Tom Broadbent estaba arrellanado en un mullido sofá de la «suite para ejecutivos» del Sheraton Royale de San Pedro Sula, estudiando un mapa del país. Maxwell había volado con todo su cargamento a la ciudad Laguna Brus, en la Costa de los Mosquitos, en la desembocadura del río Patuca. Una vez allí, había desaparecido. Decían que se había dirigido río arriba, que era la única ruta que conducía al vasto, montañoso e inexplorado interior del sur de Honduras.
Recorrió con el dedo la sinuosa línea azul del río en el mapa, a través de pantanos, colinas y mesetas, hasta que desaparecía en una red de afluentes que nacían en una escarpada hilera de cordilleras paralelas. En el mapa no se veían carreteras ni ciudades; era realmente un mundo perdido.
Tom había averiguado que llevaban por lo menos una semana de retraso con respecto a Philip y casi dos con respecto a Vernon. Estaba profundamente preocupado por sus hermanos. Se necesitaba tenerlos bien puestos para matar a dos policías, y hacerlo tan deprisa y con éxito. Saltaba a la vista que quien lo había hecho era un asesino profesional. Seguramente sus dos hermanos eran los siguientes en su lista.
Sally, envuelta en una toalla, salió del cuarto de baño tarareando para sí y cruzó la sala de estar, con su brillante pelo mojado cayéndole por la espalda. Tom la siguió con la mirada mientras desaparecía en su dormitorio. Era aún más alta que Sarah…
Apartó ese pensamiento de su mente.
Al cabo de diez minutos ella volvió, con unos pantalones caqui ligeros, una camisa de manga larga, un sombrero de lona con una mosquitera desenrollada alrededor de la cara y un par de guantes resistentes, todo comprado esa mañana en una visita a las tiendas.
—¿Qué tal estoy? —preguntó, dándose la vuelta.
—Parece que estés en cuarentena.
Ella enrolló la mosquitera y se quitó el sombrero.
—Así está mejor.
Arrojó el sombrero y los guantes a la cama.
—He de reconocer que tu padre me tiene muy intrigada. Debió de ser un auténtico excéntrico.
—Lo era.
—¿Cómo era? Si no te importa que te lo pregunte.
Tom suspiró.
—Cuando entraba en una habitación, todas las cabezas se volvían. Irradiaba algo…, autoridad, poder, confianza en sí mismo. No estoy seguro de qué era. La gente se sentía intimidada por él, aun cuando no sabían quién era.
—Conozco esa clase de persona.
—Fuera donde fuese, hiciera lo que hiciese, los periodistas lo seguían. A veces había paparazzi esperando fuera de la verja de nuestra casa. Quiero decir que allí estábamos nosotros yendo al colegio y los malditos paparazzi nos perseguían por la vieja ruta de Santa Fe como si fuéramos la princesa Diana o algo parecido. Era ridículo.
—Qué carga para ti.
—No siempre era una carga. A veces era hasta divertido. Los matrimonios de mi padre siempre eran una gran noticia; cuando te enterabas, sacudías la cabeza, y chasqueabas la lengua. Se casó con mujeres increíblemente guapas que nadie había visto antes…, no quería saber nada de modelos ni actrices. Mi madre, antes de que él la conociera, era recepcionista en una clínica dental. A él le encantaba ser el centro de atención. De vez en cuando, solo para divertirse, pegaba un puñetazo a uno de los paparazzi y tenía que pagar los daños. Se sentía orgulloso de sí mismo. Era como Onassis, una persona que se sale de lo corriente.
—¿Qué fue de tu madre?
—Murió cuando yo tenía cuatro años. Un caso raro y repentino de meningitis. Fue la única de sus mujeres de la que no se divorció…, no le dio tiempo, supongo.
—Lo siento.
—Casi no la recuerdo, salvo, bueno, como sensaciones. Calor y cariño, esa clase de cosas.
Ella sacudió la cabeza.
