A medida que bajaban de las montañas la selva cambió. El terreno era sumamente escarpado, un paisaje cortado por barrancos profundos y ríos torrenciales, con altas crestas entre ellos. Continuaron por el sendero de cabras, pero la vegetación había crecido tanto que tuvieron que turnarse para abrirse paso a machetazos. Se resbalaban y caían tanto al subir los senderos lodosos y empinados como al bajarlos.
Durante días avanzaron con dificultad. No había un solo lugar llano para acampar y se vieron obligados a dormir en las laderas, colgando las hamacas entre los árboles, durmiendo toda la noche bajo la lluvia. Por las mañanas la selva estaba oscura y brumosa. En un día duro podían recorrer ocho kilómetros y al final de cada jornada estaban todos totalmente exhaustos. Apenas cazaban nada. Nunca tenían comida suficiente. Tom no había pasado más hambre en toda su vida. De noche soñaba en chuletas y patatas fritas, por el día pensaba en helados y langostas untadas con mantequilla, y al caer la tarde de lo único que hablaban alrededor de la hoguera era de comida.
Los días empezaban a confundirse unos con otros. No dejó ni un solo momento de llover ni se disipó la niebla. Las hamacas se pudrieron y tuvieron que tejer otras nuevas, la ropa empezó a caérseles a pedazos, los gusanos aradores la infestaron y se introdujeron por debajo de su piel, las costuras de su calzado se deshicieron. No tenían otra muda, y la selva no tardó en reducirlos a la desnudez. Tenían el cuerpo cubierto de picaduras, mordeduras, arañazos, cortes, costras y llagas. Al subir un barranco Vernon resbaló y se agarró a un arbusto para detener la caída, haciendo que una lluvia de hormigas bravas cayera sobre él; le mordieron con tal virulencia que estuvo veinticuatro horas febril y sin poder apenas caminar.
Lo único que redimía la selva era la vida vegetal. Sally encontró una profusión de plantas medicinales y preparó con ellas un ungüento que obraba milagros con las picaduras, sarpullidos e infecciones de hongos. Y bebían una infusión de hierbas que ella había preparado y que afirmaba que era antidepresiva, aunque no impidió que se deprimieran.
Y siempre, por la noche e incluso de día, oían rugir y merodear al jaguar hembra. Nadie hablaba de ella —don Alfonso lo había prohibido—, pero Tom no se la sacaba de la cabeza. Seguro que había otras presas que comer en la selva. ¿Qué quería? ¿Por qué los seguía y nunca atacaba?
La cuarta o quinta noche —Tom había empezado a perder la cuenta— acamparon en lo alto de una cresta, entre enormes troncos de árboles medio podridos. Había llovido y se elevaba vaho del suelo. Comieron pronto: lagarto hervido con raíz de matta. Después de comer Sally se levantó con el rifle.
—Jaguar o no, me voy a cazar.
—Te acompaño —dijo Tom.
Siguieron un arroyuelo que bajaba desde el campamento a través de un barranco. Era un día gris, el bosque que los rodeaba era enclenque y enfermizo, y de la vegetación se elevaba vaho. El ruido de gotas de agua se mezclaba con los gritos apagados de los pájaros.
Durante media hora bajaron por el barranco, entre rocas cubiertas de musgo y troncos de árboles, hasta que llegaron a un riachuelo rápido. Caminaron a lo largo de él en fila india a través de la niebla que se arremolinaba. La misma Sally se movía un poco como un gato, pensó Tom viéndola abrirse paso con sigilo entre la maleza.
Sally se detuvo y alzó una mano. Levantó despacio el arma, apuntó y disparó.
Un animal se sacudió y gritó en la maleza, pero los ruidos dejaron de oírse rápidamente.
—No sé qué era, solo que era robusto y peludo. —Entre la maleza encontraron al animal, tendido de costado con las cuatro patas estiradas.
—Una especie de pécari —dijo Tom bajando la vista con desagrado. Nunca se acostumbraría a matar animales.
—Tu turno —dijo Sally sonriéndole.
Él sacó su machete y empezó a limpiar el animal mientras Sally lo observaba. De los órganos internos se elevaba vaho.
—Si le damos un hervor en el campamento, podremos arrancarle el pelo —dijo Sally.
