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Marcus Aurelius Hauser buscó a tientas en su mochila, seleccionó otro Churchill y le dio vueltas entre el pulgar y el índice antes de sacarlo. Realizó el ritual de cortarlo, humedecerlo y encenderlo y lo sostuvo en alto en la oscuridad para admirar la gruesa punta incandescente mientras permitía que el aroma de las buenas hojas cubanas lo envolviera en un manto de elegancia y satisfacción. Los puros, musitó, siempre parecían saber mejor y más intensamente en la selva.

Estaba bien escondido en su puesto estratégico por encima del puente colgante en medio de un grupo de helechos, desde donde tenía una buena vista del puente y de los soldados en el pequeño fuerte de piedra del otro lado. Apartó varias plantas y se llevó los prismáticos a los ojos. Tenía un fuerte presentimiento de que los tres hermanos Broadbent iban a aparecer esa noche por el puente. No esperarían; no podían permitírselo. Tenían que encontrar la tumba antes que él si querían tener alguna posibilidad de quedarse con alguna de las obras maestras.

Dio una chupada al puro satisfecho, pensando de nuevo en Maxwell Broadbent. Había llevado hasta allí quinientos millones de dólares en obras de arte y antigüedades, por capricho. Por escandaloso que fuera, era típico de él. Max era el hombre de los grandes gestos, del espectáculo, del show. Había vivido a lo grande y muerto a lo grande.

Hauser recordó de nuevo esa determinante excursión de cincuenta días por la selva, esos días angustiosos que nunca olvidaría mientras viviera. Habían oído decir que en alguna parte de los Cerros Escondidos, en las tierras bajas guatemaltecas, había un templo maya. Durante cincuenta días y cincuenta noches se abrieron paso a hachazos a través de senderos cubiertos de vegetación, llenos de picaduras, mordeduras y arañazos, muertos de hambre y enfermos. Cuando encontraron ese pueblo, Lacadon, sus habitantes guardaron silencio. El templo estaba en alguna parte, era cierto. No había ninguna duda. Pero los habitantes callaron. Hauser se disponía a hacer hablar a una chica cuando Max lo detuvo. Le apuntó a la cabeza con un rifle, el cabrón, y lo desarmó. Esa fue la causa de su ruptura, la gota que colmó el vaso. Max había mangoneado a Hauser como si fuera un perro. Hauser no había tenido otra alternativa que renunciar a su búsqueda de ciudades perdidas y volver a casa… mientras Max continuaba hasta encontrar la Ciudad Blanca. Saqueó una opulenta tumba allá arriba, y en esa tumba, cuarenta años después, se había enterrado él.

Había vuelto al punto de partida, ¿no?

Hauser disfrutó de otra larga chupada al puro. En los años que había estado en la guerra había aprendido algo importante sobre la gente: cuando las cosas se ponían difíciles, nunca sabías quién iba a lograrlo y quién no. Los tipos corpulentos de las tropas de asalto, con su pelo cortado al rape, sus pectorales hinchados a lo Arnold Schwarzenegger y sus fanfarronadas, a veces se desmoronaban como un trozo de carne demasiado hecho, mientras que el cretino de la compañía, el intelectual o el genio en electrónica, resultaba ser un auténtico superviviente. De modo que nunca se sabía. Lo mismo ocurría con los tres Broadbent. Tenía que concedérselo. Lo habían hecho bien. Llevarían a cabo esa última misión y entonces su viaje terminaría.

Hizo una pausa y escuchó. Hubo un débil ululato, gritos, aullidos. Se llevó los prismáticos a los ojos. Muy a la izquierda del fuerte de piedra vio una lluvia de flechas procedente de la selva. Una de ellas alcanzó un foco, causando una explosión a lo lejos.

Los indios atacaban. Hauser sonrió. Era una maniobra de diversión, por supuesto, concebida para captar la atención de los soldados del puente. Vio a sus hombres acurrucados detrás de los muros de piedra, con las armas preparadas, cargando sus lanzagranadas. Confió en que tuvieran éxito. Al menos tenían una misión con la que enmascarar lo único para lo que eran buenos: el fracaso.

Salieron más flechas del bosque, seguidas de otra serie de gritos desgarradores. Los soldados respondieron con una nerviosa ráfaga de disparos, y otra. Cayó en el bosque una granada inútil, y hubo un destello y una explosión.

Por una vez los soldados estaban haciéndolo bien.

Ahora que los hermanos Broadbent habían dado el primer paso, Hauser sabía exactamente cómo iba a desarrollarse todo. Estaba tan predeterminado como una serie de jugadas obligadas de ajedrez.

Y allí estaban, tal como había previsto. Volvió a llevarse los prismáticos a los ojos. Los tres hermanos y su guía indio corrían agachados por el descampado detrás de los soldados en dirección al puente. ¡Qué listos que se creían, corriendo con toda su alma hacia una trampa!

Hauser no pudo contener la risa.