Subieron corriendo la escalera excavada en la roca, el ruido de los disparos todavía resonando en las lejanas montañas. Llegaron al sendero de lo alto del precipicio y corrieron hasta las verdes alfombras de lianas y trepadoras que cubrían las murallas en ruinas de la Ciudad Blanca. Al llegar a estas, Tom vio a su padre tambalearse. Le corría sangre por una de las piernas.
—¡Esperad! ¡Han herido a padre!
—No es nada. —El anciano volvió a tambalearse y gruñó.
Se detuvieron brevemente al pie de la muralla.
—¡Déjenme en paz! —bramó el anciano.
Ignorándolo, Tom examinó la herida, limpió la sangre y localizó por dónde había entrado y salido la bala. Le había atravesado en ángulo la parte inferior derecha del abdomen, traspasado los músculos rectos del abdomen y salido por detrás, esquivando el riñón. Era imposible saber si había alcanzado la cavidad peritonea. Apartó de la mente esa posibilidad y palpó la zona; su padre gimió. Era una herida grave y perdía mucha sangre, pero al menos ninguna arteria o vena importante había sido afectada.
—¡Deprisa! —gritó Borabay.
Tom se quitó la camisa y con un fuerte tirón rasgó un par de trozos de tela. Vendó como pudo el estómago de su padre, tratando de detener la hemorragia.
—Pásame el brazo alrededor del hombro —dijo.
—Yo te sujetaré por el otro lado —se ofreció Vernon.
Tom sintió cómo lo rodeaba el brazo, huesudo y duro como un cable de acero. Se inclinó hacia delante para soportar parte del peso. Sintió cómo la tibia sangre de su padre le caía por la pierna.
—Vamos.
—Ay —dijo Broadbent, tambaleándose un poco cuando echaron a andar.
Corrieron a lo largo de la muralla, buscando alguna entrada. Borabay se arrojó a través de una puerta cubierta de lianas y cruzaron corriendo un patio, otra puerta y una galería en ruinas. Sostenido por Tom y Vernon, Maxwell Broadbent era capaz de moverse bastante deprisa, jadeando y gruñendo de dolor.
Borabay se adentró en la parte más espesa y profunda de la ciudad en ruinas. Cruzaron corriendo galerías oscuras y cámaras subterráneas medio derruidas con enormes raíces que habían resquebrajado sus techos artesonados de piedra. Mientras corrían, Tom pensó en el códice y todo lo que dejaban atrás.
Se turnaron para sostener a Broadbent mientras avanzaban, recorriendo una serie de túneles en penumbra. Borabay los conducía dando bruscos giros y volviendo sobre sus pasos en un intento de despistar a su perseguidor. Salieron a un bosquecillo de árboles gigantes rodeados por ambos lados de enormes muros de piedra. Solo se filtraba una tenue luz verde. Había estelas de piedra, adornadas con jeroglíficos mayas, desperdigadas por el bosquecillo como centinelas.
Tom oyó a su padre respirar entrecortadamente y soltar una maldición ahogada.
—Siento que te duela.
—No te preocupes por mí.
Avanzaron otros veinte minutos y llegaron a un lugar donde la selva era exuberante y espesa. Las trepadoras y las lianas cubrían los árboles, dándoles el aspecto de enormes fantasmas verdes. De la copa de cada árbol asfixiado salían disparados tentáculos de lianas en busca de un nuevo asidero. Por todas partes colgaban flores pesadas. Se oía el continuo gotear del agua.
Borabay hizo una pausa para mirar alrededor.
—Por aquí —dijo señalando la parte más densa.
—¿Cómo? —dijo Philip, mirando el muro de vegetación impenetrable.
Borabay se arrodilló y gateó hasta un pequeño claro. Los demás lo siguieron, Max gimiendo de dolor. Tom vio que, bajo la maraña de lianas, había escondida una red de senderos hechos por animales, túneles que se adentraban en todas direcciones en la vegetación. Se adentraron en el más denso de todos. Estaba oscuro y apestaba. Gatearon durante los que le pareció una eternidad, pero probablemente no fueron más de veinte minutos, a través de un fantástico laberinto de senderos que se bifurcaban y volvían a bifurcarse, hasta que llegaron a una zona abierta, una cueva en la vegetación bajo un árbol asfixiado por lianas cuyas ramas inferiores formaban una especie de tienda, impenetrable por todos los lados.
—Nos quedamos aquí —dijo Borabay—. Esperamos hasta la noche.
Broadbent se sentó con un gemido contra el tronco del árbol. Tom se arrodilló junto a él, le arrancó los ensangrentados vendajes y examinó la herida. Tenía mal aspecto. Borabay se arrodilló a su lado y la examinó detenidamente. Luego cogió unas hojas que había arrancado en alguna parte durante su huida, las estrujó y frotó entre las palmas, e hizo dos cataplasmas.
—¿Para qué es eso? —susurró Tom.
—Detiene sangre, calma dolor.
Extendieron las cataplasmas por donde había entrado y salido la bala. Vernon ofreció su camisa, y Tom la rasgó y utilizó las tiras para sujetar las cataplasmas.
—Ay —dijo Broadbent.
—Lo siento, padre.
—Dejad de decir que lo sentís. Quiero quejarme sin tener que escuchar disculpas.
—Padre, nos has salvado la vida allá —dijo Philip.
—Vidas que yo mismo he puesto en peligro.
—Estaríamos muertos si no hubieras saltado sobre Hauser.
—Los pecados de mi juventud vuelven para atormentarme. —Broadbent hizo una mueca.
Borabay se acuclilló y los miró a todos.
—Yo marcho ahora. Vuelvo en media hora. Si no vuelvo, cuando llegue noche esperáis lluvia y cruzáis puente sin mí. ¿De acuerdo?
—¿Adónde vas? —preguntó Vernon.
—A coger a Hauser.
Se puso en pie de un salto y desapareció.
Tom titubeó. Si tenía que regresar a buscar el códice, era entonces o nunca.
—Hay algo que yo también tengo que hacer.
—¿Cómo? —Philip y Vernon lo miraron con incredulidad.
Tom sacudió la cabeza. No tenía palabras ni tiempo para defender su decisión. Tal vez era hasta indefendible.
—No me esperéis. Me reuniré con vosotros esta noche en el puente, cuando empiece la tormenta.
—¿Te has vuelto loco, Tom? —bramó Max.
Tom no respondió. Se volvió y se adentró en la selva.
Al cabo de veinte minutos había vuelto a recorrer a gatas el laberinto de lianas. Se levantó para orientarse. La necrópolis de las tumbas quedaba al este. Eso era todo lo que sabía. Tan cerca del ecuador el sol de media mañana debía de estar aún al este y eso le orientó vagamente. No quería pensar en la decisión que acababa de tomar: si hacía bien o mal en dejar a su padre y sus hermanos, si era una locura, si era demasiado peligroso. Todo eso ya no venía al caso. Era su deber conseguir el códice.
Se encaminó al este.