56

Al día siguiente se marcharon del poblado tara abandonado y se adentraron en las estribaciones de la Sierra Azul. El sendero empezaba a ascender a saltos a través de bosques y prados, dejando atrás campos en barbecho cubiertos de mala hierba. Aquí y allí, escondidas entre los árboles, Tom entreveía cabañas de paja abandonadas que se caían a pedazos.

Se internaron en un bosque profundo y fresco. Borabay insistió de pronto en ir el primero y, en lugar de avanzar a su habitual paso silencioso, lo hizo ruidosamente, cantando, golpeando innecesariamente la vegetación y deteniéndose a menudo para «descansar», aunque a Tom le pareció más bien que lo que hacía era reconocer el terreno. Algo le inquietaba.

Cuando llegaron a un pequeño claro, Borabay se detuvo.

—¡A comer! —gritó, y empezó a cantar en voz alta mientras desenvolvía los paquetes de hojas de palmera.

—Hemos comido hace dos horas —dijo Vernon.

—¡A comer otra vez! —El indio se quitó del hombro el arco y las flechas, y Tom advirtió que los dejaba a cierta distancia.

Sally se sentó al lado de Tom.

—Va a pasar algo.

Borabay ayudó a los demás a quitarse las mochilas y a dejarlas junto al arco y las flechas, al otro lado del claro. Luego se acercó a Sally y la rodeó con un brazo para atraerla hacia él.

—Dame rifle, Sally —susurró.

Ella le dio el arma. A continuación Borabay les quitó los machetes.

—¿Qué está pasando? —preguntó Vernon.

—Nada, nada, descansaremos aquí. —Borabay empezó a ofrecer varios plátanos secos—. ¿Hambre, hermanos? ¡Plátanos muy buenos!

—No me gustan —dijo Philip.

Vernon, ajeno a la tensión subyacente, comió con apetito los plátanos secos.

—Deliciosos —dijo con la boca llena—. Deberíamos comer dos veces cada día.

—¡Muy bueno! ¡Dos comidas! ¡Gran idea! —dijo Borabay, riendo a carcajadas.

Y entonces ocurrió. Sin ningún ruido o movimiento aparente, Tom de pronto se dio cuenta de que los habían rodeado unos hombres por todos lados, con los arcos tensos y cien flechas con la punta de piedra apuntadas hacia ellos. Era como si la selva hubiera retrocedido de forma imperceptible, dejando expuestos a los hombres como rocas al bajar la marea.

Vernon dejó escapar un grito y cayó al suelo; se vio inmediatamente rodeado de hombres tensos y agresivamente bruscos con cincuenta flechas apuntadas a escasos centímetros de su garganta y su pecho.

—¡No os mováis! —gritó Borabay. Se volvió y habló rápidamente a los hombres. Poco a poco, los arcos empezaron a relajarse y los hombres retrocedieron. Siguió hablando, menos deprisa y con un tono más bajo, pero con el mismo apremio. Por fin los hombres retrocedieron otro paso y bajaron del todo las flechas.

—Moveos ahora —dijo Borabay—. Levantaos. No sonreír. No dar la mano. Mirar a todos a los ojos. No sonreír.

Hicieron lo que se les decía, levantándose.

—Coger mochilas, armas y cuchillos. No parecer asustados. Poner cara enfadada pero no decir nada. Si sonríes, mueres.

Siguieron las órdenes de Borabay. Hubo un breve movimiento de flechas que se alzaban cuando Tom cogió su machete, pero cuando se lo guardó en la cintura volvieron a bajar los arcos. Tom, siguiendo las instrucciones de Borabay, recorrió con una mirada siniestra a los guerreros más próximos a ellos, que le sostenían la mirada con tal ferocidad que notó que le flojeaban las piernas.

