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Marcus Aurelius Hauser esperaba a la agradable luz del amanecer, acariciando con un dedo el gatillo de su Steyr AUG. Esa arma era tal vez lo que mejor conocía aparte de su cuerpo, y nunca se sentía del todo a gusto sin ella. El cañón metálico, caliente del contacto continuo, casi parecía tener vida, y la culata de plástico, pulida por sus propias manos a lo largo de los años, era lisa como el muslo de una mujer.

Hauser se había instalado en un cómodo hueco del sendero que descendía por el precipicio. Si bien no veía a los Broadbent desde ese lugar estratégico, sabía que estaban abajo y que tenían que regresar por el mismo camino. Habían hecho exactamente lo que esperaba. Lo habían conducido a la tumba de Max. Y no solo a una tumba sino a toda una necrópolis. Increíble. Habría acabado encontrando ese sendero, pero podría haberle llevado mucho tiempo.

Los Broadbent habían cumplido su función. No había prisa: el sol no estaba lo bastante alto y quería darles tiempo para que se sintieran cómodos, se relajaran y creyeran que estaban a salvo. Y él, Hauser, quería planear detenidamente esa operación. Una de las grandes lecciones que había aprendido en Vietnam era que había que tener paciencia. Así habían ganado los vietcong la guerra: teniendo más paciencia.

Miró alrededor entusiasmado. La necrópolis era magnífica, un millar de tumbas repletas de objetos funerarios, un árbol cargado de fruta madura, lista para cogerla. Por no hablar de todas las valiosas antigüedades, estelas, estatuas, relieves y demás tesoros de la Ciudad Blanca propiamente dicha. Además estaban los quinientos millones de dólares en arte y antigüedades de la tumba de Broadbent. Se llevaría consigo el códice junto con algunos de los objetos menos pesados, y con lo que sacara financiaría su regreso. Sí, regresaría. Había millones de dólares por hacer en la Ciudad Blanca. Miles de millones.

Buscó a tientas en su mochila, acarició un puro y lo dejó allí con pesar. No le convenía que olieran el humo.

Uno tenía que hacer ciertos sacrificios.