44

Philip terminó de explicar su historia. Hacía rato que se había puesto el sol, y el fuego se había desmoronado en un montón de brasas rojas. Tom apenas podía creer todo lo que había soportado su hermano.

Sally fue la primera en hablar.

—Hauser está cometiendo un genocidio allá arriba.

—Tenemos que hacer algo.

—¿Como qué? —preguntó Vernon. Su voz sonaba cansada.

—Tenemos que ir hasta los indios de las montañas y ofrecerles nuestros servicios. Unidos a ellos podemos derrotar a Hauser.

Don Alfonso alargó las manos.

Curandera, nos matarán antes de que podamos hablar.

—Entraré yo en el pueblo, sin armas. No matarán a una mujer desarmada.

—Sí que lo harán. ¿Y qué podemos hacer nosotros? Tenemos un solo rifle contra soldados profesionales con armas automáticas. Estamos débiles. Hambrientos. Ni siquiera tenemos una muda de ropa entre todos…, y uno de nosotros no puede andar.

—¿Qué está insinuando?

—Se acabó. Debemos volver.

—Dijo que nunca lograríamos cruzar el pantano.

—Ahora sabemos que dejaron sus canoas en las Cascadas Macaturi. Iremos hasta allí y se las robaremos.

—¿Y entonces? —preguntó Sally.

—Yo volveré a Pito Solo y ustedes se irán a sus casas.

—¿Y dejar a Hauser allá arriba matando a todo el mundo?

—Sí.

Sally se puso furiosa.

—No lo consentiré. Tenemos que detenerlo. Nos pondremos en contacto con el gobierno, les haremos enviar tropas para arrestarlo.

Don Alfonso parecía muy cansado.

Curandera, el gobierno no hará nada.

—¿Cómo lo sabe?

—Ese hombre ya ha hecho tratos con el gobierno. No podemos hacer otra cosa que aceptar que somos impotentes.

—¡Yo no lo acepto!

Don Alfonso la miró con sus viejos ojos tristes. Rascó con cuidado la cazoleta de su pipa, la vació con unos golpecitos, la llenó y volvió a encenderla con una ramita del fuego.

—Hace muchos años —dijo—, cuando era niño, recuerdo que vino a nuestro pueblo el primer hombre blanco. Era un hombre bajo con un gran sombrero y una barba puntiaguda. Pensamos que podía ser un fantasma. Sacó uno de esos pedazos amarillos con forma de zurullo y preguntó si habíamos visto algo igual. Le temblaban las manos y sus ojos tenían un brillo de locura. Nos asustamos y dijimos que no. Un mes después, con la inundación anual, su barca podrida regresó flotando río abajo con nada más que su cráneo con pelo. Quemamos la barca y fingimos que no había pasado nada.

»Al año siguiente llegó por el río un hombre con traje negro y sombrero. Era un hombre amable, y nos dio comida y cruces, y nos sumergió a todos en el río y dijo que nos había salvado. Se quedó con nosotros unos meses y dejó preñada a una mujer, luego trató de cruzar el pantano. Nunca volvimos a verlo.

»Después de eso llegaron más hombres buscando esos zurullos amarillos que llamaban oro. Estaban aún más locos que el primero, y abusaron de nuestras hijas, nos robaron barcas y comida, y se fueron río arriba. Uno de ellos regresó pero sin lengua, de modo que nunca supimos qué le había ocurrido. Llegaron más hombres con cruces, y cada uno dijo que las cruces de los otros no eran de las buenas, que las suyas eran las únicas buenas y las demás basura. Nos sumergieron de nuevo en el río y entonces los otros nos volvieron a sumergir diciendo que los primeros no lo habían hecho bien, y luego vinieron otros y volvieron a sumergirnos, hasta que quedamos totalmente empapados y confusos.

»Más tarde llegó un hombre blanco solo que vivió con nosotros, aprendió nuestro idioma y nos dijo que todos los hombres con cruces eran deficientes. Se llamó a sí mismo antropólogo. Pasó un año entrometiéndose en nuestros asuntos privados, haciéndonos un montón de preguntas estúpidas sobre cosas como sexo, y quién estaba emparentado con quién, qué nos pasaba después de la muerte, qué comíamos y bebíamos, cómo cocinábamos un cerdo. Mientras hablábamos lo escribía todo. Los jóvenes perversos de la tribu, de los cuales yo era uno, le dijimos un montón de mentiras escandalosas, y él lo escribió todo muy serio y nos dijo que iba a ponerlo todo en un libro que leería todo el mundo en América y que nos haría famosos. Nos pareció graciosísimo.

