47

La Muerte fue a buscar a Tom Broadbent, aunque no envuelta en una capa negra y empuñando una guadaña. Llegó en forma de una cara salvaje y espeluznante pintada a rayas rojas y amarillas, y rodeada de plumas verdes, que lo miraba con ojos verdes, pelo negro y dientes blancos y puntiagudos al tiempo que le daba unos golpecitos. Pero la muerte que Tom esperaba no llegó. En lugar de ello, la figura aterradora le obligó a tragar un líquido caliente, una y otra vez. Él forcejeó débilmente, luego lo aceptó y se durmió.

Se despertó con la garganta seca y un fuerte dolor de cabeza. Estaba en una cabaña cubierta de paja, tendido en una hamaca seca. Llevaba una camiseta y unos pantalones cortos nuevos. El sol brillaba fuera de la cabaña y llegaban los sonidos de la selva. Durante largo rato no pudo recordar quién era o qué hacía allí, luego acudió todo a su memoria, fragmento por fragmento: la desaparición de su padre, el extraño testamento, el viaje río arriba, las bromas y dichos de don Alfonso, el pequeño claro con vistas a la Sierra Azul, agonizando al cobijo del tronco podrido bajo la lluvia.

Todo parecía haber ocurrido hacía muchísimo tiempo. Se sentía renovado, como si hubiera vuelto a nacer, débil como un bebé.

Levantó con cautela la cabeza todo lo que se lo permitía la fuerte jaqueca. La hamaca de a su lado estaba vacía. Le dio un vuelco el corazón. ¿Quién había estado en ella? ¿Sally? ¿Vernon? ¿Quién había muerto?

—¿Hola? —preguntó débilmente, tratando de incorporarse—. ¿Hay alguien aquí?

Oyó un ruido fuera y Sally entró, levantando la portezuela. Fue como un repentino estallido de oro.

—¡Tom! Me alegro tanto de que estés mejor.

—Oh, Sally, he visto esa hamaca vacía y he pensado…

Sally se acercó y le cogió la mano.

—Estamos todos aquí.

—¿Philip?

—Sigue enfermo, pero está mucho mejor. Vernon debería estar mejor mañana.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?

—Seguimos en el mismo lugar. Puedes dar las gracias a Borabay cuando vuelva. Ha salido a cazar.

—Borabay.

—Un indio de la montaña. Nos encontró y nos salvó. Nos ha cuidado a todos hasta devolvernos la salud.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Cuánto tiempo llevo enfermo?

—Hemos estado todos enfermos cerca de una semana. Tenemos una fiebre que él llama bisi. Es curandero. No como yo, sino un curandero de verdad. Nos preparó una medicina, nos dio de comer, nos salvó la vida. Hasta habla un inglés divertido.

Tom trató de incorporarse.

—Aún no. —Ella lo hizo recostar—. Bebe un poco de esto.

Le ofreció una taza llena de un brebaje dulce. Él lo bebió y sintió cómo le aumentaba el apetito.

—Huelo algo cocinándose que seguro que está delicioso.

—Guiso de tortuga al estilo Borabay. Te traeré un poco. —Ella le puso una mano en la mejilla.

Él levantó la vista hacia ella, recordando todo de pronto.

Ella se inclinó sobre él y lo besó.

—Nos queda un largo camino por recorrer antes de que todo esto termine.

—Sí.

—Cada cosa a su tiempo.

Él asintió. Ella le trajo sopa de tortuga. Tom comió y luego se quedó profundamente dormido. Cuando despertó, el dolor de cabeza había desaparecido y fue capaz de levantarse de la hamaca y salir tambaleándose de la cabaña. Sentía las piernas como de goma. Estaban en el mismo claro bajo el mismo tronco caído, pero de un frío y húmedo bosquecillo se había convertido en un alegre campamento abierto. Habían cortado helechos y los habían utilizado para pavimentar el suelo embarrado, formando una agradable alfombra mullida. Había dos cabañas limpias con el tejado de hojas de palmera y una hoguera con troncos alrededor para sentarse. El sol entraba a raudales por la abertura entre las copas de los árboles. Por ella se alzaba la Sierra Azul, de un violáceo profundo contra el cielo azul. Sally estaba sentada junto al fuego, y cuando él salió, se levantó de un salto y le cogió del brazo, y lo ayudó a sentarse.

—¿Qué hora es?

—Las diez de la mañana —dijo Sally.

—¿Cómo está Philip?

—Está descansando en su hamaca. Sigue débil, pero se pondrá bien. Vernon está durmiendo para recobrarse de la última fase de la fiebre. Come un poco más de guiso. Borabay nos ha estado sermoneando que tenemos que comer todo lo que podamos.

