Lewis Skiba estaba sentado en la mecedora del torcido porche de su casa de madera, contemplando el lago. Las colinas estaban envueltas en un manto de esplendor otoñal, y el agua era un espejo oscuro en el que se reflejaba la curva del cielo vespertino. Era exactamente tal como lo recordaba. El muelle se extendía torcido hacia el agua, con la canoa atada en un extremo. El tibio olor a pino flotaba en el aire. En la otra orilla chilló un somorgujo, un sonido melancólico que murió entre las colinas y fue respondido por otro somorgujo a gran distancia, con una voz tan débil como la luz de las estrellas.
Bebió un sorbo de agua fresca de manantial y se recostó despacio; la mecedora y el porche gimieron bajo su peso. Lo había perdido todo. Había presidido el hundimiento de la novena compañía farmacéutica mayor del mundo. Había visto caer las acciones a cincuenta centavos antes de suspender definitivamente las operaciones. Se había visto obligado a presentar una declaración de quiebra y veinte mil empleados habían visto esfumarse sus pensiones y los ahorros de toda su vida. La junta directiva lo había despedido, los accionistas y los congresistas lo habían vilipendiado, había sido objeto de las burlas de los programas nocturnos de televisión. Estaba bajo investigación criminal, acusado de fraude, manipulación del precio de las acciones, abuso de información privilegiada y ventas privadas de patrimonio. Había perdido su casa y a su mujer, y los abogados casi habían acabado de engullir su fortuna. Ya nadie lo quería salvo sus hijos.
Sin embargo, era un hombre feliz. Nadie podía comprender esa felicidad. Creían que había perdido la razón o que sufría una especie de crisis nerviosa. No sabían lo que era que te sacaran de las mismas llamas del infierno.
¿Qué era lo que le había contenido hacía tres meses en esa oscura oficina? ¿O los tres meses que habían seguido? Esos tres meses sin saber nada de Hauser habían sido los más siniestros de toda su vida. Cuando creía que la pesadilla nunca se acabaría, de pronto leyó una noticia. El New York Times había publicado un breve artículo, escondido en la sección B, en el que se anunciaba la creación de la Fundación Alfonso Boswas, una organización no lucrativa consagrada a la traducción y publicación de cierto códice maya del siglo IX procedente de las colecciones del difunto Maxwell Broadbent. Según la presidenta de la fundación, la doctora Sally Colorado, el códice era un libro de medicina maya que tendría una enorme utilidad en la investigación de nuevos fármacos. La fundación había sido creada y financiada por los cuatro hijos del difunto Maxwell Broadbent. El artículo señalaba que éste había muerto inesperadamente en el curso de unas vacaciones familiares por Centroamérica.
Eso era todo. No mencionaban a Hauser, ni la Ciudad Blanca, ni la tumba perdida, ni el padre loco que se había enterrado con su dinero…, nada.
Skiba se había sentido como si le hubieran quitado de encima un enorme peso. Los Broadbent estaban vivos. No los habían asesinado. Hauser no había conseguido el códice, y, aún más importante, no había logrado matarlos. Skiba nunca sabría lo que había ocurrido, y era demasiado peligroso indagar. Lo único que sabía era que no era culpable de asesinato. Sí, era culpable de delitos terribles que tendría que expiar, pero entre ellos no estaba el haber quitado irrevocablemente la vida a un ser humano (ni siquiera a sí mismo).
Había algo más. Al verse despojado de todo —dinero, bienes, reputación— podía volver a ver por fin. Se le había caído la venda de los ojos. Veía con tanta claridad como si volviera a ser niño: todas las malas acciones que había hecho, los delitos que había cometido, el egoísmo y la avaricia. Podía seguir con total nitidez el descenso en espiral de la ética en su triunfante carrera profesional. Era muy fácil enredarse y confundir prestigio con honestidad, poder con responsabilidad, adulación con lealtad, provecho con mérito. Tenía que poseerse una clarividencia excepcional para conservar la integridad en semejante sistema.
Sonrió mientras contemplaba la superficie reflectante del lago, observando cómo desaparecía a la luz crepuscular todo, todo por lo que había trabajado, todo lo que había sido importante hasta entonces para él. Al final le arrebatarían hasta la cabaña de madera y nunca volvería a ver ese lago.
No importaba. Había muerto y resucitado. Ahora podría empezar una nueva vida.