—Sigo sin entenderlo. ¿Cómo pudo tu padre hacer esto a sus hijos?
Tom bajó la mirada hacia el mapa.
—Todo lo que hacía y todo lo que poseía tenía que ser extraordinario. Eso también se aplicaba a nosotros. Pero nosotros no éramos como él quería. Huir y enterrarse con su dinero fue su último intento de obligarnos a hacer algo que pasara a la historia. Algo que le hiciera sentirse orgulloso. —Se rio con amargura—. Si la prensa se enterara de esto, sería increíble. Colosal. Un tesoro de quinientos millones de dólares, enterrado en una tumba escondida en alguna parte de Honduras. El mundo entero vendría aquí a buscarlo.
—Debió de ser difícil tener un padre así.
—Lo fue. No sé cuántos partidos de tenis jugué en los que él se marchó antes de tiempo porque no quería verme perder. Era un jugador de ajedrez despiadado, pero si se daba cuenta de que iba a ganarnos, dejaba la partida. No podía soportar vernos perder, ni siquiera contra él. Cuando llegaban los boletines de notas nunca decía nada, pero veías la decepción en su mirada. Si no eran todo sobresalientes significaba una catástrofe tal que no era capaz de hablar de ello.
—¿Sacaste alguna vez todo sobresalientes?
—Una. Me puso una mano en el hombro y me dio un apretón afectuoso. Eso fue todo. Pero dijo muchísimo.
—Lo siento. Qué horrible.
—Cada uno de nosotros nos refugiamos en algo. Yo lo hice en los fósiles, quería ser paleontólogo, y luego en los animales. Ellos no te juzgan. No te piden que seas otra persona. Un caballo te acepta tal como eres.
Guardó silencio. Era asombroso lo mucho que le dolía pensar en su niñez, aun a sus treinta y tres años.
—Lo siento —dijo Sally—. No era mi intención entrometerme.
Tom le restó importancia con un ademán.
—No quiero cargármelo. Fue un buen padre a su manera. Tal vez nos quería demasiado.
—Bueno —dijo Sally al cabo de un momento, levantándose—. En este momento necesitamos encontrar un guía que nos lleve al río Patuca, y no tengo ni idea de por dónde empezar. —Cogió la guía telefónica y empezó a hojearla—. Nunca he hecho esta clase de cosa. Me pregunto si hay una lista aquí debajo de «Viajes de aventura» o algo por el estilo.
—Se me ocurre una idea mejor. Necesitamos encontrar el abrevadero de los periodistas extranjeros. Son los viajeros más inteligentes del mundo.
—Apúntate un tanto.
Ella se inclinó, sacó unos pantalones y se los tiró junto con una camisa, unos calcetines y un par de zapatos ligeros para caminar. Todo terminó en un montón frente a él.
—Ahora puedes quitarte esas botas de cowboy macho.
Tom recogió la ropa y fue a su habitación a cambiarse. Parecía no tener más que bolsillos. Cuando salió, Sally lo miró de reojo y dijo:
—Después de unos días en la selva puede que dejes de tener ese aspecto tan ridículo.
—Gracias. —Tom se dirigió al teléfono y llamó a la recepción.
Al parecer los periodistas frecuentaban un bar llamado Los Charcos.
—Déjame hablar a mí —dijo Sally—. Mi español es mejor que el tuyo.
—También eres más guapa.
Sally frunció el entrecejo.
—Las bromas sexistas no me hacen gracia.
Se sentaron a la barra.
—Hola —dijo Sally alegremente al camarero, un hombre de párpados caídos—. Estoy buscando al corresponsal del New York Times.
—¿El señor Sewell? No le he visto desde el huracán, señorita.
—¿Qué me dice del reportero del Wall Street Journal?
—No tenemos ningún reportero del Wall Street Journal aquí. Somos un país pobre.
—Bueno, ¿y qué periodistas tienen?
—Allí está Roberto Rodríguez de El Diario.
