El profesor Julián Clyve puso los pies en alto y se recostó en su vieja butaca con las manos en la cabeza. Era un día de mayo tormentoso, y el viento agitaba y torturaba las hojas del plátano que había al otro lado de su ventana. Sally llevaba fuera más de un mes. No había sabido nada de ella. No había contado con tener noticias, pero aun así el largo silencio le parecía perturbador. Cuando Sally se marchó, los dos habían esperado que el códice señalara un triunfo académico más en su vida de profesor. Pero después de reflexionar sobre ello un par de semanas, Clyve había cambiado de parecer. Allí era un alumno de Rhodes, un catedrático de Yale con un rosario de premios, menciones honoríficas y publicaciones que la mayoría de los profesores no lograban acumular en toda una vida. El hecho era que no necesitaba otra mención honorífica. Lo que necesitaba —había que reconocerlo— era dinero. Los valores de la sociedad americana estaban todos equivocados. El verdadero premio —la riqueza económica— no llegaba a los que más se lo merecían, a los inspiradores intelectuales: el grupo de expertos que controlaba, dirigía y adiestraba la gran y estúpida bestia pesada que era el vulgus mobile. ¿Quién hacía fortunas? Las figuras deportivas, las estrellas de rock, los actores y los directores de empresa. Allí estaba él, en la cumbre de su profesión, ganando menos que un fontanero corriente. Era mortificante. No era justo.
Allá a donde iba, la gente lo buscaba, le estrujaba la mano, lo elogiaba, lo admiraba. Todos los ricos de New Haven querían conocerle, invitarlo a cenar, pasar a recogerlo y exhibirlo como prueba de su buen gusto, como si fuera el cuadro de un gran maestro de la pintura clásica o una pieza de plata antigua. No solo era vergonzoso, sino también humillante y caro. Casi toda la gente que conocía tenía más dinero que él. Independientemente de las menciones honoríficas que recibía, los premios que ganaba y las monografías que escribía, él seguía siendo incapaz de pagar la cuenta en un restaurante razonablemente bueno de New Haven. La pagaban ellos. Ellos lo recibían en sus casas. Ellos lo invitaban a cenas benéficas de etiqueta y pagaban su cubierto, rechazando sus poco sinceros ofrecimientos de reembolsarles el dinero. Y cuando todo terminaba tenía que volver a su dúplex de dos dormitorios asquerosamente burgués en el gueto académico, mientras ellos volvían a sus mansiones de Heights.
Ahora por fin tenía los medios para hacer algo al respecto. Echó un vistazo al calendario. Era 31 de mayo. Al día siguiente llegaría el primer plazo de los dos millones de la colosal compañía farmacéutica suiza Hartz. Pronto recibiría por correo electrónico la confirmación en clave. Tendría que gastar el dinero fuera de Estados Unidos, por supuesto. Una acogedora villa en la costa amalfitana sería un bonito lugar para invertirlo; un millón para la villa y el segundo para costear los gastos. Se suponía que Ravello era bonito. Él y Sally podrían ir allí de luna de miel.
Recordó su reunión con el director general y la junta directiva de Hartz, tan seria, tan suiza. Se mostraron escépticos, por supuesto, pero cuando vieron la página que él ya había traducido, casi se les hizo la boca agua. El códice les reportaría muchos miles de millones. La mayoría de compañías farmacéuticas tenían departamentos de investigación que evaluaban las medicinas indígenas, pero allí tenían el libro de recetas médicas por excelencia, todo bien ordenado, y Julián era la única persona del mundo, aparte de Sally, que podía traducirlo con exactitud. Hartz tendría que llegar a un acuerdo con los Broadbent, pero tratándose de la compañía farmacéutica mayor del mundo se hallaba en la mejor posición para pagar. Y sin sus dotes traductoras, ¿qué utilidad podía tener el códice para los Broadbent? Todo se haría correctamente: la compañía había insistido en ello, por supuesto. Los suizos eran así.
Se preguntó cómo reaccionaría Sally cuando se enterara de que el códice iba a desaparecer en las fauces de una gigantesca compañía multinacional. Conociéndola, no se lo tomaría bien. Pero en cuanto empezaran a disfrutar de los dos millones de dólares que Hartz había acordado pagarle de comisión, por no hablar de los generosos honorarios que esperaba recibir por la traducción, se le pasaría. Y él le demostraría que había obrado bien, que Hartz estaba en la mejor posición para desarrollar esos nuevos medicamentos y lanzarlos al mercado. Era lo que se tenía que hacer. Para desarrollar nuevos medicamentos era necesario dinero. Nadie iba a hacerlo gratis. Los beneficios movían el mundo.
En cuanto a él, la pobreza había estado bien unos años mientras era joven e idealista, pero con más de treinta años se volvería insoportable. Y el profesor Julián Clyve se acercaba rápidamente a la treintena.