—¿Dónde está el misterioso Borabay?

—Cazando.

Tom comió más guiso de tortuga; había una olla enorme borboteando sobre el fuego, llena no solo de trozos de carne sino también de diversas raíces y verduras extrañas. Cuando terminó fue a la otra cabaña para ver a Philip. Abrió la puerta de paja y hojas de palmera, se inclinó y entró.

Philip estaba tumbado en la hamaca, fumando. Seguía sorprendentemente delgado, pero las llagas se habían convertido en costras y los ojos ya no parecían hundidos.

—Me alegro de verte en pie, Tom —dijo.

—¿Cómo te encuentras?

—Me flojean las piernas, pero por lo demás estoy estupendo. Casi tengo los pies curados. Andaré dentro de un par de días.

—¿Has conocido a ese tipo, Borabay?

—Oh, sí. Un tipo raro, todo pintado, con discos en las orejas, tatuajes, todo. Sally lo haría canonizar si no fuera porque dudo que sea católico.

—Pareces un hombre nuevo, Philip.

—Lo mismo digo, Tom.

Se produjo un silencio incómodo, interrumpido por un grito que llegó de fuera.

—¡Hola! ¡Hermanos!

—Ah, Borabay ha vuelto —dijo Philip.

Tom salió rápidamente de la cabaña y vio cruzar el prado a un indio menudo de lo más asombroso. Tenía la cara y la parte superior del cuerpo pintados de rojo, unos círculos negros le delineaban los ojos y unas rayas de un amarillo intenso le recorrían diagonalmente el pecho. De las bandas que le rodeaban los antebrazos salían plumas, e iba desnudo salvo por un taparrabos. Llevaba dos enormes discos insertados en sus lóbulos agrandados que se balanceaban a cada paso. Un intrincado dibujo de cicatrices le recorría la barriga, y sus dientes delanteros estaban afilados y acabados en punta. Tenía el pelo negro, cortado recto, los ojos de un color castaño de lo más insólito, casi verde, el rostro asombrosamente hermoso y bien cincelado, el cuerpo terso y escultural.

Se acercó al fuego, menudo y digno, con una cerbatana en una mano y un animal muerto —de una especie desconocida— en la otra.

—Hermano, traigo carne —dijo en inglés, y sonrió. Luego tiró el animal al suelo y pasó por encima de él. Abrazó a Tom dos veces, besándolo a cada lado del cuello, una especie de saludo indio ritualizado. Luego retrocedió y le puso una mano en el pecho.

—Mi nombre Borabay, hermano.

—Yo soy Tom.

—Yo, Jane —dijo Sally.

Borabay se volvió.

—¿Jane? ¿Sally no?

Sally se rio.

—Era una broma.

—Tú, yo, él, hermanos —concluyó Borabay dando a Tom otra serie formal de abrazos y besándolo de nuevo a ambos lados del cuello.

—Gracias por salvarnos la vida —dijo Tom. Sonó poco convincente, pero Borabay pareció complacido.

—Grasias, grasias. ¿Comes sopa?

—Sí. Deliciosa.

—Borabay buen cocinero. ¡Come más!

—¿Dónde aprendiste a hablar inglés?

—Mi madre me enseña.

—Hablas bien.

—Hablo mal. Pero aprendo de vosotros y luego hablo más bien.

—Mejor —corrigió Sally.

—Grasias. Yo voy a América algún día con vosotros, hermano.

A Tom le asombró que en un lugar tan alejado de la civilización la gente siguiera queriendo ir a América.

Borabay miró a Mamón Peludo, que estaba en su sitio habitual en el bolsillo de Tom.

—Este mono llora y llora cuando tú estás enfermo. ¿Cómo llamas?

—Mamón Peludo —dijo Tom.

—¿Por qué no comes este mono cuando mueres de hambre?

—Bueno, le he cogido cariño —dijo Tom—. De todos modos no habría sido más que dos bocados.

—¿Y por qué llamas Mamón Peludo? ¿Qué es Mamón Peludo?

—Hummm, solo un apodo para un animal con pelo.

—Bien. Yo aprendo palabra nueva. Mamón Peludo. Yo quiero aprender el inglés.

—Quiero aprender inglés —corrigió Sally.

—¡Grasias! Quiero aprender inglés. —El indio alargó un dedo hacia el mono. Mamón Peludo lo cogió con una palma diminuta y levantó la vista hacia él, luego gritó y se escondió en el bolsillo de Tom.

Borabay rio.