—No, no, estoy buscando a un norteamericano. Alguien que conozca el país.
—¿Se contentaría con un inglés?
—De acuerdo.
—Allí tiene a Derek Dunn —murmuró, señalando con los labios—. Está escribiendo un libro.
—¿Sobre qué?
—Viajes y aventuras.
—¿Ha escrito otros libros? Déme un título.
—El último fue Slow Water.
Sally dejó un billete de veinte dólares en la barra y se acercó a Dunn. Tom la siguió. «Esto va a ser divertido», pensó. Dunn estaba sentado solo en una sala pequeña dando cuenta de una copa; era un hombre con una mata de pelo rubio sobre una cara regordeta y roja. Sally se detuvo, señaló y exclamó:
—Oh, usted es Derek Dunn, ¿verdad?
—Tengo fama de responder por ese nombre, sí —dijo él. Tenía la nariz y las mejillas de un rosa permanente.
—¡Oh, qué emocionante! ¡Slow Water es uno de mis libros preferidos! ¡Me encantó!
Dunn se levantó, dejando ver un cuerpo robusto, esbelto y en forma, vestido con unos pantalones caqui gastados y una sencilla camisa de algodón de manga corta. Era un hombre atractivo al estilo del Imperio británico.
—Muchas gracias —dijo—. ¿Y usted es?
—Sally Colorado. —Ella le bombeó la mano.
«Ya lo tiene sonriendo como un idiota», pensó Tom. Se sentía estúpido con su ropa nueva que olía a tienda. A su lado Dunn parecía haber regresado de los confines de la tierra.
—¿Se tomarían una copa conmigo?
—Sería un honor —dijo Sally.
Dunn le señaló una banqueta a su lado.
—Tomaré lo mismo que usted —dijo ella.
—Un gin-tonic. —Dunn llamó al camarero con un ademán, luego levantó la mirada hacia Tom—. Usted también puede sentarse si quiere.
Tom tomó asiento sin decir nada. Empezaba a perder su entusiasmo por esa idea. No le gustaba el señor Dunn, de rostro colorado, que miraba intensamente a Sally, y no solo la cara.
El camarero se acercó. Dunn habló en español.
—Un gin-tonic para mí y para la señora. ¿Y…? —Miró a Tom.
—Limonada —dijo Tom con amargura.
—Y una limonada —añadió Dunn, dando a entender con su tono lo que pensaba exactamente del brebaje escogido por Tom.
—¡Me alegro tanto de haberle encontrado! —dijo Sally—. ¡Qué casualidad!
—De modo que ha leído Slow Water —dijo Dunn sonriente.
—Uno de los mejores libros de viajes que he leído nunca.
—Ya lo creo —dijo Tom.
—¿Usted también lo ha leído? —Dunn se volvió hacia él expectante.
Tom se fijó en que Dunn ya se había zampado la mitad de su copa.
—Desde luego que lo leí —respondió Tom—. Me gustó sobre todo la parte en que se cae en una mierda de elefante. Me partí de risa.
Dunn vaciló.
—¿Mierda de elefante?
—¿No había mierda de elefante en su libro?
—En Centroamérica no hay elefantes.
—Oh. Debo de estar confundiéndome con otro libro. Le pido disculpas.
Tom vio los ojos verdes de Sally clavados en él. No sabía si estaba furiosa o contenía una carcajada.
Dunn se volvió en su silla, dándole la espalda a Tom y dedicando toda su atención a Sally.
—Puede que le interese saber que estoy trabajando en un nuevo libro.
—¡Qué emocionante!
—Lo voy a titular Noches en Mosquitia y trata de la Costa de los Mosquitos.
—¡Oh, allí es adonde vamos a ir nosotros! —Sally aplaudió emocionada como una niña. Tom bebió un sorbo, arrepintiéndose de lo que había pedido. Iba a necesitar algo más fuerte para soportar eso. No debería haber dejado a Sally tomar la batuta.
