A las tres de la madrugada ocuparon sus puestos, Sally al lado de la puerta y Tom preparado junto a la pared del fondo. Contó en un susurro hasta tres y empezaron a dar patadas a la vez. El asalto de Sally a la puerta enmascaraba el ruido de las patadas de Tom a los tablones de la pared trasera. Los golpes combinados sonaban como uno solo, retumbando con fuerza en el espacio cerrado. El deteriorado tablón se desprendió, como Tom había esperado.
Los perros del pueblo empezaron a ladrar, y uno de los soldados soltó una maldición.
—¿Qué están haciendo?
—Necesito ir al lavabo —dijo Sally.
—No, no, debe hacerlo allí dentro.
Tom volvió a contar en un susurro, uno, dos, tres, patada. Sally dio otro golpe a la puerta mientras él desprendía de una patada un segundo tablón.
—¡Paren! —dijo el soldado.
—¡Pero necesito ir, cabrón!
—Lo siento, señorita, pero debe hacerlo allí dentro. Tengo órdenes de no abrir la puerta.
¡Uno, dos, tres, patada!
Se desprendió el tercer tablón. El boquete era lo bastante grande para pasar por él. Los perros del pueblo ladraban histéricos.
—¡Una patada más y llamo al teniente!
—¡Pero tengo que ir!
—No puedo hacer nada.
—Todos los soldados sois unos bárbaros.
—Son las órdenes, señorita.
—Eso es exactamente lo que dijeron los soldados de Hitler.
—Vamos, Sally —susurró Tom, haciéndole gestos en la oscuridad.
—Hitler no era un hombre tan malo, señorita. Hizo los trenes que ahora circulan.
—Ese fue Mussolini, idiota. Acabaréis en las mazmorras y que os pudráis en ellas.
—¡Sally! —gritó Tom.
Sally se acercó al fondo.
—¿Has oído lo que acaban de decir esos nazis?
Él la empujó por el boquete y le pasó los sacos de dormir. Corrieron agachados por el sendero entre la selva que conducía al pueblo. En el pueblo no había electricidad, pero el cielo estaba despejado y la luz de la luna iluminaba las calles vacías. Los perros ya ladraban, de modo que lograron cruzarlo sin levantar más alarmas. A pesar del ruido nadie se inmiscuyó.
«Esta gente ha aprendido a ocuparse de sus asuntos», pensó Tom.
Al cabo de cinco minutos estaban junto a los botes. Tom apuntó la linterna hacia la canoa del ejército, la del motor de ocho caballos. Estaba en buenas condiciones, con dos grandes depósitos de gasolina de plástico, los dos llenos. Empezó a desamarrar la proa. De pronto oyó una voz que habló en un susurro desde la oscuridad.
—No quieren ese bote.
Era el hombre al que habían contratado poco antes ese día.
—Por supuesto que lo queremos —siseó Tom.
—Dejen que estúpidos hombres del ejército cojan ese bote. El agua está bajando. Ellos se quedan encallados en cada curva de río. Cojan mi bote. Ustedes no se quedan encallados. Así escapan. —Saltó como un gato sobre la cubierta y desamarró una esbelta canoa con un motor de seis caballos—. Suban.
—¿Viene con nosotros? —preguntó Sally.
—No. Digo a estúpidos hombres del ejército que ustedes me roban. —Empezó a desenganchar los depósitos de gasolina del bote del ejército y a cargarlos en la parte trasera de su canoa. Cargó también el depósito del otro bote. Tom y Sally subieron. Tom metió una mano en el bolsillo y ofreció dinero al hombre.
—Ahora no. Si me registran, encuentran dinero y me pegan tiro.
—¿Cómo podemos pagarle? —preguntó Tom.
—Me pagan un millón de dólares más tarde. Me llamo Manuel Waono. Siempre estoy aquí.
—Un momento. ¡Un millón de dólares!
—Usted es americano rico, para usted es fácil pagarme un millón de dólares. Yo, Manuel Waono, les salvo la vida. Ahora váyanse. Deprisa.
—¿Cómo encontraremos Pito Solo?
—Es el último pueblo junto al río.
—Pero no sabemos…
El indio no estaba interesado en dar más explicaciones. Empujó con un gran pie descalzo la embarcación y esta se adentró en la negrura.
Tom bajó el motor al agua, metió el estárter y lo puso en marcha de un tirón. Al instante cobró vida con un rugido. En el silencio, el ruido sonó agudo y fuerte.
—¡Váyanse! —dijo Manuel desde la orilla.