—Estoy impaciente —dijo Tom. Terminó de destriparlo, cortó un palo y ató las patas juntas. Lo colgaron de él y se lo pusieron al hombro. No pesaba más de doce kilos, pero serviría para cenar y todavía sobraría carne para ahumarla. Echaron a andar a lo largo del barranco, volviendo por donde habían venido.
No habían dado ni veinte pasos cuando el jaguar les hizo detenerse, de pie en mitad del sendero, justo frente a ellos. Los miró con sus ojos verdes, agitando la punta de la cola de un lado para otro.
—Retrocede —dijo Tom—. Poco a poco. —Pero a medida que ellos retrocedían, el jaguar dio un paso hacia delante, y otro, avanzando con sigilo.
—¿Recuerdas lo que dijo don Alfonso?
—No puedo hacerlo —susurró ella.
—Dispárale por encima de la cabeza.
Sally levantó la boca del arma y disparó.
El estallido quedó curiosamente amortiguado por la niebla y la tupida vegetación. El jaguar se estremeció ligeramente pero no dio más muestras de haberlo oído, se limitó a seguir mirándolos, retorciendo la punta de la cola tan rítmicamente como un metrónomo.
—Lo rodearemos —dijo Sally.
Abandonaron al animal y se adentraron más en la selva. El felino no hizo ademán de seguirlos salvo con sus ojos verdes, y no tardó en desaparecer. Al cabo de unos cien metros Tom empezó a retroceder hacia la cresta. Oyeron al felino rugir un par de veces a su izquierda y siguieron bajando de la cresta. Avanzaron casi medio kilómetro y se detuvieron. Ya deberían haber encontrado el barranco y el arroyo, pero no estaban allí.
—Deberíamos dirigirnos más a la izquierda —dijo Tom.
Torcieron a la izquierda. La selva se volvió más densa, más oscura, los árboles eran más pequeños y estaban más pegados unos a otros.
—No recuerdo haber pasado por aquí antes.
Se detuvieron para escuchar. Parecía haber descendido sobre la selva un silencio inquietante. No se oía ningún arroyo, solo las gotas de agua que caían de las ramas.
A sus espaldas se oyó un rugido profundo y resonante.
Sally se volvió enfadada.
—¡Largo de aquí! —gritó—. ¡Fuera!
Siguieron andando, apretando el paso, Tom abriendo el camino a machetazos a través de la maleza. De vez en cuando oían a su izquierda al felino siguiéndoles el paso, ronroneando de vez en cuando. No era un sonido amistoso, sino profundo y sonoro, y parecía más bien un gruñido. Tom sabía que se estaban perdiendo, que no iban en la dirección que debían. Casi corrían.
Y de pronto pareció materializarse ante ellos en la niebla un destello dorado. Estaba de pie sobre una rama baja, tenso.
Se detuvieron y retrocedieron despacio mientras el animal los observaba. Luego, con un movimiento fluido, saltó a un lado de ellos, y en tres brincos se situó en una rama a sus espaldas, impidiéndoles retroceder.
Sally lo apuntaba con el rifle, pero no disparó. Se quedaron mirando al animal y éste les sostuvo la mirada.
—Creo que tal vez ha llegado el momento de matarlo —susurró Tom.
—No puedo.
Por alguna razón era la respuesta que Tom quería oír. Nunca había visto un animal tan lleno de vitalidad, tan ágil, tan magnífico.
De repente el jaguar se volvió y se alejó saltando con ligereza de rama en rama hasta desaparecer en la selva.
Se quedaron allí en silencio y Sally sonrió.
—Ya te dije que solo tenía curiosidad.
—Eso es lo que se llama curiosidad, seguirnos ochenta kilómetros. —Tom miró alrededor. Volvió a meterse el machete en la cintura y recogió el palo del que colgaba el pécari muerto. Estaba inquieto, nervioso. No había terminado.
No habían dado ni cinco pasos cuando el jaguar cayó con un grito ensordecedor sobre ellos, como una lluvia dorada, y aterrizó en la espalda de Sally con ruido sordo. El arma se disparó inútilmente. Sally se retorció al caer; aterrizaron juntos en el suelo, y la fuerza del golpe derribó al jaguar, no sin antes rasgar por la mitad la camisa de Sally.
