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Durante la noche que siguió al primer día, Marcus se despertó más o menos cada media hora. Lo supo por las manecillas luminosas de su reloj en forma de dinosaurio: las 10.41, las 11.19, las 11.55, las 12.35, las 12.55, la 1.31… No podía creer que tendría que volver allí a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente, y… sí, entonces por fin llegaría el fin de semana, pero con todo y con eso tendría que volver allí casi todas las mañanas del resto de su vida. Cada vez que despertaba, lo primero que pensaba era que debía de existir alguna forma de librarse de esa horrorosa sensación, alguna forma de esquivarla o incluso de atravesarla; antes, siempre que se había sentido molesto por el motivo que fuera había encontrado alguna respuesta, aunque demasiado a menudo ésta implicase contarle a su madre qué era lo que le preocupaba. Sólo que esta vez ella no podía hacer nada para remediarlo. No iba a cambiarlo a otro colegio; además, aunque lo hiciera, eso tampoco serviría para modificar mucho la situación. Seguiría siendo el que era, y en eso, le parecía a él, residía el auténtico problema.

No estaba preparado para los colegios, o al menos no lo estaba para la enseñanza secundaria. Eso era. ¿Cómo iba a explicárselo a nadie? Tampoco pasaba nada, nada grave, por no estar preparado para ciertos aspectos de la vida (ya sabía, por ejemplo, que a causa de su timidez lo suyo no eran las fiestas; tampoco le sentaban bien los pantalones bombachos, porque tenía las piernas demasiado cortas), pero no estar preparado para el colegio era un inconveniente realmente serio. Todo el mundo iba al colegio. No había forma de saltárselo. Había chicos, y él lo sabía, a quienes les daban clase sus propios padres en casa, pero su madre no podía hacer una cosa como ésa, ya que a diario iba a trabajar. A no ser, claro está, que él le pagase un dinero para que ella le diera clases, pero ella le había dicho, y no hacía mucho tiempo además, que ganaba trescientas cincuenta libras a la semana. ¡Trescientas cincuenta libras a la semana! ¿De dónde iba él a sacar ese dinero? Desde luego, no lo ganaría repartiendo periódicos por el barrio, eso lo tenía muy claro. Sólo las personas como Macaulay Culkin, por poner un ejemplo, no iban al colegio sin que pasara nada. Un sábado por la mañana habían dado por la tele una crónica sobre él; decían que le daba clases una especie de tutor privado en una caravana o algo así. No estaría nada mal, pensó. Mejor dicho, estaría muy bien, porque Macaulay Culkin debía de ganar trescientas cincuenta libras a la semana, o incluso mucho más. Eso significaba que si él fuese Macaulay Culkin podría pagar a su madre para que ella le diera clases; pero si ser Macaulay Culkin también significaba ser bueno en interpretación, más le valía olvidarse; era un desastre en interpretación, porque detestaba tener que comparecer delante de un montón de gente, así de simple. Y por eso mismo aborrecía el colegio. Y por eso quería ser Macaulay Culkin. Y por eso jamás iba a ser Macaulay Culkin, ni siquiera en un millar de años, y menos aún en los próximos días. Al día siguiente tendría que volver al colegio.

Se pasó toda esa noche pensando igual que vuelan los bumeranes: una idea lo llevaba muy lejos, hasta una caravana en Hollywood y, por un instante, cuando se había alejado todo lo posible del colegio y la realidad, se sentía razonablemente feliz; entonces comenzaba el viaje de regreso, la idea le daba de golpe en la cabeza y lo dejaba en el mismo punto del que había partido. Y cada vez se encontraba más cerca de que amaneciera.

Estuvo callado durante el desayuno.