Borabay hablaba ahora en voz baja, pero parecía enfadado. Dirigía sus comentarios a un hombre, más alto que los demás, con brillantes plumas alrededor de sus musculosos antebrazos. Llevaba alrededor del cuello un cordel del que colgaban a modo de joyas desechos de la tecnología occidental: un CD-ROM que ofrecía seis meses de AOL gratis, una calculadora perforada, el dial de un teléfono antiguo.

El hombre miró a Tom y dio un paso hacia él. Se detuvo.

—Hermano —dijo Borabay—, tú te acercas a hombre y exiges con voz enfadada una disculpa.

Tom, confiando en que Borabay hubiera entendido la psicología de la situación, se acercó ceñudo al guerrero.

—¿Cómo se atreven a apuntarnos con sus arcos? —preguntó.

Borabay tradujo. El hombre respondió enfadado, gesticulando con una lanza cerca de la cara de Tom.

Borabay habló.

—Dice: ¿Quiénes son? ¿Por qué vienen a tierra tara sin invitación? Tú dices con voz enfadada vienes a salvar a tu padre. Gritas.

Tom obedeció, elevando la voz, dando otro paso hacia el guerrero y gritándole a un palmo de la cara. El hombre respondió con voz aún más enfadada, sacudiendo su lanza frente a la nariz de Tom. Al verlo, muchos de los guerreros volvieron a levantar los arcos.

—Él dice padre causa muchos problemas a gente tara y él muy enfadado. Hermano, tú pones muy enfadado ahora. Dices bajar los arcos. Dices tú no hablas si ellos no apartan flechas. Dices es un gran insulto.

Tom, sudando ahora, trató de dejar a un lado el pánico que sentía y fingió estar furioso.

—¿Cómo te atreves a amenazarnos? —gritó—. ¡Hemos venido a tu tierra en son de paz y nos ofreces guerra! ¿Es así como la gente tara tratan a sus huéspedes? ¿Sois animales o personas?

Vio un atisbo de aprobación en Borabay mientras traducía, sin duda añadiendo sus propios matices.

Bajaron los arcos y esta vez guardaron las flechas en sus aljabas.

—Ahora sonríes. Sonrisa breve, no gran sonrisa.

Tom esbozó una sonrisa, luego volvió a poner expresión severa.

Borabay habló largamente, luego se volvió hacia Tom.

—Tú abrazas y besas a ese guerrero según costumbre tara.

Tom dio al hombre un abrazo torpe y un par de besos en el cuello, como tantas veces se los había dado Borabay. Terminó con pintura roja y amarilla en la cara y los labios. El guerrero le devolvió la cortesía, embadurnándolo con más pintura.

—Bien —dijo Borabay, casi mareado del alivio—. ¡Ahora todo bien! Nosotros vamos al pueblo tara.

El pueblo consistía en una plaza al aire libre de tierra apisonada, rodeada por dos círculos irregulares de chozas de paja semejantes a aquellas donde habían dormido hacía un par de noches. Las cabañas no tenían ventanas, solo un agujero en la punta del techo. Frente a muchas de ellas ardían fuegos atendidos por mujeres que, según advirtió Tom, cocinaban en grandes cazuelas francesas, sartenes de cobre y cubertería Meissen de acero inoxidable que Maxwell Broadbent les había traído. Mientras seguía al grupo de guerreros hasta el centro de la plaza, las puertas de paja se abrieron y varias personas salieron y se quedaron mirándolos perplejos. Los niños pequeños iban totalmente desnudos; los mayores, con pantalones cortos o taparrabos. Las mujeres llevaban una tela sujeta alrededor de la cintura e iban desnudas de la cintura para arriba, con los pechos pintados de rojo. Muchas tenían discos en los labios y las orejas. Solo los hombres llevaban plumas.

No hubo una ceremonia de recibimiento formal. Los guerreros que los habían traído se dispersaron para ocuparse de sus asuntos con total indiferencia, mientras las mujeres y los niños del pueblo los miraban boquiabiertos.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tom, de pie en medio de la plaza de tierra, mirando alrededor.