—En el este de Honduras hay más de doce mil kilómetros cuadrados de pantanos y selva montañosa que siguen totalmente inexplorados. Parte de ellos ni siquiera han sido cartografiados desde un avión.
—¡No tenía ni idea!
Tom dejó a un lado la limonada y buscó al camarero con la mirada.
—Mi libro describe un viaje que hice a lo largo de la Costa de los Mosquitos, cruzando el laberinto de lagunas que señalan el encuentro de la selva con el mar. Fui el primer hombre blanco que realizó ese viaje.
—Increíble. ¿Cómo demonios lo hizo?
—En canoa con motor. Es el único medio de transporte por aquí aparte de los pies.
—¿Cuándo hizo ese asombroso viaje?
—Hace unos ocho años.
—¿Ocho años?
—He tenido unos problemillas con la editorial. No se puede meter prisas a un buen libro, ya sabe. —Apuró la bebida y pidió otra ronda con la mano—. Es una región dura.
—¿En serio?
Dunn pareció creer que le daba pie para contar cosas. Se recostó.
—Para empezar, están los mosquitos corrientes, los gusanos aradores, las garrapatas, los jejenes, las moscas estro. No te matan, pero pueden hacerte la vida bastante desagradable. Una vez me picó una mosca estro en la frente. Al principio fue como una picadura de mosquito, pero empezó a hincharse y a ponerse roja. Me dolía como el demonio. Un mes después hizo erupción y empezaron a salir larvas de un par de centímetros de longitud. Una vez que te pican, lo mejor que puedes hacer es dejar que sigan su curso. Si tratas de sacarlas sólo logras hacer una escabechina.
—Espero sinceramente que esa experiencia no le afectara el cerebro —dijo Tom.
Dunn pasó por alto el comentario.
—Luego está la enfermedad de Chagas.
—¿La enfermedad de Chagas?
—El Trypanosoma cruzi. Un insecto que transporta la enfermedad te pica y caga al mismo tiempo. El parásito vive en la mierda, y cuando te rascas la picadura, te infectas. No te das cuenta de nada hasta diez o veinte años después. Primero notas que se te hincha la barriga. Luego te falta el resuello, no puedes tragar saliva. Finalmente el corazón se te hincha… y estalla. No tiene cura.
—Encantador —dijo Tom. Por fin había atraído la atención del camarero—. Un whisky. Que sea doble.
Dunn se quedó mirando a Tom con una sonrisa en los labios.
—¿Está familiarizado con la fer-de-lance?
—No puedo decir que lo esté. —Las espeluznantes historias de la selva parecían ser la especialidad de Derek Dunn.
—Es la serpiente más venenosa conocida por el hombre. Una cabrona marrón y amarilla; los lugareños la llaman barba amarilla. Cuando son jóvenes viven en los árboles y las ramas. Caen sobre ti cuando las molestas. La mordedura te paraliza el corazón en treinta segundos. Luego está el señor de la selva, la serpiente venenosa más grande del mundo. Tres metros y medio de longitud y el grosor de un muslo. No es ni mucho menos tan mortífera como la fer-de-lance…, con una mordedura del señor de la selva podrías vivir, digamos, veinte minutos.
Dunn soltó una risita y bebió otro trago.
Sally murmuró algo sobre lo horrible que sonaba eso.
—Naturalmente no han oído hablar del pez palillo. Pero no es una historia para las señoras. —Dunn miró a Tom y le guiñó un ojo.
—Cuéntela —dijo Tom—. Sally está familiarizada con lo obsceno.
Sally lo fulminó con la mirada.
—Vive en los ríos de por aquí. Digamos que una bonita mañana te das un chapuzón. El pez palillo se te mete por el pene, despliega una serie de púas y ancla en tu uretra.
La copa de Tom se detuvo a mitad de camino de su boca.
—Te bloquea la uretra. Si no encuentras inmediatamente a un cirujano, te estalla la vejiga.
