Sally había gateado hasta detenerse a doscientos metros de los soldados que vigilaban el puente. Estaba tumbada detrás del tronco de un árbol caído, con el Springfield apoyado en la madera lisa. Todo estaba silencioso. No se había despedido de Tom; solo se habían besado antes de separarse. Trató de no pensar en lo que iba a ocurrir. Era un plan descabellado y dudaba que lograran cruzar el puente. Aunque lo hicieran y consiguieran rescatar a su padre, nunca regresarían.
Eso era exactamente lo que no quería pensar. Se concentró en el rifle. El Springfield 1903 era de antes de la Primera Guerra Mundial, pero estaba en buen estado y su sistema óptico era excelente. Chori lo había cuidado bien. Ya había calculado que desde su escondite hasta donde los soldados se apiñaban en el fuerte de piedra en ruinas había unos doscientos diez metros, y había ajustado el visor en consecuencia. La munición que Chori le había dado era la clásica militar, calibre 30-06 con una bala de 150 gramos, de modo que no le hacía falta calcular nada más, aunque hubiera tenido a mano las tablas, que no las tenía. También había hecho ajustes de corrección de acuerdo con un cálculo aproximado del efecto del viento. El hecho era que doscientos diez metros no suponían un gran desafío para ella, y menos con un blanco inmóvil tan grande como un hombre.
Desde que había llegado al tronco había pensado en lo que significaría matar a otra persona, y si sería capaz o no de hacerlo. Ahora que solo faltaban unos minutos para entrar en acción, sabía que era capaz. Para salvar la vida de Tom lo haría. Mamón Peludo estaba sentado en una pequeña jaula hecha de lianas entrelazadas. Se alegraba de que estuviera allí para hacerle compañía, aunque había estado nervioso y malhumorado por la ausencia de Tom y por su encierro. Sacó un puñado de frutos secos y le dio unos cuantos, y se comió el resto ella.
Estaba a punto de empezar.
Según lo previsto, oyó un grito lejano procedente del bosque al otro lado de los soldados, seguido de un coro de gritos, alaridos y aullidos que sonaron como cien hombres en lugar de diez. Del bosque oscuro salió una lluvia de flechas, apuntadas a lo alto para que cayeran sobre los soldados en un ángulo agudo.
Acercó el ojo rápidamente al visor para seguir mejor la acción. Los soldados se movían aterrados, cargando los lanzagranadas y ocupando sus posiciones detrás del muro de piedra. Abrieron fuego a su vez, disparando ráfagas desorganizadas y nerviosas apuntadas de cualquier modo hacia el muro de bosque a doscientos metros de distancia. Una granada salió inútilmente hacia el bosque, se quedó corta y estalló con un fogonazo y gran estruendo. Siguieron más granadas que estallaron en las copas de los árboles, arrancando las ramas. Era una demostración insólitamente incompetente de destreza militar.
A su izquierda Sally vio un ligero movimiento. Los cuatro Broadbent corrían agachados por campo abierto hacia la entrada del puente. Les quedaba por sortear doscientos metros de maleza y troncos caídos, pero avanzaban a buen ritmo. Los soldados parecían completamente absortos en el simulado ataque de su flanco. Sally siguió observando a través del visor, preparada para cubrirlos con su rifle.
Uno de los soldados se levantó y se volvió para ir a buscar más granadas. Sally le apuntó el pecho, con el dedo en el gatillo. Él sorteó la lluvia de flechas, cogió dos granadas más de la lata y regresó sin levantar en ningún momento la mirada.
Sally relajó el dedo. Los Broadbent acababan de llegar al puente. Éste se extendía sobre una distancia de ciento ochenta metros; y desde el punto de vista técnico estaba bien diseñado, con cuatro cables de fibra retorcida, dos arriba y dos abajo, para soportar el peso. Entre la serie de cables superiores e inferiores había cuerdas verticales que servían de apoyo a la superficie del puente propiamente dicha, hecha de cañas de bambú atadas a medio camino entre las dos series de cables. Uno detrás de otro, los Broadbent se balancearon por debajo de ella, caminando de lado por uno de los cables inferiores y utilizando como asideros las cuerdas verticales. El momento no podía ser mejor: se levantaba la niebla y al cabo de cincuenta metros los cuatro hermanos desaparecieron. El ataque se prolongó otros diez minutos, con más gritos y lluvias de flechas, antes de cesar. Era un milagro. Habían cruzado. El plan descabellado había funcionado.
Lo único que tenían que hacer ahora era regresar.