—Esperar —dijo Borabay.

De pronto de una de las cabañas salió una anciana desdentada y encorvada, apoyándose en un bastón; su pelo corto y canoso le confería cierto aspecto de bruja. Se acercó a ellos con agotadora lentitud, sin apartar nunca de ellos sus ojos pequeños y brillantes, succionando y murmurando para sí. Se detuvo por fin frente a Tom y lo miró.

—Tú no haces nada —susurró Borabay.

Ella levantó una mano arrugada y pegó a Tom en las rodillas, y a continuación le golpeó los muslos, una, dos, tres veces —golpes sorprendentemente dolorosos para ser una anciana— sin dejar un solo momento de murmurar para sí. Luego levantó el bastón y le golpeó en las espinillas y en las nalgas. Dejó caer el bastón, levantó una mano y palpó obscenamente la entrepierna de Tom. Éste tragó saliva y trató de no parpadear mientras ella exploraba su masculinidad. Luego alargó una mano hacia la cabeza de Tom, haciendo un movimiento con los dedos. Tom se inclinó ligeramente, y ella le cogió por el pelo y le dio tal tirón que a él se le saltaron las lágrimas.

La anciana retrocedió, una vez concluido aparentemente el examen. Le dedicó una sonrisa desdentada y habló largo y tendido.

Borabay tradujo.

—Dice tú eres hombre, contrariamente a tu aspecto. Os invita a ti y a tus hermanos a quedar en pueblo como huéspedes de gente tara. Acepta tu ayuda para luchar contra hombres malos de Ciudad Blanca. Dice tú estás al mando ahora.

—¿Quién es ella? —Tom la miró. Ella lo miraba de arriba abajo, examinándolo de la cabeza a los pies.

—Ella mujer de Cah. Vigila, Tom, tú gustas a ella. Quizá va a tu cabaña esta noche.

Eso disolvió la tensión y todos se echaron a reír, Philip el que más.

—¿Al mando de qué estoy? —preguntó Tom.

Borabay lo miró.

—Tú ahora jefe de guerra.

Tom estaba atónito.

—¿Cómo es posible? Llevo diez minutos aquí.

—Ella dice guerreros tara no logran combatir hombre blanco y muchos mueren. Tú también hombre blanco, quizá comprendes mejor enemigo. Mañana tú encabezas lucha contra hombres malos.

—¿Mañana? —dijo Tom—. Gracias, de verdad, pero declino la responsabilidad.

—No tienes elección —dijo Borabay—. Ella dice si tú dices no, guerreros tara matan a todos nosotros.

Esa noche los aldeanos encendieron una hoguera y hubo una especie de fiesta que comenzó con un banquete de muchos platos, que llegaron sobre hojas, y terminó en un tapir asado en un hoyo. Los hombres danzaron y dieron un concierto de flautas inquietantemente extraño dirigido por Borabay. Todos se acostaron tarde. Borabay los despertó unas horas después. Seguía estando oscuro.

—Nosotros vamos ahora. Tú hablas con gente.

Tom lo miró fijamente.

—¿Tengo que pronunciar un discurso?

—Yo te ayudo.

—Esto hay que verlo —dijo Philip.

Habían amontonado nuevos leños en la hoguera y Tom vio que todos los habitantes del pueblo estaban de pie, esperando en un silencio respetuoso su discurso.

—Tom, tú dices yo escojo diez buenos guerreros para la lucha —susurró Borabay.

—¿Lucha? ¿Qué lucha?

—Nosotros luchamos contra Hauser.

—No podemos…

—Tú callas y haces lo que yo digo —siseó Borabay.

Tom dio la orden, y Borabay pasó por entre la gente, chocando manos o dando palmaditas en los hombros de varios hombres, y en cinco minutos había diez guerreros alineados junto a ellos, adornados con flechas, pintura y collares, cada uno con un arco y una aljaba.