Tom dirigió el bote hacia delante. Aceleró el motor al máximo y éste gimió y se estremeció; la larga canoa de madera empezó a moverse por el agua. Tom la condujo mientras Sally permanecía en la popa, enfocando con la linterna el río que tenían ante sí.
No había pasado ni un minuto cuando Manuel empezó a gritar en español en el embarcadero.
—¡Socorro! ¡Me han robado! ¡La canoa, me han robado la canoa!
—Dios mío, no ha esperado mucho —murmuró Tom.
Por encima del río oscuro no tardó en llegar flotando hasta ellos una algarabía de voces excitadas. Por el terraplén bajaba oscilando la intensa luz de una lámpara de gas junto con varias linternas, iluminando a una muchedumbre que se congregaba en el embarcadero provisional. Se alzaron gritos furiosos y confusos, y de pronto se produjo un silencio. Una voz retumbó en inglés: la voz del teniente Vespán.
—¡Den media vuelta, por favor, u ordenaré a mis hombres que disparen!
—Está fanfarroneando —dijo Sally.
Tom no estaba tan seguro.
—No crean que bromeo —gritó el teniente.
—No disparará —dijo Sally.
—Una… dos…
—Es un farol.
—Tres…
Hubo un silencio.
—¿Qué te he dicho?
De pronto una repentina ráfaga de armas automáticas cruzó el agua, sorprendentemente fuerte y cercana.
—¡Mierda! —gritó Tom arrojándose al suelo de la canoa. Cuando esta empezó a dar bandazos, se apresuró a estabilizar la palanca del motor.
Sally seguía sentada en la proa, indiferente.
—Están disparando al aire, Tom. No van a arriesgarse a alcanzarlos. Somos americanos.
Hubo una segunda ráfaga. Esta vez Tom oyó claramente cómo los disparos rozaban el agua que los rodeaba. Sally se tiró al instante al suelo a su lado.
—¡Por Dios, nos están disparando! —gritó.
Tom alargó una mano y empujó la palanca hacia un lado, haciendo virar la canoa en una brusca maniobra evasiva. Hubo dos breves ráfagas más y esta vez oyeron el zumbido de las balas por encima de sus cabezas y a su izquierda, como abejas. Les disparaban descaradamente guiándose por el ruido del motor, paseando sus armas automáticas de una orilla a otra. Y estaba fuera de toda duda que disparaban a matar.
Tom hizo avanzar el bote en zigzag, tratando de despistar a los tiradores. Sally aprovechaba cada pausa para levantar la cabeza y apuntar la linterna hacia delante para ver adonde iban. Estarían a salvo, al menos por el momento, una vez que tomaran la curva del río.
Hubo otra ráfaga, y esta vez rozaron la borda varias balas, haciendo llover astillas sobre ellos.
—¡Mierda!
—¡Iremos por vosotros! —se alzó la voz del teniente, más débil ahora—. Os encontraremos y lo lamentaréis el breve resto de vuestras tristes vidas.
Tom contó hasta veinte y se aventuró a mirar de nuevo hacia delante. Tomaban despacio la curva, alejándose de la línea de fuego. Condujo la canoa todo lo cerca que se atrevió de la pared de vegetación. A medida que salían de la curva, las luces del pequeño embarcadero que brillaban a través del follaje dejaron de verse.
Lo habían conseguido.
Hubo otra tímida ráfaga de disparos. Tom oyó a su izquierda crujidos y ruido de ramas partiéndose a medida que los árboles detenían las balas. Los ruidos resonaron a lo lejos y el río quedó en silencio.
Ayudó a levantarse a Sally, que tenía la cara pálida, casi fantasmal, a la tenue luz. Luego apuntó la linterna alrededor. A cada lado del río oscuro se alzaban dos muros de árboles. Una sola estrella brilló brevemente en un pedazo de cielo abierto, luego titiló y parpadeó a través del dosel sobre sus cabezas. El pequeño motor gemía conforme avanzaban. De momento estaban solos en el río. La noche oscura y húmeda los envolvió.
Tom cogió la mano de Sally. Notó que temblaba, luego se dio cuenta de que la suya también lo hacía. Los soldados habían disparado a matar. Lo habían visto un millón de veces en el cine, pero que te dispararan de verdad era algo totalmente distinto.
La luna se escondía detrás del muro de selva y la oscuridad ahogó el río. Tom apuntó la linterna para ver qué había más adelante, y condujo el bote alrededor de los tocones y las partes rocosas o poco profundas. Alrededor de ellos zumbaba una creciente nube de mosquitos, que parecían multiplicarse a medida que avanzaban.