—Mamón Peludo cree yo quiero comerle. Sabe que a nosotros tara nos gusta mono. Ahora yo hago comida. —Fue hasta donde había dejado caer la presa y la cogió junto con una cazuela. Se alejó del campamento y echó todo a la cazuela, vísceras y huesos incluidos. Tom se reunió con Sally junto al fuego.

—Sigo sintiéndome un poco confuso —dijo Tom—. ¿Qué ha pasado? ¿De dónde ha salido Borabay?

—Sé lo mismo que tú. Borabay nos encontró a todos enfermos y moribundos debajo de ese tronco. Despejó la zona, construyó las cabañas, nos instaló en ellas, nos dio de comer, nos curó. Recogió un montón de hierbas y hasta unos insectos raros, los verás atados a las vigas de su cabaña, y los utilizó para hacer medicinas. Yo fui la primera en ponerme bien. Eso fue hace dos días, y le ayudé a cocinar y a cuidarlos. La fiebre que teníamos, esa tal bisi, parece ser breve pero intensa. No es malaria, gracias a Dios, y Borabay dice que no tiene efectos duraderos ni es recurrente. Si no mueres los primeros dos días, ha terminado. Parece ser que es lo que mató a don Alfonso…, dice que la gente mayor es más vulnerable.

Ante ese recordatorio de su compañero de viaje, Tom sintió una punzada de dolor.

—Lo sé —dijo Sally—. Yo también lo echo de menos.

—Nunca olvidaré al anciano y su original sabiduría. Cuesta creer que nos haya dejado.

Observaron cómo Borabay troceaba y descuartizaba al animal, y arrojaba los pedazos a la cazuela. Cantaba una especie de salmodia que se elevaba y caía con la brisa.

—¿Ha dicho algo de ese tal Hauser y de lo que está pasando en la Sierra Azul?

—No. No quiere hablar de ello. —Ella lo miró y vaciló—. Por un momento pensé que nos había llegado el fin.

—Sí.

—¿Recuerdas lo que te dije?

—Sí.

Ella se sonrojó profundamente.

—¿No lo querrás retirar? —preguntó Tom.

Ella sacudió la cabeza haciendo revolotear su melena rubia, luego lo miró con las mejillas encendidas.

—Jamás.

Tom sonrió.

—Estupendo. —Le cogió la mano.

Todo por lo que habían pasado había aumentado de algún modo su belleza, le había dado un aire espiritual, algo que no sabía explicar. Esa nota irritable y a la defensiva parecía haber desaparecido de su voz. Estar tan cerca de la muerte los había cambiado a todos.

Borabay volvió con unos trozos crudos de carne envueltos en una hoja.

—¡Mamón Peludo! —gritó, e hizo un ruido succionador con los dientes que sonó extrañamente como el del mono. Éste asomó la cabeza del bolsillo de Tom. Borabay alargó la mano, y Mamón Peludo, después de inquietarse y gritar un poco, alargó la suya, cogió un pequeño trozo de carne y se lo llevó a la boca. Luego cogió otro, y otro, atracándose con las dos manos, los gritos de placer amortiguados por la comida.

—Mamón Peludo y yo ahora amigos —dijo Borabay sonriendo.

Vernon dejó de tener fiebre esa noche. A la mañana siguiente se despertó, lúcido pero débil. Borabay estuvo revoloteando a su alrededor, obligándole a tomar una variedad de infusiones de hierbas y otros brebajes. Pasaron el día descansando en el campamento mientras Borabay salía a buscar comida. Regresó por la tarde con un saco hecho de hojas de palmera, de la que sacó raíces, bayas, frutos secos y pescado fresco. Se pasó el resto del día asando, ahumando y salando la comida, y envolviéndola en hierba seca y hojas.

—¿Vamos a alguna parte? —preguntó Tom.

—Sí.

—¿Adónde?

—Hablamos después —dijo Borabay.

Philip salió cojeando de su cabaña, con los pies todavía vendados, la pipa de brezo en la boca.

—Una tarde espléndida —dijo. Se acercó al fuego y se sentó. Se sirvió una taza de la infusión que Borabay había hecho y dijo—: Ese indio debería salir en la cubierta de National Geographic.

Vernon se unió a ellos, acomodándose en el tronco inestable.

—¡Vernon, come! —Borabay le llenó inmediatamente un bol de guiso y se lo ofreció.

Vernon lo cogió con manos temblorosas, murmuró un gracias.

—Bienvenido al reino de los vivos —dijo Philip.

Vernon se secó la frente y no dijo nada. Estaba pálido y delgado. Se llevó otra cucharada a la boca.

