Hauser rodó por el suelo, aferrando aún el arma. Se volvió y trató de incorporarse de nuevo para disparar, pero el harapiento espectro de Maxwell Broadbent ya había caído sobre él, bramando y golpeándole la cara con la antorcha encendida; le llovieron chispas y olió a pelo chamuscado mientras trataba de protegerse con una mano de los golpes, asiendo el arma con la otra. Era imposible disparar mientras el asaltante trataba de sacarle los ojos con la antorcha encendida. Logró zafarse y disparó a ciegas, tendido de espaldas, moviendo frenético la boca del rifle de un lado para otro esperando alcanzar algo, lo que fuera. Pero el espectro parecía haberse desvanecido.
Dejó de disparar y se incorporó con cautela. Sentía la cara y el ojo derecho ardiendo. Sacó la cantimplora de su mochila y se arrojó agua a la cara.
¡Dios, cómo le dolía!
Se secó la cara con cuidado. Las chispas y la ceniza caliente de la antorcha se le habían metido en la nariz, por debajo de un párpado, en el pelo y la mejilla. La monstruosa criatura que había salido de la tumba… ¿podía haber sido realmente un fantasma? Abrió dolorosamente el ojo derecho. Mientras se lo palpaba con cuidado con la yema del dedo, se dio cuenta de que todo el daño estaba en la ceja y el párpado. La córnea seguía intacta y no había perdido la visión. Mojó el pañuelo, lo escurrió y se lo pasó por la cara.
¿Qué demonios había ocurrido? Hauser, que siempre esperaba lo inesperado, nunca se había quedado más sorprendido en toda su vida. Conocía esa cara, aun después de cuarenta años; conocía cada detalle de ella, cada expresión, cada tic. No había duda: era Broadbent en persona quien había salido de esa tumba gritando como un mensajero de la muerte… Broadbent, que se suponía que estaba muerto y enterrado. Blanco como el papel, con el pelo enmarañado y barba, esquelético, enloquecido.
Musitó una maldición. ¿En qué había estado pensando? Broadbent estaba vivo y en ese preciso momento escapaba. Hauser sacudió la cabeza con repentina furia, tratando de despejarse. ¿Qué demonios le pasaba? Había permitido que lo cegaran de un lado y ahora, sentado allí, les había dado al menos tres minutos de ventaja.
Volvió a colgarse la Steyr del hombro, dio un paso adelante y se detuvo.
En el suelo había una mancha de sangre: una atractiva mancha del tamaño de una moneda de medio dólar. Y un poco más adelante había otra. Volvió a serenarse. Por si no tenía suficientes pruebas, el supuesto fantasma de Broadbent sangraba de verdad. Había logrado alcanzarle, después de todo, y tal vez a alguno más, y el mero roce de una bala de la Steyr AUG no era cosa de broma. Tardó un momento en analizar la forma, la cantidad y la trayectoria de la mancha.
La herida no era insignificante. Seguía en situación ventajosa.
Levantó la vista hacia la escalera de piedra y echó a correr, subiendo los peldaños de dos en dos. Les seguiría la pista, daría con ellos y los mataría.