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Philip Broadbent cambió de postura tratando de ponerse cómodo en el suelo de la canoa y colocando debajo de él por cuarta y quinta vez varios de los fardos más blandos del equipo para hacer una especie de asiento. La embarcación se deslizaba río arriba entre dos silenciosos muros de vegetación verde, con el motor zumbando y la proa surcando las aguas negras y tranquilas. Era como viajar a través de una cueva verde y caliente, donde resonaban los espeluznantes alaridos, ululatos y silbidos de los animales de la selva. Los mosquitos formaban una permanente nube que zumbaba alrededor de la barca. El aire era pesado, bochornoso, pegajoso. Era como respirar sopa de mosquitos.

Sacó la pipa de su bolsillo, vació la cazoleta, la golpeó contra el costado de la barca y volvió a llenarla con la lata de tabaco Dunhill que llevaba en uno de los bolsillos de sus pantalones de safari Barbour. La encendió con calma, luego exhaló una bocanada de humo hacia la nube de mosquitos y observó cómo abría una brecha en la masa zumbadora que se cerró al instante al desvanecerse el humo. La Costa de los Mosquitos hacía honor a su nombre, y el repelente que se había aplicado sobre la piel y la ropa proporcionaba una protección menos que adecuada. Para colmo era aceitoso y olía fatal, y probablemente se mezclaba con su flujo sanguíneo y lo envenenaba.

Murmuró una maldición y dio otra calada a su pipa. «Padre y sus ridículas pruebas».

Se rindió, incapaz de encontrar la postura. Hauser, que llevaba un discman, volvió de la proa de la canoa y se instaló a su lado. Olía a colonia en lugar de a repelente, y se le veía tan fresco y renovado como acalorado y pegajoso se sentía Philip. Se quitó los auriculares para hablar.

—Gonz lleva todo el día encontrando pistas de por dónde pasó Max. Sabremos más cuando lleguemos a Pito Solo mañana.

—¿Cómo pueden seguir un rastro por el río?

Hauser sonrió.

—Es un arte, Philip. Una trepadora cortada aquí, un lugar utilizado como desembarcadero allá, la huella de una pértiga en un banco de arena sumergido. El río corre tan despacio que las marcas perduran semanas en el fondo.

Philip dio una calada a su pipa, irritado. Soportaría esa última tortura de su padre y luego sería libre. Libre, por fin, para llevar la vida que quería sin que ese cabrón se entrometiera, criticara y repartiera mezquinamente el dinero como Tío Gilito. Quería a su padre y a cierto nivel lamentaba su cáncer y su muerte, pero eso no cambiaba lo que pensaba de ese plan. Su padre había hecho muchas necedades en su vida, pero esta se llevaba la palma. Un beau geste de despedida típico de Maxwell Broadbent.

Fumó y observó cómo los cuatro soldados sentados en la parte delantera de la barca jugaban con una grasienta baraja. La otra embarcación, con su tripulación de ocho soldados, iba cincuenta metros por delante de ellos, dejando una hedionda estela de humo azul por encima del agua. Gonz, el principal rastreador, estaba tumbado boca abajo en la proa, mirando el agua oscura y metiendo de vez en cuando un dedo en ella para probarla.

De pronto se alzó un grito de uno de los soldados sentados en la parte delantera de su canoa. Se había levantado y señalaba emocionado algo que nadaba en el agua. Hauser guiñó un ojo a Philip y se levantó de un salto, desenfundando el machete que llevaba en la cintura, y se acercó con dificultad a la proa. La barca se dirigió hacia el animal mientras Hauser se colocaba con las piernas abiertas en la proa. Cuando la barca se deslizó a lo largo del animal, que nadaba desesperado, clavó el machete en el agua y sacó una especie de rata de más de medio metro de largo. Casi lo había decapitado con el golpe y la cabeza le colgaba de un trozo de piel. Dio una sacudida convulsiva y se quedó inmóvil.

Con una vaga sensación de horror Philip vio cómo Hauser le arrojaba el animal muerto. Aterrizó con ruido sordo en el suelo, y la cabeza se desprendió y rodó hasta detenerse junto a los pies de Philip, con la boca abierta, los dientes de rata brillando amarillos, la sangre todavía manando.

Hauser limpió el machete en el río, volvió a metérselo en el cinturón y regresó al lado de Philip, pasando por encima del animal muerto. Sonrió.

—¿Has comido alguna vez agutí?

—No y no estoy seguro de si quiero empezar ahora.

—Despellejado, destripado, abierto y asado a las brasas, era uno de los platos favoritos de Maxwell. Sabe un poco a pollo.

Philip no dijo nada. Eso es lo que decía Hauser de toda la carne repugnante que se habían visto obligados a comer: que sabía a pollo.

—¡Oh! —exclamó Hauser, mirando la camisa de Philip—. Lo siento.

Philip bajó la vista. Le había caído una gota de sangre que empapaba la tela. Trató de limpiarla, y solo logró extenderla.

—Le agradecería que tuviera un poco más de cuidado arrojando animales decapitados por ahí —dijo, sumergiendo su pañuelo en el agua y frotando la mancha.

—Es tan difícil mantener la higiene personal en la selva… —dijo Hauser.

Philip frotó un poco más y se rindió. Deseó que Hauser lo dejara en paz. Ese hombre empezaba a ponerle los pelos de punta.

Hauser sacó de su bolsillo un par de discos compactos.

—Y ahora, para aislarnos del creciente salvajismo que nos rodea, ¿te gustaría escuchar algo de Bach o de Beethoven?