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Hauser se quedó en el centro del puente, habiendo aceptado el hecho de que una tiradora de primera —sin duda la mujer rubia que había venido con Tom Broadbent— lo tenía en su punto de mira. Un viejo rifle de caza inútil, había dicho el soldado. Estupendo. Había colocado una bala a sus pies desde una distancia de trescientos cincuenta metros. Pensar que estaba en esos momentos en su punto de mira era una sensación desagradable y al mismo tiempo curiosamente emocionante.

Miró el bote atado al cable. Entre él y el bote había menos de treinta pasos. La tiradora se encontraba a más de trescientos metros de distancia. El puente se balanceaba con las corrientes ascendentes de aire. No sería fácil alcanzar un blanco que se movía en tres dimensiones. Era, de hecho, un tiro casi imposible. En diez segundos él podría alcanzar el bote, arrancarlo del cable y arrojarlo al precipicio. Si a continuación se volvía y echaba a correr de nuevo hacia el otro extremo del puente, sería un blanco en movimiento que enseguida dejaría de estar a tiro. ¿Que probabilidades tenía ella de alcanzarlo? Él correría deprisa por un puente que se balanceaba: de nuevo se movería en tres dimensiones con respecto a la línea de fuego. Ella no podría apuntarlo. Además, era mujer. Era evidente que sabía disparar, pero ninguna mujer tenía tanta puntería.

Sí, era posible hacerlo rápidamente, antes de que los Broadbent escaparan, y ella nunca lo alcanzaría a él ni al bote. Nunca.

Se agachó y echó a correr hacia el bote de gasolina.

Casi al instante oyó frente a él el silbido de una bala seguido del estallido. Siguió corriendo y alcanzó el bote en el preciso momento en que llegaba a sus oídos un segundo disparo. La mujer había vuelto a fallar. Era demasiado fácil. Había puesto una mano en el bote cuando oyó un golpe seco y vio ante sí un fogonazo seguido de un calor abrasador. Retrocedió tambaleándose, agitando el brazo, y se sorprendió al ver cómo unas llamas azules le recorrían todo el cuerpo, los brazos, el pecho, las piernas. Cayó y rodó por el puente, retorciéndose, golpeándose el brazo, pero era un Midas en llamas y todo lo que tocaba parecía convertirse en fuego. Dio patadas, gritó, rodó, y de pronto era un ángel que se elevaba en el aire. Cerró los ojos y permitió que sobreviniera la larga, refrescante y deliciosa caída.