—Te acostumbrarás —le dijo su madre mientras él se comía los cereales, seguramente porque se le veía triste. Marcus asintió y le sonrió; no estaba mal que hubiera dicho eso. A veces, en algún rincón de su ser, había tenido la certeza de que terminaría por acostumbrarse a lo que fuera, pues había aprendido que hay cosas muy difíciles, pero que al cabo de un tiempo resultan algo más llevaderas. Al día siguiente de que se marchara su padre, su madre lo había llevado a Glastonbury con su amiga Corinne, y se lo habían pasado en grande en una tienda de campaña. En cambio, lo de ahora no podía sino empeorar. Aquel primer día terrible, horroroso, aterrador, iba a ser, en el fondo, tan pasable como cualquier otro.

Llegó temprano al colegio, fue a su aula y se sentó ante su pupitre. Allí estaba a salvo. Los chicos que el día anterior se las habían hecho pasar canutas quizás no fuesen de los que llegaban temprano al colegio; estarían en cualquier parte, fumando, drogándose y violando a quien fuese, pensó con el ánimo ensombrecido. En el aula había un par de chicas que no le hicieron ningún caso, a no ser que el bufido y la risotada que oyó mientras sacaba el libro de lectura tuvieran algo que ver con él.

¿Cuál era el motivo de sus risas? Bien poca cosa, desde luego, a menos que uno fuese de esas personas que siempre buscan un motivo del que reírse. Por desgracia, así era exactamente la mayoría de los chicos y chicas que había conocido. Patrullaban los pasillos del colegio como si fuesen tiburones, sólo que no iban en busca de carnaza, sino de unos pantalones desastrosos o un corte de pelo desastroso o unos zapatos desastrosos, cualquiera de los cuales, e incluso todos ellos, podían bastar para que enloqueciesen. Como era costumbre que él llevase unos pantalones desastrosos, y como su corte de pelo era un desastre a cualquier hora del día, ni siquiera tenía que esforzarse mucho para que se pusieran como locos.

Marcus sabía que era bastante rarito, y sabía que su rareza se debía, al menos en parte, a que su madre también era un tanto rara. Esto a ella no le entraba en la cabeza, por supuesto. A todas horas le decía que sólo las personas más superficiales se formaban una opinión basándose en una prenda de vestir o en la manera de llevar el cabello; no quería que él viese programas basura en la televisión, ni que escuchara música basura, ni que se entretuviera con juegos de ordenador (todos ellos le parecían basura), y eso significaba que si Marcus deseaba pasar el rato del modo en que lo hacían los demás chicos, tendría que discutirlo con ella durante horas. Lo más corriente era que saliera perdiendo en la discusión, lo cual casi le hacía sentirse bien, porque ella era muy buena a la hora de discutir. Sabía muy bien cómo explicarle por qué oír a Joni Mitchell y a Bob Marley (casualmente sus dos cantantes preferidos) era para él mucho mejor que oír a Snoop Doggy Dog, y por qué era más importante leer libros que jugar con la Gameboy que le había regalado su padre. Sin embargo, él no podía contarles todo eso a los chicos del colegio. Si intentara decirle a Lee Hartley —el más grandullón, gamberro y fanfarrón de todos los que había conocido el día anterior— que no le gustaba Snoop Doggy Dog porque tenían una actitud negativa con las mujeres, Lee Hartley le soltaría un sopapo o lo llamaría algo que a él no le apetecía que nadie le llamase. En Cambridge las cosas no eran tan malas, porque allí había multitud de chicos que no estaban hechos para el colegio y multitud de madres que los habían hecho así, pero en Londres todo era muy diferente. Los chicos eran más duros, más curtidos, menos comprensivos, y a él le parecía que si su madre lo había cambiado de colegio sólo porque había encontrado un trabajo mejor, al menos debería tener la decencia de olvidarse de una vez por todas de esa manía de hablar del asunto.

En casa estaba encantado de la vida, escuchando a Joni Mitchell y leyendo libros, pero eso de nada le servía en el colegio. Tenía gracia: casi todo el mundo habría asegurado justo lo contrario, es decir, que leer en casa le serviría de gran ayuda en el colegio, pero no era así: eso tan sólo hacía que fuese diferente, y por ser diferente se sentía incómodo, y por sentirse incómodo se sentía como si se alejara flotando de todo y de todos, chicos, profesores, clases y lecciones.