»Luego llegaron por el río unos hombres con soldados, y tenían armas y papeles, y todos firmamos los papeles, y luego nos dijeron que había aceptado tener un nuevo jefe, mucho más importante que el jefe del pueblo, y todos habíamos accedido a darle toda la tierra, animales y árboles, y todos los minerales y el petróleo que había bajo tierra, si lo había, lo que nos pareció muy gracioso. Nos dio una foto de nuestro nuevo jefe. Era muy feo, con una cara tan marcada de viruelas como una piña. Cuando nuestro verdadero jefe protestó, se lo llevaron al bosque y le pegaron un tiro.

»Entonces vinieron unos soldados y hombres con maletines, y dijeron que había habido una revolución, y que teníamos un nuevo jefe, que el antiguo había muerto de un disparo. Dijeron que hiciéramos marcas en más papeles, y luego llegaron más misioneros y abrieron escuelas y trajeron medicinas, y trataron de captar a los chicos y llevárselos a un colegio, pero nunca lo lograron.

»En aquellos tiempos teníamos un jefe muy sabio, mi abuelo, don Cali. Un día nos reunió a todos. Dijo que necesitábamos comprender a esa gente nueva que actuaba como si estuviera loca pero que era lista como el demonio. Teníamos que averiguar quiénes eran en realidad. Pidió a voluntarios entre los chicos. Yo me ofrecí voluntario. La siguiente vez que vinieron misioneros, dejé que me captaran y me enviaran al internado de La Ceiba. Me cortaron el pelo al rape y me pusieron ropa que picaba y zapatos que ardían, y me golpearon por hablar tawahka. Me quedé allí diez años, y aprendí a hablar español e inglés, y vi con mis propios ojos quiénes eran los hombres blancos. Esa era mi misión: comprenderlos.

»Regresé y le dije a mi gente lo que había averiguado. Dijeron: “Eso es terrible, ¿qué podemos hacer?”. Y yo dije: “Dejádmelo a mí. Resistiremos dándoles la razón”.

»Después de eso, supe qué decir a los hombres que venían a nuestro pueblo con maletines y soldados. Sabía leer los papeles. Sabía cuándo firmarlos y cuándo perderlos y hacerme el tonto. Sabía qué decir a los hombres de Jesús para conseguir medicinas, comida y ropa. Cada vez que me traían una foto del nuevo jefe y me decían que tirara la del viejo jefe, les daba las gracias y colgaba la nueva foto en mi cabaña con flores.

»Y así fue como me convertí en el jefe de Pito Solo. Y ya ve, curandera, entiendo cómo son las cosas. No hay nada que podamos hacer nosotros para ayudar a los indios de la montaña. Perderemos la vida para nada.

—Yo, personalmente, no puedo darles la espalda —dijo Sally.

Don Alfonso puso una mano en las de ella.

Curandera, para ser mujer es la más valiente que he conocido nunca.

—No empiece otra vez, don Alfonso.

—Es usted hasta más valiente que muchos hombres que he conocido. No subestime a los indios de la montaña. No me gustaría ser uno de esos soldados a manos de los indios de la montaña y que lo último que viera de este mundo fuera mi virilidad asándose sobre una hoguera.

Nadie habló durante unos minutos. Tom se sintió cansado, muy, muy cansado.

—Don Alfonso, nosotros tenemos la culpa de lo que está ocurriendo. O mejor dicho, nuestro padre tiene la culpa. Somos responsables.

—Tomás, nada de todo eso importa, si la culpa es suya, mía o de él. No podemos hacer nada. Somos impotentes.

Philip asintió.

—Ya he tenido bastante de este viaje disparatado. No podemos salvar el mundo.

—Estoy de acuerdo —dijo Vernon.

Tom se encontró con que todos lo miraban. Estaba teniendo lugar una especie de votación y él tenía que decidir. Vio que Sally lo miraba con cierta curiosidad. No se veía a sí mismo rindiéndose. Había ido demasiado lejos.

