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Hauser habló en voz baja y tranquilizadora, con el arma apuntada y lista para disparar al menor movimiento. Los tres hermanos y el indio, sentados en el otro extremo de la puerta abierta de la tumba, volvieron la cabeza hacia él con profundo terror en los ojos.

—No os molestéis en levantaros. No os mováis si no es para parpadear. —Hizo una pausa—. Me alegro de verte recuperado, Philip. Poco te pareces al tipejo amanerado que entró en mi despacho hace dos meses con esa ridícula pipa de brezo.

Dio un pequeño paso hacia delante preparado, listo para liquidarlos al menor movimiento.

—Qué amables habéis sido trayéndome hasta la tumba. ¡Y me la habéis abierto! Qué considerados. Ahora escuchadme con atención. Si seguís mis instrucciones nadie saldrá mal parado.

Se detuvo para escudriñar las cuatro caras que tenía ante sí. Ninguno se estaba dejando llevar por el pánico y ninguno tenía previsto hacerse el héroe.

—Que alguien diga al indio que baje el arco. Despacio y con cuidado, sin movimientos bruscos, por favor.

Borabay se quitó la aljaba y el arco, y los dejó caer a sus pies.

—De modo que el indio entiende inglés. Estupendo. Y ahora os pediré que desenfundéis y tiréis los machetes, de uno en uno. Tú primero, Philip. Quédate sentado.

Philip cogió el cuchillo y lo dejó caer.

—¿Vernon?

Vernon lo imitó y a continuación Tom.

—Ahora, Philip, quiero que te acerques a donde habéis dejado las bolsas amontonadas, las cojas y me las traigas. Despacito. —Hizo un ademán con el morro del arma.

Philip cogió las mochilas y las dejó a los pies de Hauser.

—Estupendo. Ahora vaciaos los bolsillos. Volvedlos del revés y dejadlos así. Dejad caer todo al suelo delante de vosotros.

Obedecieron. Hauser se sorprendió al ver que no habían estado cogiendo, como suponía, el tesoro de la tumba.

—Y ahora poneos de pie. Todos a la vez, muy despacio. ¡Bien! Ahora retroceded, moviendo las piernas de las rodillas para abajo y dando pasos pequeños, con los brazos muy quietos. Manteneos en grupo, eso es. Poco a poco.

Mientras se movían de esa forma tan ridícula, Hauser se adelantó. Se habían agrupado instintivamente, como solía hacer la gente cuando estaba en peligro, sobre todo los miembros de una familia conducidos a punta de pistola. Lo había visto antes y lo simplificaba todo mucho.

—Todo va bien —dijo en voz baja—. No quiero hacer daño a nadie…, solo quiero el tesoro de la tumba de Max. Soy un profesional y, como a la mayoría de profesionales, no me gusta matar.

Bien. Acarició con el dedo la lisa curva del gatillo, lo encajó en su sitio y empezó a echarlo hacia atrás hasta colocarlo en posición automática. Estaban a su merced. No podían hacer nada. Eran hombres muertos.

—Nadie va a resultar herido. —Y luego no pudo evitar añadir—: Nadie va a sentir nada. —Esta vez apretó de verdad, sintió cómo el gatillo cedía de esa forma imperceptible que tan bien conocía, esa milésima de segundo que seguía a la sensación de resistencia, y en su campo visual periférico vio simultáneamente una explosión de chispas y llamas. Cayó disparando al azar y las balas rebotaron en las paredes de piedra, y antes de aterrizar en el suelo de piedra vislumbró la aterradora criatura que lo había golpeado.

La criatura había salido disparada de la tumba, medio desnuda, con la cara blanca como un vampiro, los ojos hundidos, apestando a putrefacción, sus miembros huesudos grises y huecos como los de un muerto, sosteniendo en alto la antorcha encendida con la que lo había golpeado, y seguía acercándose a él gritando con una boca llena de dientes marrones.

¡Que lo colgaran si no era el fantasma del mismísimo Maxwell Broadbent!