Tom se abalanzó sobre el lomo del animal y lo sujetó entre sus piernas como si fuera un potro salvaje, al tiempo que le buscaba los ojos con los pulgares para arrancárselos; pero antes de que pudiera hacerlo sintió cómo el enorme cuerpo se flexionaba y saltaba como un muelle debajo de él. El animal volvió a rugir, saltó y se retorció en el aire mientras Tom desenfundaba el machete. Y de pronto tuvo al animal sobre él, una asfixiante masa de pelo caliente y hediondo que hacía presión sobre él y el machete, que apuntaba hacia arriba; Tom sintió cómo la hoja se hundía en el jaguar y un fuerte chorro de sangre caliente le caía a la cara. El jaguar rugió y se retorció, y Tom deslizó con toda sus fuerzas el machete hacia un lado. El cuchillo debía de haber penetrado los pulmones del animal, porque soltó un aullido que sonó como un gorgoteo ahogado y se relajó. Tom se lo quitó de encima y le arrancó el machete. El jaguar dio una última patada y se quedó inmóvil.
Se acercó corriendo a Sally, que trataba de levantarse. Al verlo ella gritó.
—Dios mío, Tom, ¿estás bien?
—¿Y tú?
—¿Qué te ha hecho? —Ella trató de tocarle la cara y él comprendió de pronto.
—No es mi sangre sino la de ella —dijo él débilmente, inclinándose sobre ella—. Deja que eche un vistazo a tu espalda.
Ella se tumbó boca abajo. Tenía la camisa hecha trizas y cuatro arañazos le recorrían el hombro. Él le quitó el resto de la camisa.
—Eh, estoy bien —dijo ella con voz ahogada.
—Calla. —Tom se quitó la camisa a su vez y empapó un extremo en un charco de agua—. Esto te va a doler.
Ella gruñó de dolor mientras él le limpiaba las heridas. No eran profundas; el mayor peligro era que se le infectaran. Tom arrancó un poco de musgo e hizo una gasa que sujetó sobre la herida con su camisa. Le ayudó a ponerse de nuevo la camisa y se sentó.
Ella lo miró de nuevo e hizo una mueca.
—Cielos, estás cubierto de sangre. —Miró hacia el animal, tumbado en todo su esplendor dorado en el suelo con los ojos entreabiertos—. ¿La has matado con el machete?
—He desenfundado el machete y ella ha saltado sobre él y lo ha hecho todo ella sola. —La rodeó con un brazo—. ¿Puedes levantarte?
—Sí.
La ayudó a ponerse de pie y ella se tambaleó un poco, pero enseguida se recuperó.
—Dame el rifle.
Tom lo recogió.
—Ya lo llevo yo.
—No, lo llevaré colgado del otro hombro. Tú lleva el pécari.
Tom no discutió. Ató de nuevo el pécari al palo, se lo puso el hombro y se detuvo para lanzar una última mirada al jaguar, tendido de costado, con los ojos vidriosos, en un charco de sangre.
—Vas a tener un montón de historias que contar cuando salgamos de aquí —dijo Sally sonriendo.
De nuevo en el campamento, Vernon y don Alfonso escucharon en silencio su historia. Cuando terminaron don Alfonso puso una mano en el hombro de Tom, lo miró a los ojos y dijo:
—Es usted un yanqui loco, Tomasito, ¿lo sabe?
Tom y Sally se retiraron a la intimidad de la cabaña, donde él le curó la herida con uno de los antibióticos de hierbas mientras ella permanecía sentada en el suelo con las piernas cruzadas y desnuda de la cintura para arriba, remendando su camisa con hilo de corteza que había fabricado don Alfonso. Ella no paraba de mirarlo con el rabillo del ojo, tratando de contener una sonrisa.
—¿Ya te he dado las gracias por haberme salvado la vida? —dijo finalmente.
—No las necesito. —Tom trató de disimular que se había ruborizado. No era la primera vez que la veía sin camisa (hacía tiempo que habían abandonado cualquier simulación de intimidad), pero esta vez sintió una intensa carga erótica. Notó cómo a ella le subía un calor por el pecho, dejándole los pezones erectos. ¿Sentía lo mismo que él?
—Sí que lo haces. —Ella dejó la camisa que remendaba, se volvió y, echándole los brazos al cuello, lo besó suavemente en los labios.