—Supongo que no llevas repelente en uno de tus bolsillos —preguntó Tom.
—La verdad es que logré coger mi riñonera del jeep. Me la guardé en los pantalones. —Ella sacó la pequeña bolsa de un enorme bolsillo en su muslo y abrió la cremallera. Empezó a rebuscar entre toda clase de objetos: un bote de pastillas para purificar el agua, varias cajas de cerillas resistentes al agua, un fajo de billetes de dólar enrollados, un mapa, una tableta de chocolate, un pasaporte, varias tarjetas de crédito inútiles.
—Ni siquiera sé lo que llevo.
Empezó a revisar la mezcolanza de objetos mientras Tom le sostenía la linterna. No había repelente. Soltó una maldición y volvió a guardarlo todo. Al hacerlo, se cayó una fotografía. Tom la enfocó con la linterna. Era de un joven extraordinariamente atractivo de cejas negras y barbilla marcada. La expresión grave que le fruncía el entrecejo, el gesto firme de los labios, la chaqueta de tweed y la forma de ladear la cabeza lo mostraban como un hombre que se tomaba a sí mismo muy en serio.
—¿Quién es? —preguntó Tom.
—Oh —dijo Sally—. El profesor Clyve.
—¿Ése es Clyve? ¡Si es jovencísimo! Me imaginaba un viejo con cárdigan fumando pipa.
—¡No le gustaría oírte decir eso! Es el profesor más joven de la historia del departamento. Entró en Stanford a los dieciséis, se licenció a los diecinueve y se doctoró a los veintidós. Es un verdadero genio. —Ella se guardó con cuidado la foto en el bolsillo.
—¿Por qué llevas una foto de tu profesor?
—Vaya, porque estamos prometidos —dijo Sally alegremente—. ¿No te lo había dicho?
—No.
Sally lo miró con curiosidad.
—No tienes ningún problema con eso, ¿verdad?
—Por supuesto que no. —Tom sintió que se ruborizaba y confió en que la oscuridad lo ocultara. Era consciente de que ella lo miraba fijamente a la tenue luz.
—Pareces sorprendido.
—Bueno, lo estoy. Después de todo no llevas ningún anillo de compromiso.
—El profesor Clyve no cree en esas convenciones burguesas.
—¿Y le pareció bien que hicieras este viaje conmigo…? —Tom se interrumpió, dándose cuenta de que acababa de meter la pata.
—¿Crees que necesito tener permiso de «mi hombre» para hacer un viaje? ¿O estás insinuando que no puede fiarse de mí en el terreno sexual? —Ladeó la cabeza, mirándole con los ojos entrecerrados.
Tom desvió la mirada.
—Siento haberlo preguntado.
—Yo también. Por alguna razón creía que eras más liberal que eso.
Tom se concentró en conducir la canoa, ocultando su embarazo y su confusión. El río estaba silencioso; el calor nocturno y cenagoso los envolvía. Un pájaro chilló en la oscuridad. En el silencio que siguió, Tom oyó un ruido.
Apagó inmediatamente el motor, con el corazón palpitándole con fuerza. Volvió a oírse el ruido: el chisporroteo de un fueraborda puesto en marcha. Se hizo un silencio sobre el río. El bote bordeaba la orilla.
—Han encontrado gasolina. Vienen por nosotros.
La canoa empezó a moverse empujada por la corriente. Tom cogió la pértiga y la sumergió en el agua. La canoa se balanceó ligeramente hacia la corriente y se estabilizó. Intentando que no se moviera, escucharon. Hubo otro chisporroteo seguido de un rugido. El rugido se convirtió en un murmullo. No había ninguna duda: era el ruido de un fueraborda.
Tom se dispuso a encender de nuevo el motor.
—No —dijo Sally—. Lo oirán.
—No podremos sacarles ventaja solo con la pértiga.
—Tampoco podremos hacerlo con el motor. Los tendremos encima dentro de cinco minutos con ese ocho caballos. —Sally iluminó con la linterna el muro de selva que los rodeaba a ambos lados. El agua se adentraba entre los árboles, inundando la selva—. Nos esconderemos.
Tom impulsó la canoa con la pértiga hacia el borde de la selva inundada. Había una pequeña abertura: un estrecho ramal que parecía haber sido un riachuelo en la estación seca. Dirigió la canoa hacia él con la pértiga y chocaron de pronto con algo: un tronco hundido.
—Baja —dijo.