—Ahora tú dices discurso.

—¿Qué digo?

—Palabras grandiosas. Cómo vas a rescatar a padre, a matar a hombres malos. No preocupes, yo retoco palabras.

—No te olvides de prometerles un pollo en cada cazuela —dijo Philip.

Tom dio un paso al frente y miró las caras. El murmullo de voces cesó rápidamente. Todos lo miraban esperanzados. Él sintió un escalofrío de miedo. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

—Hummm, señores y señoras…

Borabay le lanzó una mirada de desaprobación, y entonces, con voz marcial, Tom gritó algo que pareció mucho más efectivo que las titubeantes palabras que había logrado pronunciar. Hubo cierta agitación cuando todos se pusieron firmes. Tom de pronto tuvo la sensación de haber vivido ese momento: recordó el discurso que había pronunciado don Alfonso ante su gente cuando se marchó de Pito Solo. Tenía que pronunciar un discurso igual que ése, aunque estuviera lleno de mentiras y promesas vacías.

Respiró hondo.

—¡Amigos míos! Hemos venido a las tierras tara de un lugar lejano llamado América.

Ante la palabra América, aun antes de que Borabay tradujera, hubo una oleada de emoción.

—Hemos recorrido muchos miles de kilómetros, en avión, en canoa y a pie. Hemos viajado durante cuarenta días y cuarenta noches.

Borabay declamó esas palabras. Tom vio que ahora tenía la atención de todos.

—Un gran mal ha caído sobre el pueblo tara. Un bárbaro llamado Hauser ha venido del otro extremo del mundo con soldados mercenarios para matar a la gente tara y robar sus tumbas. Han secuestrado a vuestro sumo sacerdote y matado a vuestros guerreros. Mientras hablo, ellos están en la Ciudad Blanca, profanándola con su presencia.

Borabay tradujo y hubo un fuerte murmullo de asentimiento.

—Aquí estamos nosotros, los cuatro hijos de Maxwell Broadbent, para librar a la gente tara de este hombre. Hemos venido a rescatar a nuestro padre, Maxwell Broadbent, de la oscuridad de su tumba.

Hizo una pausa para que Borabay tradujera. Quinientas caras, iluminadas por la luz del fuego, lo miraban con embelesada atención.

—Mi hermano Borabay nos conducirá hasta lo alto de las montañas, desde donde observaremos a esos hombres perversos y haremos planes para un ataque. Mañana combatiremos.

Esas palabras fueron recibidas con una salva de sonidos extraños, entre gruñido rápido y carcajada: el equivalente tara, al parecer, de los aplausos y los vítores. Tom sintió cómo su mono, Mamón Peludo, se encogía en el fondo de su bolsillo, tratando de esconderse.

Borabay habló entonces a Tom, en voz baja.

—Pides oraciones y ofrendas.

Tom se aclaró la voz.

—Pueblo tara, todos ustedes tienen un papel muy importante en la lucha inminente. Les pido que recen por nosotros. Les pido que depositen ofrendas por nosotros. Les pido que lo hagan cada día hasta que volvamos triunfales.

La voz de Borabay resonó con esas palabras y tuvo un efecto electrizante. La gente se abalanzó hacia delante, murmurando emocionada. Tom sintió cómo lo envolvía una especie de locura desesperada; esa gente creía en él mucho más de lo que él creía en sí mismo.

Resonó una voz quebrada y la gente retrocedió al instante, dejando sola a la anciana, la mujer de Cah, apoyada en su bastón. Esta levantó la mirada y la clavó en Tom. Se produjo un largo silencio, luego levantó el bastón y, tomando impulso, le atestó un golpe terrible en los muslos. Tom intentó no encogerse ni hacer una mueca de dolor.

Luego la anciana gritó algo con voz marchita.

—¿Qué ha dicho?

Borabay se volvió.

—No sé traducirlo. Es expresión tara fuerte. Algo como: «Tú matar o morir».