—Nunca podré vivir en paz conmigo mismo si regresamos. Estoy con Sally.

Pero seguían siendo tres contra dos.

Aun antes de que saliera el sol, don Alfonso estaba levantado desmontando el campamento. El indio, normalmente inescrutable, temblaba de miedo.

—Anoche había un indio de la montaña a menos de medio kilómetro de nuestro campamento. Vi sus huellas. No me da miedo morir. Pero ya he causado la muerte de Pingo y Chori, y no quiero más sangre en mis manos.

Tom observó a don Alfonso reunir sus escasas pertenencias. Se sentía asqueado. Había terminado. Hauser había ganado.

—Vaya donde vaya Hauser con ese códice, y haga lo que haga, le seguiré la pista. No se librará, de mí. Puede que volvamos a la civilización, pero regresaré. Esto no se acaba aquí, de ningún modo.

Philip seguía teniendo los pies infectados y no podía caminar. Don Alfonso tejió una hamaca para transportarlo, una especie de camilla con dos palos cortos para llevar al hombro. No tardó en tenerlo todo listo. Cuando llegó el momento de partir, Tom y Vernon lo levantaron. Echaron a andar en fila india a través el estrecho pasillo de vegetación, Sally la primera blandiendo el machete, don Alfonso cerrando la marcha.

—Siento ser una carga —dijo Philip, sacándose la pipa de la boca.

—Eres una maldita carga —dijo Vernon.

—Permite que me golpee el pecho con arrepentimiento.

Tom escuchó a sus dos hermanos. Siempre había sido así, una especie de pulla medio en broma. A veces se quedaba en algo amistoso, otras no. Tom se alegraba en cierto sentido de ver a Philip lo bastante bien para empezar a tomarle el pelo a Vernon.

—Eh, espero no resbalar y dejarte caer en un hoyo de barro —dijo Vernon.

Don Alfonso echó un último vistazo a los fardos.

—Debemos hacer el menor ruido posible —dijo—. Y no fumar, Philip. O lo olerán.

Philip soltó una maldición y apagó la pipa. Empezó a llover. Llevar a Philip resultó ser mucho más difícil de lo que había anticipado Tom. Era casi imposible subirlo por los senderos resbaladizos. Cruzar con él los ríos rugientes a través de troncos inestables fue una prueba de terror. Don Alfonso permanecía vigilante e impuso un estricto régimen de silencio; hasta prohibió el uso del machete. Profundamente exhaustos, esa tarde acamparon en la única extensión de suelo llano que encontraron, un revolcadero de barro. Caían chuzos de punta; el agua entraba a raudales en la frágil cabaña que había construido Vernon, y el barro lo cubría todo. Tom y Sally salieron a cazar y deambularon dos horas por la selva sin ver nada. Don Alfonso prohibió hacer fuego, por miedo a que lo olieran. Esa noche la cena consistió en una raíz cruda que sabía a cartón y un par de frutas podridas llenas de pequeños gusanos blancos.

Siguió lloviendo a cántaros, convirtiendo las corrientes en torrentes bullentes. En diez horas de esfuerzo agotador solo habían recorrido unos cinco kilómetros. El día siguiente y el siguiente fueron más de lo mismo. Era imposible cazar, y don Alfonso no logró pescar nada. Subsistían a base de raíces y bayas, y la extraña fruta podrida que don Alfonso era capaz de coger. Hacia el cuarto día habían logrado avanzar poco más de quince kilómetros. Philip, que ya estaba medio famélico, se debilitaba rápidamente. Recuperó su expresión demacrada. Sin poder fumar, pasaba la mayor parte del tiempo mirando fijamente el dosel de los árboles sobre sus cabezas, sin apenas responder cuando le hablaban. Debilitados por el esfuerzo físico de llevar la hamaca, tuvieron que detenerse con más frecuencia para descansar. Don Alfonso pareció encogerse, los huesos le sobresalían de forma horrible, con la piel colgante y arrugada. Tom había olvidado lo que era llevar ropa seca.

El quinto día, hacia el mediodía, don Alfonso los hizo detenerse. Se agachó para arrancar algo del sendero. Era una pluma con un pequeño cordel trenzado atado a ella.