—¿Un cirujano? —preguntó Tom débilmente.
Dunn recostó la cabeza.
—Eso es.
A Tom se le había secado la garganta.
—¿Qué clase de cirugía se necesita?:
—Amputación.
La copa llegó por fin a la boca de Tom, donde bebió un sorbo y luego otro.
Dunn rio con ganas.
—Estoy seguro de que han oído hablar de las pirañas, la leishmaniosis, las anguilas eléctricas, las anacondas y demás. —Les quitó importancia con un ademán—. Se han exagerado mucho los peligros que entrañan. Las pirañas solo van por ti si estás sangrando, y las anacondas son poco frecuentes en estas latitudes y no se comen a las personas. Los pantanos de Honduras tienen una ventaja: no hay sanguijuelas. Pero estén atentos a las arañas mono…
—Perdone, pero tendremos que dejar las arañas mono para otro día —dijo Tom consultando su reloj. Se dio cuenta de que el señor Derek Dunn tenía la mano debajo de la mesa, sobre la rodilla de Sally.
—No se lo estará pensando mejor, ¿eh, amigo? Éste no es un país para gallinas.
—De ningún modo —dijo Tom—. Es que prefiero oír su encuentro con el pez palillo.
Derek Dunn miró fijamente a Tom sin sonreír.
—Es una broma bastante vieja, amigo.
—¡Bueno! —dijo Sally animadamente—. ¿Hizo el viaje solo? Estamos buscando un guía y nos preguntábamos si podría recomendarnos a alguno.
—¿Adónde se dirigen?
—A Laguna Brus.
—Se sale de la ruta turística. —Dunn entornó de pronto los ojos—. ¿No será escritora?
Sally se rio.
—Oh, no, soy arqueóloga, y él es veterinario. Pero estamos aquí como turistas. Nos gusta la aventura.
—¿Arqueóloga? No hay muchas ruinas por aquí. No se puede construir sobre pantano. Y ningún pueblo civilizado viviría en esas montañas del interior. Allá arriba en la Sierra Azul está la selva tropical más densa de la tierra, y las colinas son tan escarpadas que apenas puedes subirlas y bajarlas. No hay un rincón llano donde montar una tienda en cien kilómetros a la redonda. Has de abrirte paso a machetazos, y tienes suerte si recorres un kilómetro y medio en un día duro de viaje. Un camino abierto con machete se cerrará de tal modo en una semana que nunca dirías que ha existido. Si lo que busca son ruinas, ¿por qué no se dirige a Copan? Tal vez podría hablarle más sobre ello mientras cenamos.
La mano seguía en su rodilla, apretando y frotando.
—Bueno —dijo Sally—. Quizá. Volviendo a lo del guía, ¿podría recomendarnos alguno?
—¿Un guía? Ah, sí. El hombre que buscan es don Orlando Ocotal. Un indio tawahka. De toda confianza. No les estafará como los demás. Conoce la región como la palma de su mano. Me acompañó en mi último viaje.
—¿Cómo podemos encontrarlo?
—Vive en el río Patuca, en un lugar llamado Pito Solo, el único poblado de verdad junto al río antes de que empiecen los grandes pantanos del interior. Eso está a unos sesenta, tal vez ochenta kilómetros río arriba desde Brus. No se aparten del cauce principal del río o nunca saldrán con vida. En esta época del año los bosques están inundados y hay montones de ramales en todas direcciones. Esa parte del país está prácticamente inexplorada, desde los pantanos hasta la Sierra Azul y el río Guayambré. Cuarenta mil kilómetros cuadrados de terra incognita.
—No hemos decidido adonde vamos a ir.
—Don Orlando. Ése es el hombre que buscan. —Después Derek Dunn se volvió en su asiento y miró a Tom con su gran cara sudorosa—. Hummm, ando un poco mal de fondos…, el talón de la editorial está en camino y demás. Tal vez podría usted pedir otra ronda, ¿qué dice?