23

El campamento había sido levantado con la habitual precisión militar en una isla montañosa rodeada por el pantano. Philip estaba sentado junto al fuego, fumando su pipa y escuchando los ruidos nocturnos de la selva. Le sorprendía lo competente que había resultado ser Hauser en la selva, organizando y diseñando un campamento, dando instrucciones a los soldados acerca de sus diversas tareas. Hauser no contaba para nada con él y había rechazado todos sus ofrecimientos para ayudar. No es que Philip estuviera impaciente por caminar por el barro cazando enormes ratas para cenar, como parecían estar haciendo ellos en estos momentos. Pero le desagradaba sentirse inútil. Ése no era el desafío que su padre había previsto, sentado junto a una hoguera fumando su pipa mientras los demás hacían todo el trabajo.

Arrojó de un puntapié un palo a las brasas. Al infierno el «desafío». Tenía que ser lo más estúpido que un padre había hecho a sus hijos desde que el rey Lear dividió su reino.

Ocotal, el guía que habían recogido en ese lamentable pueblo junto al río, estaba sentado solo, atendiendo el fuego y cocinando arroz. Era un tipo extraño, ese Ocotal: menudo, silencioso, muy digno. Había algo en él que le hacía atractivo; parecía uno de esos hombres profundamente convencidos en su fuero interno de su propia valía. Sin duda sabía lo que hacía, guiándolos a través de un increíble laberinto de ramales, día tras día, sin la menor vacilación, haciendo caso omiso de las exhortaciones, comentarios y preguntas de Hauser. Se mostraba indiferente ante cualquier intento de conversación, tanto por parte de él como de Hauser.

Vació la cazoleta de la pila, alegrándose de haberse abastecido de latas de Dunhill Early Morning, y la llenó de nuevo. Debería fumar menos, sobre todo en vista del cáncer de su padre. Pero eso después del viaje. Por el momento el humo era la única manera de ahuyentar los mosquitos.

Se oyeron gritos; Philip se volvió y vio a Hauser volver de la cabaña con un tapir muerto colgado de un palo, llevado por cuatro soldados. Levantaron el animal con una cuerda y una polea, y lo colgaron de una rama cercana. Hauser dejó a los hombres y fue a sentarse al lado de Philip. Desprendía un débil olor a loción para después del afeitado, humo de tabaco y sangre. Sacó un puro, lo cortó y lo encendió. Se llenó los pulmones de humo y lo exhaló lentamente por la nariz, como un dragón.

—Estamos haciendo excelentes progresos, Philip, ¿no te parece?

—Admirables. —Philip dio un manotazo a un mosquito. No podía comprender cómo se las arreglaba Hauser para que no le picaran, a pesar de no ponerse nunca repelente. Tal vez su flujo sanguíneo tenía una concentración mortífera de nicotina. Advirtió que daba caladas a sus gruesos puros Churchill como si fueran cigarrillos. Era extraño que un hombre muriera por ello y otro viviera.

—¿Conoces el dilema de Gengis Jan? —preguntó Hauser.

—No puedo decir que lo haga.

—Cuando Gengis Jan se preparaba para morir, quiso que lo enterraran como correspondía al gran gobernante que era: con un montón de tesoros, concubinas y caballos para disfrutar en la otra vida. Pero sabía que era casi seguro que saquearan su tumba, privándole de todos los placeres que le corresponderían al otro lado.

Pensó en ello largo tiempo y no pudo dar con una solución. Por fin llamó a su gran visir, el hombre más sabio de su reino.

»“¿Qué puedo hacer para impedir que saqueen mi tumba?”, preguntó al visir.

»El visir reflexionó sobre ello largo tiempo y finalmente dio con una solución. Se la expuso a Gengis Jan y éste quedó satisfecho. Cuando Gengis finalmente murió, el visir llevó a cabo el plan. Envió a diez mil trabajadores a las remotas montañas Altai, donde construyeron una gran tumba tallada en roca viva, la llenaron de oro, piedras preciosas, vino, sedas, marfil, madera de sándalo e incienso. Sacrificaron a más de cien hermosas vírgenes y mil caballos para el disfrute del jan en la otra vida. Se celebró un gran funeral con muchos festejos entre los trabajadores y a continuación enterraron el cuerpo de Gengis Jan en la tumba y ocultaron cuidadosamente la puerta. Se cubrió de tierra la zona y mil jinetes fueron de acá para allá por el valle, borrando todo rastro de su obra.

»Cuando los trabajadores y los jinetes volvieron, el visir los recibió con el ejército del jan, que los mató como si fueran un solo hombre.

—Qué horrible.

—Entonces el visir se suicidó.

—Qué estúpido. Podría haber sido rico.

Hauser soltó una risita.

—Sí. Pero era leal. Sabía que ni a él, el hombre más valioso, se le podía confiar un secreto así. Podría contarlo de noche entre sueños, o podrían sonsacárselo bajo tortura, o su propia codicia podría acabar siendo más fuerte que él. Ése era el punto débil del plan. Por lo tanto, tenía que morir.

Philip oyó golpes y se volvió, y vio cómo los cazadores destripaban al animal a machetazos. Las entrañas se desparramaron por el suelo. Hizo una mueca y desvió la vista. Había razones para defender el estilo de vida vegetariano, pensó.

—Ése era el problema, Philip, el punto débil del plan del visir. Requería que Gengis Jan confiara su secreto al menos a otra persona. —Hauser exhaló una nube de humo acre—. La pregunta que te hago es: ¿en quién confió tu padre?

Era una buena pregunta que Philip había considerado bastante tiempo.

—No en una novia o una exmujer. Se quejaba continuamente de sus médicos y sus abogados. Sus secretarias se despedían constantemente. No tenía verdaderos amigos. El único hombre en quien confiaba era su piloto.

—Y ya hemos comprobado que no estuvo involucrado. —Hauser sostuvo su puro en ángulo contra sus labios—. Esa es la cuestión, Philip. ¿Tenía tu padre una vida secreta? ¿Un idilio clandestino? ¿Un hijo nacido fuera del matrimonio al que trataba con favoritismo?

Philip se quedó helado ante esa última insinuación.

—No tengo ni idea.

Hauser agitó el puro.

—Algo en lo que pensar, ¿eh, Philip?

Guardó silencio. La intimidad animó a Philip a hacer la pregunta que llevaba un tiempo queriendo hacer.

—¿Qué pasó entre ustedes?

—¿Sabías que éramos amigos de la infancia?

—Sí.

—Crecimos juntos en Erie. Jugábamos juntos al béisbol en la manzana donde vivíamos, íbamos juntos al colegio, fuimos juntos a nuestro primer burdel. Creíamos conocernos muy bien. Pero cuando estás aquí en la selva y te ves empujado contra la pared de la supervivencia, salen cosas a la luz. Descubres cosas de ti mismo que no sabías que estaban allí. Averiguas quién eres en realidad. Eso es lo que nos pasó. Llegamos a la mitad de la selva, perdidos, llenos de picaduras, hambrientos, medio muertos por la fiebre, y descubrimos quiénes éramos en realidad. ¿Sabes qué descubrí? Descubrí que despreciaba a tu padre.

Philip miró a Hauser. El hombre le sostenía la mirada, su rostro tan sereno e impenetrable como siempre. Sintió cómo se le ponía la carne de gallina.

—¿Qué descubrió de usted mismo, Hauser? —preguntó.

Vio que la pregunta le había cogido desprevenido. Se rio, tiró al fuego el puro y se levantó.

—Pronto lo descubrirás.