El agua solo tenía treinta centímetros de profundidad, pero debajo había medio metro de barro en el que se hundieron con un remolino de burbujas. Se elevó un desagradable hedor a metano. La parte trasera de la canoa seguía sobresaliendo hacia el río, donde la verían al instante.
—Levanta y empuja.
Levantaron con dificultad la proa por encima del tronco y, empujándola entre los dos, pasaron la canoa al otro lado. A continuación volvieron a subirse a ella. El ruido del Evinrude aumentó. La embarcación de los soldados se acercaba a toda velocidad por el río.
Sally cogió la segunda pértiga y juntos impulsaron la canoa hacia delante, internándose más en la selva inundada. Tom apagó la linterna y al cabo de un momento vieron un potente foco a través de los árboles.
—Seguimos estando demasiado cerca —dijo Tom—. Nos verán.
Trataron de utilizar las pértigas, pero se hundían en el barro y se encallaban. Él sacó bruscamente la suya del agua y, dejándola en el suelo de la canoa, agarró unas lianas y se dio impulso con ellas para adentrarse más en la selva a través de una maraña de helechos y arbustos. El Evinrude estaba casi sobre ellos. El foco brilló a través de la selva en el preciso momento en que Tom asía a Sally y la arrojaba al suelo. Se quedaron tumbados uno al lado del otro, él rodeándola con el brazo, rezando para que los soldados no vieran su motor.
El ruido del fueraborda se hizo más intenso. Había aminorado la velocidad y el foco exploraba la selva en la que se hallaban escondidos. Tom oyó las interferencias de un walkie-talkie, el murmullo de voces. El foco iluminó la selva que los rodeaba como si se tratara de un plató cinematográfico, luego siguió avanzando despacio. Regresó la bendita oscuridad. El ruido del motor pasó de largo y se hizo más débil.
Tom se irguió a tiempo para ver destellar el foco más adelante en la selva a medida que la embarcación tomaba la curva.
—Se han ido —dijo.
Sally se incorporó hasta quedar sentada, apartándose el pelo enmarañado de la cara. Los mosquitos se habían congregado alrededor de ellos en una espesa nube que zumbaba. Tom los sentía por todas partes, en el pelo, metiéndosele por las orejas y las fosas nasales, bajándole por la nuca. Con cada manotazo mataba una docena que era reemplazada al instante. Cuando trataba de respirar inhalaba mosquitos.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Sally dando manotazos.
Tom empezó a arrancar ramitas secas de los arbustos que los rodeaban.
—¿Qué estás haciendo?
—Un fuego.
—¿Dónde?
—Ya lo verás. —Cuando hubo recogido un montón de ramitas, se inclinó por encima del borde y cogió un puñado de barro del pantano. Lo esparció por el suelo de la canoa y lo cubrió de hojas, y construyó encima un pequeño tipi con ramitas y hojas secas—. Una cerilla.
Sally le pasó la caja y él encendió el fuego. En cuanto prendió, arrojó hojas verdes y ramitas. Se elevó una espiral de humo que se concentró en el aire inmóvil. Arrancó una hoja enorme de un arbusto cercano y la utilizó como abanico para dirigir el humo hacia Sally. La furiosa nube de mosquitos retrocedió. El humo tenía un agradable olor a especias.
—Un buen truco —dijo Sally.
—Me lo enseñó mi padre en una excursión en canoa al norte de Maine. —Arrancó unas cuantas hojas más del arbusto y las echó al fuego.
Sally sacó el mapa y empezó a estudiarlo a la luz de la linterna.
—Parece ser que hay un montón de ramales en este río. Creo que deberíamos seguir por ellos hasta Pito Solo.
—Buena idea. Y a partir de ahora creo que tendremos que utilizar la pértiga. No podemos arriesgarnos a encender el motor.
Sally asintió.
—Tú ocúpate del fuego mientras yo le doy a la pértiga —dijo Tom—. Nos iremos turnando. No pararemos hasta que lleguemos a Pito Solo.
—De acuerdo.
Tom volvió a poner la canoa en el agua y la hizo avanzar a lo largo de la selva inundada, atento a ver si oía el fueraborda. No tardaron en llegar a un pequeño ramal que se alejaba serpenteante del cauce principal. Se adentraron por él.
—No sé por qué, pero me parece que el teniente Vespán no tenía la menor intención de llevarnos de nuevo a San Pedro Sula —dijo Tom—. Creo que pensaba tirarnos del helicóptero. Si no fuera por esa pieza que faltaba, estaríamos muertos.