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Hauser estudiaba minuciosamente el burdo plano de la ciudad que había dibujado los dos pasados días. Sus hombres habían registrado dos veces la ciudad, pero había crecido tanto la vegetación que era casi imposible trazar un mapa exacto. Había varias pirámides, docenas de templos y otros edificios, cientos de lugares donde podía esconderse una tumba. A menos que tuvieran suerte, podía llevarles semanas.

Un soldado entró e hizo el saludo.

—Informe.

—Los hijos están treinta kilómetros atrás, al otro lado del río Ocata.

Hauser dejó despacio el plano.

—¿Sanos y salvos?

—Se están recuperando de una enfermedad. Hay un indio tara cuidando de ellos.

—¿Armas?

—Un viejo rifle de caza inservible que está en poder de una mujer. Arcos y flechas y una cerbatana, por supuesto…

—Sí, sí. —Hauser no pudo evitar sentir cierto respeto por los tres hijos, sobre todo por Philip. Deberían estar muertos. Max también había sido así, obstinado y con suerte. Era una combinación potente. Una imagen de Max acudió brevemente a su mente, con el torso desnudo, abriéndose paso a machetazos por la selva, su espalda sudada cubierta de ramitas y hojas. Durante meses habían avanzado a través de la jungla cubiertos de picaduras y cortes, debilitados, enfermos…, sin encontrar nada. Y entonces Max se había desembarazado de él, había seguido río arriba y había encontrado el premio que llevaban más de un año buscando. Hauser volvió a casa sin blanca y tuvo que alistarse… Sacudió la cabeza, como para apartar de sí el resentimiento. Todo eso pertenecía al pasado. El futuro —la fortuna de los Broadbent— era suyo.

El teniente habló.

—¿Vuelvo a enviar un destacamento para matarlos? Esta vez nos aseguraremos de acabar con ellos, jefe, se lo prometo.

—No —dijo él—. Que vengan.

—No le entiendo.

Hauser se volvió hacia el teniente.

—No los molesten. Déjenlos en paz. Que vengan.