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Mike Graff se acomodó en el sillón orejero junto al fuego y cruzó sus pulcras piernas, con una expresión afable y alerta. A Skiba le sorprendió que, a pesar de todo, lograra conservar esa almidonada aura de seguridad en sí mismo de colegio de pago. Graff podría estar remando el mismísimo bote de Caronte por la laguna Estigia hacia las puertas del infierno y seguiría teniendo ese aspecto saludable, convenciendo a los demás pasajeros de que el cielo estaba a la vuelta de la esquina.

—¿Qué puedo hacer por ti, Mike? —preguntó Skiba con tono agradable.

—¿Qué ha ocurrido con las acciones estos dos últimos días? Han subido un diez por ciento.

Skiba sacudió la cabeza ligeramente. La casa estaba en llamas y Graff se quedaba en la cocina quejándose de que el café estaba frío.

—Alégrate de que hayamos sobrevivido al artículo del Journal sobre Phloxatane.

—Más motivo para preocuparse si suben nuestras acciones.

—Mira, Mike…

—Lewis, no hablaste a Fenner del códice la semana pasada, ¿verdad?

—Sí.

—Dios mío. Sabes lo cerdo que es. Ya tenemos bastantes problemas tal como están las cosas para añadir un abuso de información confidencial.

Skiba lo miró. Debería haberse desembarazado antes de Graff. Los había puesto en semejante compromiso a los dos que ahora era impensable hacerlo. ¿Qué importaba? Se había acabado…, para Graff, para la compañía, pero sobre todo para él. Quería gritar ante el sinsentido de todo ello. El abismo que se había abierto a sus pies…, caían en una caída libre y Graff seguía sin enterarse.

—Fenner iba a recomendar vender Lampe. Tuve que hacerlo, Mike. Pero no es estúpido. No soltará prenda. ¿Arriesgaría echar a perder su vida por unos cientos de miles de dólares?

—¿Bromeas? Tiraría al suelo a su propia abuela para coger un penique de la acera.

—No es Fenner, sino los vendedores al descubierto los que están cerrando posiciones.

—Eso no explica más que el treinta por ciento de ello.

—Inconformistas. Compradores de paquetes sueltos de acciones. Viudas y huérfanos. Mike, basta. Basta. ¿No te das cuenta de lo que está pasando? Se ha terminado. Estamos acabados. Lampe está acabada.

Graff lo miró asombrado.

—¿De qué estás hablando? Lo campearemos. Una vez que consigamos el códice todo irá viento en popa.

Skiba sintió cómo se le helaba la sangre en las venas al oír mencionar el códice.

—¿Realmente crees que el códice resolverá todos nuestros problemas? —preguntó en voz baja.

—¿Por qué no? ¿Me he perdido algo? ¿Qué ha cambiado?

Skiba sacudió la cabeza. ¿Qué importaba? ¿Acaso importaba algo?

—Este derrotismo no es propio de ti, Lewis. ¿Dónde está tu famoso espíritu de lucha?

Skiba se sentía cansado, muy cansado. Era una conversación inútil. Se había acabado definitivamente. Era absurdo hablar más. Lo único que podían hacer era esperar: esperar el final. Eran impotentes.

—Cuando demos a conocer el códice —continuó Graff—, las acciones de Lampe subirán vertiginosamente. Nada tiene tanto éxito como el éxito. Los accionistas nos perdonarán, y eso le cortará las alas a ese presidente de la Comisión de Valores y Cambio. Por eso me preocupa ese posible abuso de información confidencial. Si lo del códice se propagara de boca en boca, los cargos se mantendrían. Es como la evasión de impuestos, es por lo que pillan a todos. Mira lo que pasó a Martha…

—Mike.

—¿Qué?

—Largo de aquí.

Skiba apagó las luces, desconectó los teléfonos y esperó a que llegara la noche. Encima de su escritorio solo había tres cosas: el pequeño bote de pastillas de plástico, el Macallan de sesenta años y un vaso limpio.

Había llegado el momento de darse el gran baño.