había sabido contestar a propósito de nada. Puede que se le dieran bien los niños, aun cuando los detestaba, y no sólo a ellos, sino a todo el que fuera responsable de haberlos traído al mundo. Tal vez se hubiera apresurado al tachar de su lista a John, a Christine y a la pequeña Imogen. ¡Quizás se tratara de eso! ¡Ah, el tío Will!

—Pues no lo sé. Los niños, jugar con ellos, todo eso.

Sin duda tenían que dársele bien. A todo el mundo se le daban bien. Quizás debería incluso ponerse a trabajar con niños. ¡Tal vez se encontrase en un momento decisivo de su vida!

Hay que decir que la belleza de Angie no fue ajena a la decisión que lo llevó a evaluar de nuevo su afinidad con los niños. El cabello largo y rubio, ahora lo sabía, iba acompañado por un rostro de facciones amplias, sosegado, unos grandes ojos azules y unas patas de gallo extraordinariamente atractivas. Su belleza era irresistible, total, muy del estilo de Julie Christie. Y ése era el quid de la cuestión. ¿Cuándo había salido Will con una mujer que se pareciera a Julie Christie? Las mujeres que se parecían a Julie Christie no salían con tipos como él, sino con otras estrellas de cine, o con los pares del reino, o con algún piloto de Fórmula Uno. ¿Qué estaba ocurriendo ahí? Llegó a la conclusión de que lo que estaba ocurriendo eran los niños; pensó que los niños servían como una especie de mácula simbólica, como una mancha de nacimiento o incluso como la obesidad, que le daban al menos una oportunidad allí donde antes no había ninguna. Tal vez los niños democratizasen a las mujeres hermosas, solteras o separadas.

—Lo más probable —estaba diciendo Angie, aunque él se había perdido buena parte de las reflexiones que la habían llevado hasta ese punto—, cuando eres madre separada, es que termines por coincidir con los tópicos del feminismo, ya sabes: todos los hombres son unos hijos de puta, una mujer sin emparejar con un hombre es… una especie de algo a lo que le falta algo que no tiene ninguna relación con el primer algo, y cosas por el estilo.

—Entiendo —dijo Will en tono comprensivo. Empezaba a entusiasmarse. Si las madres separadas pensaban de veras que todos los hombres eran unos hijos de puta, él podría sacar partido de ello y seguir saliendo siempre con mujeres que se parecieran a Julie Christie. Asintió, frunció el entrecejo y apretó los labios mientras Angie seguía hablando por los codos y él comenzaba a planificar una nueva estrategia que sin duda le cambiaría la vida.

Durante las semanas siguientes fue Will el Bueno, Will el Redentor, y le gustó serlo. De hecho, no tuvo que hacer el menor esfuerzo. Nunca llegó a desarrollar una estrecha relación con Maisy, la sombría y misteriosa hija de Angie, que tenía cinco años y parecía considerarlo un frívolo hasta la médula de los huesos. En cambio, Joe, de tres años, se encariñó con él casi de inmediato, sobre todo porque durante su primer encuentro Will lo sostuvo boca abajo, sujetándolo por los tobillos. Así de fácil. No le hizo falta nada más. Se preguntó por qué las relaciones con los auténticos seres humanos no podían ser igual de sencillas.

Fueron a un McDonald's, al Museo de la Ciencia y al Museo de Historia Natural. Dieron un paseo en barca por el río. En las muy contadas ocasiones en que había considerado la posibilidad de convertirse en padre (cosa que siempre ocurría cuando estaba borracho, o en los primeros y apasionados momentos de una nueva relación) se había convencido de que la paternidad sería una especie de foto protocolaria en el orden de lo sentimental, y la paternidad al estilo de Angie era exactamente eso: podía caminar de la mano de una hermosa mujer mientras los niños hacían cabriolas, felices y contentos, delante de él. Y todo el mundo podía verlos así, y cuando lo hubiera hecho durante toda una tarde podía irse a su casa si eso era lo que más le apetecía.