No todo era culpa de su madre. A veces, Marcus era bastante rarito sólo por ser como era, y no por lo que ella hiciese. Por ejemplo, su manía de cantar. ¿Cuándo iba a enterarse de una vez por todas de lo que le pasaba con eso? Siempre llevaba una melodía en la cabeza, pero a veces, cuando estaba nervioso, la melodía se le escapaba. Por la razón que fuera, no sabía distinguir entre el interior y el exterior, porque en el fondo no parecía que existiese una diferencia. Era como cuando uno iba a nadar a una piscina climatizada en un día caluroso y al salir del agua ni se daba cuenta de que lo había hecho, porque la temperatura era igual tanto dentro como fuera del agua; pues bien, a él le sucedía eso mismo con lo de las canciones. En cualquier caso, el día anterior se le había escapado una melodía en plena clase de lengua, mientras la profesora estaba leyendo en voz alta. Había descubierto que si uno tenía ganas de que todos se rieran de él, ésa era sin duda la mejor de las maneras de conseguirlo; mucho mejor incluso que un mal corte de pelo. Cantar en voz alta mientras todos en la clase estaban callados y aburridos era el no va más a la hora de conseguir que los demás se riesen con ganas.

Esa mañana todo fue bien hasta la clase que seguía al recreo. Permaneció en silencio mientras se pasaba lista, y luego hubo dos horas de matemáticas, que en el fondo le gustaban, en parte porque se le daban bien, aunque él ya había estudiado lo que estaban viendo. A la hora del recreo fue a decirle al señor Brooks, uno de los profesores de matemáticas de otros grupos, que quería apuntarse a su club de informática. Se alegró de haberlo hecho, porque por instinto se habría quedado en el aula a leer, pero se armó de valor e incluso cruzó todo el patio, hasta el otro edificio.

Luego, en lengua, las cosas volvieron a torcerse. Estaban leyendo uno de esos libros que contienen partes de muchos libros. Iban por un fragmento de Alguien voló sobre el nido del cuco. Conocía la historia porque había visto la película con su madre, de modo que entendió con absoluta claridad, hasta el punto de que tuvo ganas de echar a correr y largarse del aula, lo que estaba en un tris de suceder.

Cuando sucedió, fue todavía peor de lo que había imaginado. La señora Maguire hizo que una de las chicas, una de las que mejor leían en voz alta, recitase el fragmento, y entonces trató de entablar un debate.

—Bien, uno de los temas de los que trata este libro es cómo distinguimos a los que están locos de los que no lo están. Y es que en cierto modo todos estamos un poco locos. Y si alguien llega a la conclusión de que estamos ligeramente locos, ¿cómo vamos a demostrarle que estamos cuerdos?

Silencio. Un par de chicos suspiraron, pusieron los ojos en blanco y se miraron el uno al otro. Marcus había observado que al llegar tarde a una clase siempre era posible saber cómo se llevaba el profesor con los alumnos. La señora Maguire era joven, estaba nerviosa, le costaba manejarlos. Aquello podía desmadrarse.

—Muy bien, vamos a verlo de otro modo. ¿Cómo se puede saber si una persona está loca?

Allá va, pensó. Allá va. Se acabó.

—Si se pone a cantar en clase sin ningún motivo, señorita.

Risas. Lo malo fue que todo resultó mucho peor de lo esperado. Todos se volvieron hacia él; él miró a la señora Maguire, pero ella esbozaba una sonrisa forzada y no quiso mirarlo a los ojos.

—Bien, ésa es una forma de saberlo, desde luego. Cualquiera diría que alguien que se pone a cantar en clase sin que venga a cuento está un poco majareta, pero si dejamos a Marcus al margen, aunque sea por un momento…

Más risas. Él se dio cuenta de lo que estaba haciendo la señora Maguire, y también supo por qué lo hacía. Y la odió por ello.