Hauser hizo detener a sus hombres junto al río. Más allá alcanzaba a ver las laderas azules de la Sierra Azul que se elevaban hacia las nubes como el mundo perdido de Arthur Conan Doyle. Cruzó el claro y examinó personalmente el sendero embarrado del otro lado. La lluvia constante había borrado casi todos los rastros, pero tenía la ventaja de revelarle lo recientes que eran las huellas de pies descalzos; no hacía ni dos horas que habían pasado por ahí. Parecía un grupo de seis hombres, una partida de cazadores tal vez.
Eran, por lo tanto, los indios con los que se había asociado Broadbent. No vivía nadie más en esas montañas selváticas dejadas de la mano de Dios.
Hauser se levantó de su postura arrodillada y reflexionó unos momentos. En esa selva era imposible llevar a cabo una persecución. Tampoco podría obtener nada de ellos mediante negociación. Eso le dejaba un solo curso de acción.
Indicó por señas a los soldados que avanzaran y se puso a la cabeza. Se movieron rápidamente por el sendero en la dirección que habían tomado los hombres. Había dejado atrás a Philip, bien esposado y vigilado por un soldado. A esas alturas el hijo de Broadbent estaba demasiado débil para continuar y no se hallaba en condiciones de escapar, y menos aún esposado. Era una lástima perder a un soldado cuando tenía tan pocos competentes, pero llegado el momento tal vez podría utilizar a Philip de baza en negociaciones. No debía subestimarse nunca el valor de un rehén.
Ordenó a sus hombres que marcharan a paso ligero.
Ocurrió exactamente lo que había sospechado. Los indios los habían oído acercarse a tiempo y habían desaparecido en la selva, pero no sin que antes Hauser advirtiera por dónde iban. Era un experto rastreador de la selva y los persiguió sin tregua, con una estrategia de guerra relámpago que aterrorizaría hasta al enemigo más preparado, y no digamos a un grupo de cazadores desprevenidos. Sus hombres se dividieron, y Hauser se llevó consigo a dos de ellos por una ruta alternativa para aislar a los indios.
Fue rápido, violento y ensordecedor. La selva se estremeció. Le hizo recordar con viveza los numerosos tiroteos en los que se había visto inmerso en Vietnam. Terminó en menos de un minuto; los árboles quedaron pelados y hechos trizas, los arbustos humeantes, el suelo pulverizado, y se elevó de él una bruma acre. De las ramas de un pequeño árbol colgaban orquídeas y vísceras.
Era realmente asombroso lo que podían hacer un par de simples lanzagranadas.
Hauser reunió los fragmentos de los cuerpos y determinó que habían muerto cuatro hombres. Los otros dos habían escapado. Por una vez sus soldados habían actuado de forma competente. Eso era lo que se les daba bien: matar a bocajarro, sin complicaciones. Tendría que recordarlo.
No le quedaba mucho tiempo. Necesitaba llegar al pueblo poco después de que lo hicieran los dos supervivientes, para atacarlo en el momento de mayor confusión y terror pero antes de que pudieran organizarse.
Se volvió y gritó a sus hombres:
—¡Arriba! ¡Vámonos!
Los hombres vitorearon, alentados por su entusiasmo, sintiéndose por fin en su elemento.
—¡Al pueblo!