Y luego estaba el tema del sexo. El sexo con una madre separada, decidió Will después de pasar su primera noche con Angie, era infinitamente mejor que el sexo a que estaba acostumbrado. Si uno escogiese a la mujer adecuada, una a la que alguien le hubiera hecho la vida imposible, a la que el padre de sus hijos hubiese abandonado, y que encima no hubiera tenido relaciones con ningún hombre desde entonces (sobre todo porque a causa de los niños es casi imposible salir, y también porque hay un montón de hombres a los que no les gustan los niños, en especial si no son suyos, y porque les disgusta el tipo de jaleo que a menudo se esparce alrededor de ellos como si fueran un torbellino)…, si uno escogiese a una mujer así, esa mujer lo amaría sencillamente por haberla escogido. De golpe y porrazo uno era más guapo, mejor amante, mejor persona.

Por lo que él alcanzaba a ver, se trataba de una relación absolutamente satisfactoria. Todos esos emparejamientos en que a tontas y a locas solían incurrir los solteros y las solteras sin hijos, para quienes una noche en cama ajena no pasaba de ser otro polvo para la colección… No tenían ni idea de lo que se estaban perdiendo. Desde luego, tendría que haber no pocos progres, hombres y mujeres, a los que repugnaría y abrumaría su lógica, pero eso a él le daba igual. Incluso era mejor. Menos competencia.

Al final, lo que terminó por convencerlo respecto de su aventura con Angie fue el hecho de no ser Uno Más. Eso significaba que no era Simon, su ex, que tenía problemas con la bebida y con el trabajo y que, con un olímpico desprecio por el tópico, encima se tiraba a su secretaria. A Will le resultó muy fácil no ser Simon: se le daba a las mil maravillas, lo hacía hasta con brillantez. La verdad es que parecía tal vez injusto que algo que le resultaba tan fácil le reportase, además, una tremenda compensación, pero así eran las cosas: ella lo amaba por no ser Simon más de lo que nadie lo había amado por ser él mismo.

Incluso el final, cuando se produjo, vino envuelto en circunstancias que lo hicieron sumamente aconsejable. A Will se le hacían muy arduos los finales: nunca había sido capaz de agarrar el toro por los cuernos, y a causa de ello siempre se había producido una especie de molesta superposición. En cambio, con Angie fue como la seda. Más aún, resultó tan fácil que tuvo la impresión de que tal vez se le escapaba algo.

Hacía un mes y medio que salían, y había unas cuantas cosas que a él empezaban a resultarle insatisfactorias. Para empezar, Angie no era demasiado flexible, y algunas veces todo lo relacionado con los niños terminaba por formar una barrera entre los dos: la semana anterior había comprado entradas para el estreno de la última película de Mike Leigh, pero ella no llegó al cine hasta media hora después del comienzo de ésta, y todo porque la chica que debía cuidar de los niños se había retrasado. Aquello le jodió, aunque pensó que había conseguido disimular su enojo francamente bien, y además pasaron una noche muy a gusto. Por otra parte, ella nunca podía ir a su casa, de modo que él tenía que pasar por la suya, y no tenía muchos cedés, ni vídeo, ni parabólica, ni televisión por cable, así que los sábados por la noche terminaban viendo Casualty y algún telefilme mediocre que trataba sobre un niño que padecía algún tipo de extraña enfermedad. Will empezaba a preguntarse si Angie era exactamente lo que estaba buscando, y entonces ella decidió poner fin a la relación.

Estaban en un restaurante indio de Holloway Road cuando se lo dijo.

—Will, lo siento, pero no estoy segura de que lo nuestro funcione.

