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Se había hecho de noche, pero no cambió nada en las profundidades de la tumba donde durante un millar de años no había llegado la luz. Marcus Hauser se acercó al destrozado dintel del fondo e inhaló el frío polvo de siglos. Por extraño que pareciera era un olor a limpio, fresco, sin rastro de descomposición o putrefacción. Apuntó el intenso haz halógeno alrededor, haciendo destellar el oro y el jade esparcidos y mezclados con huesos marrones y polvo. En una plataforma funeraria de piedra con jeroglíficos tallados yacía el esqueleto, que en otro tiempo había estado suntuosamente engalanado.

Se acercó y cogió un anillo de oro, sacudiendo el hueso del dedo que seguía rodeando. Era magnífico, con un trozo de jade tallado en forma de cabeza de jaguar. Se lo guardó en el bolsillo y examinó los otros objetos dejados en el cuerpo: un collar de oro, unos pendientes de jade, otro anillo. Se guardó los objetos de oro y jade más pequeños mientras daba la vuelta despacio por la cámara funeraria.

En el otro extremo de la plataforma estaba el cráneo. En algún momento en el transcurso de los siglos la mandíbula se había aflojado y caído, dando a la calavera una expresión de perplejidad, como si no pudiera creer del todo que estaba muerta. Casi toda la carne había desaparecido, pero de la parte superior del cráneo caía suelta una maraña de pelo trenzado. Se agachó para recoger el cráneo. La mandíbula se abrió, pendida de hilos de cartílago disecados. Los dientes delanteros estaban afilados.

«Ah, pobre Yorick».

Iluminó con la linterna las paredes. En ellas había pintados unos frescos, oscurecidos por la cal y el moho. En una esquina había vasijas llenas de polvo, amontonadas unas sobre otras y rotas durante algún terremoto antiguo. Unas raíces pequeñas habían penetrado el techo y colgaban enmarañadas en el aire viciado.

Se volvió hacia el teniente.

—¿Es la única tumba que hay aquí dentro? —preguntó.

—En este lado de la pirámide. Todavía tenemos que explorar el otro lado. Si es simétrica es posible que haya otra como esta.

Hauser sacudió la cabeza. No encontraría a Max en esa pirámide. Era demasiado obvio. Se había enterrado como el faraón Tut, en un lugar poco evidente. Así era como actuaría Max.

Teniente, reúna a los hombres. Quiero hablar con ellos. Vamos a registrar esta ciudad de este a oeste.

—Sí, señor.

Hauser se encontró a sí mismo con el cráneo todavía en las manos. Le echó un último vistazo y lo tiró a un lado. Aterrizó con un ruido hueco en el suelo de piedra, haciéndose añicos como si hubiera sido de yeso. La mandíbula inferior rodó, dando unas cuantas vueltas frenéticas antes de descansar en el polvo.

Un registro brutal de la ciudad con dinamita, templo por templo. Hauser sacudió la cabeza. Deseó que regresara el hombre que había enviado a averiguar la situación de los Broadbent. Había una forma mejor de hacer eso, una forma mucho mejor.