—Indios de la montaña —susurró con voz temblorosa—. Son recientes.

Hubo un silencio.

—Debemos abandonar el sendero.

Si seguir el sendero ya había sido bastante duro, en adelante caminar se volvió casi imposible. Se abrieron paso a la fuerza a través de un muro de helechos y lianas tan grueso que parecía rechazarlos. Gatearon por debajo y treparon por encima de árboles caídos, caminaron por charcos pantanosos con el barro a veces hasta la cintura. La vegetación estaba llena de hormigas e insectos agresores que cuando los importunaban se abalanzaban sobre ellos con furia, metiéndoseles por el pelo y el cuello, picándolos y mordiéndolos. Quien más los sufrió fue Philip, ya que su hamaca era arrastrada y conducida a través de la densa maleza. Don Alfonso insistió en mantenerse alejados del sendero.

Era un verdadero infierno. No paraba de llover. Se turnaban para abrir a machetazos un camino de unos cien metros a través de la densa maleza; luego dos de ellos arrastraban a Philip en su hamaca a lo largo del camino abierto. Se detenían y se relevaban para despejar otros cien pasos a través de la selva. Siguieron así, avanzando doscientos metros la hora, durante más de dos días, sin que escampara ni una sola vez, caminando con el barro hasta las rodillas, resbalándose y a veces arrastrándose colina arriba y cayendo y resbalando de nuevo. A Tom se le habían caído casi todos los botones de la camisa, y tenía los zapatos tan hechos pedazos que se había cortado varias veces los pies con ramas afiladas. Los demás estaban en un estado andrajoso parecido. En el bosque no había nada que cazar. Los días se fundían en una larga lucha a través de maleza oscura y pantanos ruidosos por la lluvia, donde los picaban o mordían con tal frecuencia que su piel adquirió la textura de una arpillera. Ahora era preciso levantar entre los cuatro a Philip, y a veces tenían que descansar una hora para arrastrarlo una docena de pasos.

Tom empezó a perder la noción del tiempo. El final estaba cerca, se daba cuenta; el momento en que no podrían continuar. Se sentía extraño, aturdido. Las noches y los días se confundían. Cayó en el barro y yació allí hasta que Sally tiró de él para levantarlo. Media hora después él tendría que hacer lo mismo por ella.

Llegaron a un claro donde había caído un árbol enorme, abriendo un agujero en el dosel del bosque. El suelo alrededor era, por una vez, relativamente llano. El árbol gigante había caído de tal modo que era posible guarecerse bajo su enorme tronco.

Tom apenas podía dar un paso. De común acuerdo tácito, todos se detuvieron para acampar. Él se sentía tan débil que se preguntó si, una vez que se tumbara, podría volver a levantarse. Aunando las últimas fuerzas que le quedaban el grupo cortó palos, los colocaron contra el tronco y los cubrieron de helechos. Parecía ser alrededor del mediodía. Se deslizaron por debajo y se apiñaron todos juntos, tumbándose directamente en el suelo mojado sobre cinco centímetros de barro. Más tarde Sally y Tom hicieron otro intento de cazar, pero volvieron antes del anochecer con las manos vacías. Se apretujaron bajo el tronco mientras caía lentamente la noche.

A la luz moribunda Tom examinó a su hermano Philip. Se hallaba en un estado desesperado. Había tenido fiebre y se había vuelto semicoherente. Tenía huecos en las mejillas y profundas ojeras; sus brazos eran como palillos con los codos hinchados. Algunas de las infecciones que habían tratado con tanto cuidado se habían abierto de nuevo y en ellas volvían a pulular gusanos. Tom sintió que se le partía el corazón. Philip se estaba muriendo.

Tom sabía en el fondo que ninguno de ellos iba a salir de ese miserable y pequeño claro.

La lánguida apatía de la inanición incipiente se apoderó de todos ellos. Tom estuvo despierto la mayor parte de la noche, incapaz de conciliar el sueño. Durante la noche escampó, y a la mañana siguiente salió el sol sobre las copas de los árboles. Por primera vez en semanas vio cielo azul… un cielo azul perfecto. La luz del sol entraba a raudales por la abertura entre las copas de los árboles. Los rayos iluminaban las columnas de insectos, convirtiéndolas en tornados de luz que se arremolinaban. Del tronco gigantesco se elevaba vaho.