Él se quedó callado. Tiempo atrás, cualquier conversación que empezara de esa forma suponía, por lo general, que ella había descubierto alguna cosa, o que él había hecho alguna estupidez, algo desconsiderado por su parte, algo grotesco de tan falto de sensibilidad como era, por más que él pensara que tenía un historial limpio en su relación de pareja. Su silencio le proporcionó tiempo para repasar su banco de memoria en busca de alguna indiscreción que tal vez hubiera olvidado, pero no encontró nada. Se habría sentido sumamente decepcionado si hubiese encontrado algo, una infidelidad que se le hubiera pasado por alto o alguna crueldad pasajera que más valdría olvidar. Como la totalidad de su relación se fundaba en la amabilidad, toda mancha habría significado que era indigno de su confianza, y que lo era de forma tan profunda que resultaba ingobernable.

—No eres tú —añadió ella—. Tú has estado fenomenal. Es culpa mía. O de mi situación, vaya.

—Tu situación no tiene nada malo, al menos por lo que a mí respecta.

Will se sintió tan aliviado que casi le entraron ganas de mostrarse generoso.

—Hay cosas que tú no sabes. Cosas relacionadas con Simon —prosiguió Angie.

—¿Te lo está haciendo pasar mal? Lo digo porque, de ser así… —¿Qué? De ser así, ¿qué?, quiso preguntarse con desprecio. De ser así, ¿te liarás un porrito cuando llegues a casa y te olvidarás de ellos? ¿Empezarás a salir con una mujer menos complicada?

—No, no es eso. Bueno, si se mira desde fuera podría parecer que sí lo es. Lo que pasa es que no le hace feliz que yo esté saliendo con otro. Sí, ya sé que suena fatal, pero lo conozco bien, y lo que ocurre es que todavía no ha aceptado nuestra separación. Y yo seguramente tampoco la he aceptado del todo, lo que es aún más grave. Todavía no estoy lista para lanzarme a una nueva relación con otra persona.

—Pues lo estás haciendo muy bien.

—Lo trágico es que he encontrado a alguien con quien me va de maravilla, pero lo he encontrado en el peor momento. Debería haber empezado por una relación sin mayores consecuencias, y no con alguien que…

Will no pudo por menos que advertir cierta ironía en todo aquello. Aunque ella aún no lo sabía, él estaba completamente seguro. Si había un hombre mejor pertrechado que él para un ligue sin mayores consecuencias, Will, desde luego, no tenía ganas de conocerlo. ¡Todo esto ha sido puro fingimiento! Eso era lo que en el fondo quería decirle. ¡Soy un espanto! ¡Soy muchísimo más superficial de lo que parece, créeme! Pero ya era tarde.

—Me pregunto si no te habré estado metiendo demasiada prisa. He terminado por joderlo, ¿no es eso?

—No, Will, ni muchísimo menos. Tú has sido excepcional. Lamento muchísimo que…

Angie estaba al borde de las lágrimas, y él la amó por eso. Nunca había visto llorar a una mujer sin sentirse responsable de su llanto, y estaba disfrutando de verdad con la experiencia.

—No tienes que lamentar nada, de veras. —De veras, de veras, de veras.

—Pero lo lamento.

—Pues no lo lamentes.

¿Cuándo había sido la última vez en que había estado en situación de perdonar a alguien? Por lo menos, desde que iba al colegio. Y puede que ni siquiera entonces. De todas las veladas que había pasado con Angie, la última fue, con diferencia, la mejor.

Para Will, eso fue el no va más. Supo exactamente entonces que tarde o temprano encontraría a otras mujeres como aquélla, mujeres que empezarían por pensar que sólo les apetecía un buen polvo y que terminarían por decidir que una vida tranquila era algo preferible a cualquier cantidad de ruidosos orgasmos. Como eso no difería demasiado de lo que él pensaba, aunque fuera por razones muy distintas, se dio cuenta de que era mucho lo que tenía que ofrecer. Estupendos momentos sexuales, abundantes masajes para el ego, una paternidad provisional sin lágrimas de ninguna clase, una despedida libre de toda culpabilidad. ¿Qué más podía desear un hombre? Las madres solteras o separadas, mujeres brillantes, atractivas, disponibles, miles y miles como ellas, repartidas por todo Londres, eran el mejor invento del que Will hubiese tenido noticia a lo largo de su vida. Acababa de empezar su carrera de buen chico en serie.