—Bueno, aquí estamos —dijo Philip—. Mis tres hijos.

En la voz de Philip había de pronto una nota sarcástica que Tom percibió con intranquilidad. Un tronco crepitó en el fuego.

—Y en qué lío nos hemos metido —dijo Philip—. Gracias a nuestro querido padre. —Alzó su copa en un brindis burlón—. Por ti, querido padre. —Apuró su infusión.

Tom lo miró con más detenimiento. Se había recuperado asombrosamente bien. Sus ojos por fin brillaban…, brillaban de cólera.

Philip miró alrededor.

—¿Ahora qué, hermanos míos?

Vernon se encogió de hombros. Tenía la cara pálida, chupada, con profundas ojeras. Se llevó otra cucharada a la boca.

—¿Regresamos con el rabo entre las piernas y dejamos que el tal Hauser se quede con los Lippi, los Braque, los Monet y todo lo demás? —Hizo una pausa—. ¿O subimos a la Sierra Azul y acabamos tal vez con las entrañas colgadas de los matorrales? —Encendió de nuevo su pipa—. Estas son las opciones que tenemos.

Nadie respondió mientras Philip los miraba fijamente uno a uno.

—¿Y bien? —dijo—. Lo pregunto en serio: ¿vamos a dejar que ese Cortés corpulento venga aquí tan campante y nos arrebate nuestra herencia?

Vernon levantó la vista. Todavía tenía la cara demacrada de la enfermedad y su voz sonó débil.

—Responde tú la pregunta. Tú fuiste quien trajo aquí a Hauser.

Philip se volvió hacia Vernon con una expresión glacial.

—Creía que había pasado la hora de las recriminaciones.

—Por lo que a mí se refiere, acaba de empezar.

—Éste no es el lugar ni el momento —dijo Tom.

Vernon se volvió hacia Tom.

—Philip trajo a ese psicópata hasta aquí y debe responder por ello.

—Lo hice de buena fe. No tenía ni idea de que ese Hauser se convertiría en un monstruo. Y ya he pagado por ello, Vernon. Mírame.

Vernon sacudió la cabeza.

—El verdadero culpable aquí —continuó Philip—, ya que nadie más parece inclinado a reconocerlo, es padre. ¿Ninguno de los presentes está un poco enfadado con él por lo que nos ha hecho? Por poco nos mata.

—Quiso desafiarnos —dijo Tom.

—Espero que no lo estés defendiendo.

—Trato de comprenderlo.

—Yo le comprendo muy bien. Este estúpido juego de Tom Raider solo es un desafío más de una larga lista. ¿Recuerdas los profesores de deporte, los instructores de esquí, las lecciones de historia de arte y las clases de equitación, música y ajedrez, las exhortaciones, los discursos y las amenazas? ¿Recuerdas el día de las notas? Cree que somos unos fracasados, Tom. Siempre lo ha creído. Y puede que sea verdad. Mírame, con treinta y siete años y todavía profesor adjunto en Gobshite Júnior College…, y tú, curando caballos indios en Hayseed, Utah…, y Vernon, en la flor de la vida salmodiando con su gurú swami. Somos unos fracasados. —Soltó una áspera carcajada.

Borabay se levantó. Fue un acto sencillo, pero lo hizo con tal parsimonia que los hizo callar.

—Esta conversación no es buena.

—Esto no tiene nada que ver contigo, Borabay —dijo Philip.

—Basta de conversación mala.

Philip lo ignoró y se dirigió a Tom.

—Padre podría habernos dejado su dinero como cualquier otra persona normal. O podría haberlo regalado. De acuerdo. Eso podría haberlo aceptado. Era su dinero. Pero no, tuvo que concebir un plan con el que torturarnos.

Borabay lo miró furioso.

—Calla, hermano.

Philip se volvió contra él.

—Me da igual si nos salvaste la vida, no te metas en nuestros asuntos familiares. —Se le marcó una vena en la frente; Tom pocas veces lo había visto tan furioso.

—Escúchame, hermanito, o te doy patada en el culo —dijo Borabay desafiante, irguiéndose el metro y medio que era, con los puños cerrados.

Hubo una breve pausa, luego Philip se echó a reír sacudiendo la cabeza. Relajó el cuerpo.

—¿De qué va este tío?

—Todos estamos un poco estresados —dijo Tom—. Pero Borabay tiene razón. Éste no es lugar para discutir.

—Esta noche hablamos —dijo Borabay—, muy importante.

—¿Sobre qué? —preguntó Philip.

Borabay se volvió hacia la cazuela y empezó a revolver, su rostro pintado impenetrable.

—Ya veréis.