Era irónico: el hueco entre los árboles enmarcaba una vista perfecta de la Sierra Azul. Llevaban una semana luchando por avanzar en sentido contrario y las montañas parecían sin embargo más cercanas que nunca: las cimas se elevaban en medio de jirones de nubes, tan azules como zafiros tallados. Tom ya no tenía hambre. «Esto es lo que ocurre cuando estás famélico», pensó.

Sintió una mano en el hombro. Era Sally.

—Ven aquí —dijo con voz grave.

Tom se asustó de pronto.

—¿Philip?

—No. Don Alfonso.

Tom se levantó y siguió a Sally a lo largo del tronco hasta donde don Alfonso había extendido su hamaca directamente sobre el suelo húmedo. Yacía de costado, mirando fijamente la Sierra Azul. Tom se arrodilló y cogió su vieja mano arrugada. Estaba caliente.

—Lo siento, Tomasito, pero soy un anciano inútil. Soy tan inútil que me estoy muriendo.

—No hable así, don Alfonso. —Puso una mano en la frente de don Alfonso y se sorprendió de lo caliente que estaba.

—La Muerte ha llamado a mi puerta y uno no puede decirle: «Ven la semana que viene, estoy ocupado».

—¿Volvió a soñar de nuevo con san Pedro o algo así anoche? —preguntó Sally.

—A uno no le hace falta soñar con san Pedro para saber cuándo le llega la hora.

Sally miró a Tom.

—¿Tienes idea de lo que le pasa?

—Sin pruebas de diagnóstico, ni análisis de sangre, ni un microscopio… —Tom soltó una maldición y se levantó, combatiendo una oleada de cansancio. «Se acabó», pensó. Eso le hizo enfurecer de una forma vaga. No era justo.

Apartó de sí esos pensamientos inútiles y echó un vistazo a Philip. Dormía. Al igual que don Alfonso tenía mucha fiebre, y Tom ni siquiera estaba seguro de si despertaría. Vernon había encendido un fuego a pesar de los ruegos que había murmurado don Alfonso de que no encendiera ninguno, y Sally preparó una infusión medicinal. Don Alfonso tenía la cara demacrada, chupada, la piel perdía color y adquiría un tono ceroso. Su respiración era laboriosa, pero seguía consciente.

—Beberé su infusión, curandera —dijo—, pero ni siquiera su medicina me salvará.

Ella se arrodilló.

—Don Alfonso, se está convenciendo de que se muere. No debe hacerlo.

Él le tomó la mano.

—No, curandera, ha llegado mi hora.

—No puede saberlo.

—Mi muerte fue anunciada.

—No quiero oír más tonterías. No puede adivinar el futuro.

—Cuando era niño tuve una fiebre muy mala y mi madre me llevó a una bruja. La bruja me dijo que aún no me había llegado la hora, pero que moriría lejos de casa, entre extraños, contemplando unas montañas azules. —Levantó la mirada hacia la Sierra Azul, enmarcada en la abertura entre las copas de los árboles.

—Podría haberse referido a otras montañas azules.

Curandera, hablaba de esas montañas, que son tan azules como el mismísimo océano.

Ella parpadeó para contener una lágrima.

—Deje de decir tonterías, don Alfonso.

Ante lo cual don Alfonso sonrió.

—Es maravilloso para un viejo tener a una joven guapa llorando en su lecho de muerte.

—Éste no es su lecho de muerte y yo no estoy llorando.

—No se preocupe, curandera. No me ha cogido desprevenido. Emprendí este viaje sabiendo que sería el último. En Pito Solo era un viejo inútil. No quería morir en mi cabaña como un anciano débil y necio. Yo, don Alfonso Boswas, quería morir como un hombre. —Hizo una pausa, inhaló, se estremeció—. Solo que no imaginé que moriría bajo un tronco podrido sobre barro hediondo, dejándoles solos.

—Entonces no se muera, don Alfonso. Le queremos. A la porra esa bruja.

Don Alfonso le cogió la mano y sonrió.

Curandera, hay algo en lo que la bruja se equivocó. Dijo que moriría entre extraños. Eso no es cierto. Muero entre amigos.

Cerró los ojos y murmuró algo, y se murió.