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Borabay iba delante y los tres hermanos lo seguían, caminando en fila india a través de la selva. El sendero estaba iluminado por esa extraña fosforescencia que Tom había visto antes; cada tocón y cada leño podrido se perfilaban a la débil azul verde, brillando como fantasmas en un bosque. Ya no era hermoso, solo amenazador.

Al cabo de veinte minutos se encontraron con un muro de piedra en ruinas. Borabay se detuvo y se agachó, y de pronto se encendió una llamarada y se levantó sosteniendo en alto un puñado de juncos ardiendo. El muro quedó iluminado: estaba hecho de bloques gigantes de piedra caliza casi ocultos por una gruesa cortina de lianas. Tom vislumbró un bajorrelieve: caras de perfil, una hilera de cráneos con las cuencas vacías, jaguares fantásticos, pájaros con unas garras formidables y ojos enormes.

—Los muros de la ciudad.

Caminaron unos minutos a lo largo del muro y llegaron a una pequeña puerta de la que colgaban lianas como una cortina de cuentas. Apartando las lianas, la cruzaron.

A la débil luz, Borabay alargó una mano, cogió a Philip del brazo y lo atrajo hacia sí.

—Pequeño hermano, tú valiente.

—No, Borabay, soy un gran cobarde y un estorbo.

Borabay le dio una palmada cariñosa en el brazo.

—No es cierto. Yo morido de miedo allí.

—Muerto de miedo.

—Grasias. —Borabay ahuecó la mano alrededor de la antorcha y sopló para avivar la llama. Le iluminó la cara, volviendo dorados sus ojos verdes, y haciendo resaltar su barbilla y sus bien moldeados labios Broadbent—. Nosotros vamos a tumbas ahora. Encontramos a padre.

Entraron en un patio en ruinas. En un extremo había una escalera. Borabay cruzó corriendo el patio y subió las escaleras, y los demás lo siguieron. Torció a la derecha, caminó por lo alto del muro, ahuecando las manos alrededor de la antorcha para tapar la luz, y bajó por la escalera del otro extremo. En las ramas de los árboles sobre sus cabezas se oyó un grito repentino, y hubo una conmoción que hizo crujir y sacudió las copas. Tom se sobresaltó.

—Monos —susurró Borabay, pero se detuvo con expresión preocupada.

Luego sacudió la cabeza y siguió andando, abriéndose paso a través de un laberinto de columnas decapitadas hasta un patio interior. El patio estaba lleno de bloques de piedra caídos, algunos de tres metros de longitud, que en otro tiempo habían formado una cabeza gigante. Tom vio una nariz aquí, un ojo abierto allí, una oreja más allá, asomando por entre la confusión de vegetación y raíces de árboles que parecían serpientes. Treparon los bloques y cruzaron un umbral enmarcado por jaguares de piedra que conducía a un pasadizo subterráneo. La antorcha parpadeó. La llama iluminó un túnel de piedra con las paredes cubiertas de cal y el techo lleno de estalactitas. Los insectos zumbaron dando vueltas entre las paredes húmedas, buscando dónde cobijarse de la luz. Una gruesa víbora se enroscó rápidamente y alzó la cabeza en posición de ataque. Siseó balanceándose ligeramente, y la llama naranja se reflejó en sus ojos rasgados. Esquivaron la serpiente y siguieron andando. A través de unos boquetes abiertos en el techo de piedra Tom vio unas cuantas estrellas entre las copas de los árboles que se balanceaban, azotadas por el viento. Pasaron junto a un viejo altar de piedra cubierto de huesos, salieron al otro lado del túnel y cruzaron una plataforma en la que había varias estatuas rotas desperdigadas, cuyas cabezas, brazos y piernas sobresalían de la maraña como una multitud de monstruos que se ahogan en un mar de lianas.

Llegaron de pronto al borde de un gran precipicio: el otro extremo de la meseta. Más allá se extendía un mar de cumbres negras e irregulares, iluminado débilmente por detrás por la luz de las estrellas. Borabay se detuvo para encender otra tea. Arrojó al precipicio la vieja, que parpadeó hasta desaparecer en la negrura. Los condujo a lo largo de un sendero que bordeaba el precipicio, y a continuación a través de un espacio hábilmente escondido en la roca que parecía terminar en el precipicio escarpado. Pero al cruzar el espacio encontraron otro sendero, tallado en el precipicio, que se convertía en una empinada escalera excavada en la misma roca de la montaña. Descendía en zigzag y terminaba en una terraza, una especie de balcón pavimentado con piedras bien encajadas y que se adentraba de tal modo en la pared de roca que no se veía desde arriba. Por un lado se alzaba la irregular pared de roca de la meseta de la Ciudad Blanca. Por el otro había una caída a pico de treinta mil metros hacia la negrura. En la parte superior de la pared de roca se abrían cientos de puertas negras, con senderos escarpados y escaleras que los comunicaban entre sí.

—Lugar de tumbas —dijo Borabay.

El viento sopló alrededor de ellos, trayéndoles el olor dulzón de las flores que se abrían de noche. Allí no llegaban los sonidos de la selva: solo el viento que se elevaba y descendía. Era un lugar inquietante, espeluznante.

«Dios mío —se dijo Tom—, pensar que padre está en alguna parte de este precipicio».

Borabay les hizo franquear una puerta oscura y subieron por una escalera de caracol excavada en la roca. La pared rocosa estaba llena de tumbas, y la escalera pasaba junto a nichos abiertos en cuyo interior se veían huesos, un cráneo con un poco de pelo, huesos de manos con anillos destellantes, cuerpos momificados plagados de insectos, ratones y pequeñas serpientes que, importunados por la luz, se escabullían en la oscuridad. En varios de los nichos que dejaron atrás había cadáveres recientes de los que emanaba un olor a descomposición; allí se oían aún más fuerte los sonidos de animales e insectos. Pasaron junto a un cadáver sobre el que había grandes ratas comiendo.

—¿Cuántas de estas tumbas robó padre? —preguntó Philip.

—Solo una —respondió Borabay—. Pero la más con cosas.

Algunas de las puertas de las tumbas estaban destrozadas, como si las hubieran tirado abajo unos ladrones de tumbas o las hubieran sacudido antiguos terremotos. En cierto momento Borabay se detuvo y recogió algo del suelo. Se lo dio a Tom sin decir nada. Era una tuerca de mariposa brillante.

La escalera se curvaba y terminaba en una plataforma en mitad de la pared de roca, de unos tres metros de ancho. En ella había una enorme puerta de piedra, la más grande que habían visto, desde la que se dominaba el oscuro mar de montañas y el cielo estrellado. Borabay sostuvo en alto la tea junto a la puerta y la examinaron. Ninguna de las demás puertas había estado ornamentada; en esta, sin embargo, había un pequeño relieve, un jeroglífico maya. Borabay se detuvo y retrocedió un paso diciendo algo en su idioma, como una oración. Luego se volvió y susurró:

—Tumba de padre.