Ardía basura en una hilera de barriles de doscientos litros a lo largo de la inmunda playa de Puerto Lempira y de cada uno de ellos se elevaba una columna de humo acre que flotaba hacia la ciudad. Una mujer gruesa cocinaba en un comal sobre uno de los barriles; el olor a chicharrones friéndose llegó en una brisa maloliente hasta Vernon. Caminaba con el maestro por el camino de tierra que corría paralelo a la playa, seguido y zarandeado por una multitud de niños con una manada de perros implorantes a la zaga. Los niños llevaban casi una hora siguiéndolos, gritando: «¡Dame caramelo!» y «¡Dame dólar!». Vernon había repartido varias bolsas de caramelos y les había dado todos sus billetes de un dólar en un intento de aplacarlos, pero la generosidad solo había conseguido aumentar la multitud a unas proporciones casi incontrolables.
Vernon y el maestro llegaron a un destartalado embarcadero de madera que sobresalía en la laguna enlodada, al final del cual había un grupo de canoas con motor fueraborda. Unos hombres holgazaneaban en hamacas, y desde los umbrales los observaban unas mujeres de ojos negros. Se abrió paso a codazos hasta ellos un hombre con una boa alrededor del cuello.
—Serpiente —dijo—. Cincuenta dólares.
—No queremos una serpiente —dijo el maestro—. Queremos un bote. Barca. Estamos buscando a Juan Freitag Charters. ¿Usted sabe Juan Freitag?
El hombre empezó a desenrollarse la serpiente y se la ofreció como si fuera una ristra de salchichas.
—Serpiente. Treinta dólares.
El maestro pasó por su lado rozándolo.
—¡Serpiente! —gritó el hombre persiguiéndolo—. ¡Veinte dólares! —La camisa casi se le caía de los hombros de tantos agujeros que tenía. Sujetó a Vernon con sus largos dedos marrones cuando pasó por su lado.
Vernon, que hurgaba en su bolsillo en busca de calderilla y billetes de un dólar, solo encontró uno de cinco. Se lo dio al hombre. Los niños se abalanzaron hacia delante, gritando aún más fuerte, bajando en tropel al embarcadero desde los poblados barrios que había más arriba.
—Maldita sea, deja de dar dinero —dijo el maestro—. Nos van a robar.
—Lo siento.
El maestro cogió a un chico por el cogote.
—¡Juan Freitag Charters! —gritó con impaciencia—. ¿Dónde? ¿Dónde? —Se volvió hacia Vernon—. Dime otra vez cómo se dice bote en español.
—Barca.
—¡Barca! ¿Dónde barca?
El niño, asustado, señaló con un dedo sucio un edificio de bloques de hormigón ligero que había en el otro extremo del embarcadero.
El maestro lo soltó y se apresuró a cruzar el embarcadero polvoriento; Vernon lo siguió, perseguido por niños y perros. La puerta de la oficina estaba abierta y entraron. Un hombre sentado detrás de un escritorio se levantó y se acercó a la puerta con un matamoscas, ahuyentó con él a los niños de la puerta y la cerró de golpe. Cuando se hubo sentado de nuevo en su silla, era todo sonrisas. Tenía la cabeza y el cuerpo pequeños y bien proporcionados, facciones arias y tez clara. Pero cuando habló, lo hizo con acento español.
—Por favor, acomódense.
Se sentaron en un par de sillas de mimbre, junto a una mesa donde había un montón de revistas sobre submarinismo.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros?
—Queremos alquilar un par de botes con guías —contestó el maestro.
El hombre sonrió.
—¿Submarinismo o pesca de tarpón?
—Ninguna de las dos cosas. Queremos ir río arriba.
La sonrisa pareció congelarse en la cara del hombre.
—¿Hasta Patuca?
—Sí.
—Comprendo. ¿Van en busca de aventura?
El maestro miró a Vernon.
—Sí.
—¿Hasta dónde quieren llegar?
—Aún no lo sabemos. Lejos. Tal vez hasta las montañas.
—Deben alquilar canoas motorizadas porque el río no es lo bastante profundo para una barca corriente. ¡Manuel!
Al cabo de un momento salió un joven de la parte trasera de la oficina. Parpadeó bajo la luz. Tenía las manos cubiertas de sangre y escamas de pescado.
—Este es Manuel. Él y su primo Ramón serán sus guías. Conocen bien el río.
—¿Hasta dónde podremos llegar río arriba?
—Pueden ir hasta Pito Solo. En una semana. Más allá está el pantano Meambar.
—¿Y más allá?
El hombre lo rechazó con un ademán.
—No quieren cruzar el pantano Meambar.
—Al contrario —dijo el maestro—, es muy posible que lo hagamos.
El hombre inclinó la cabeza, como si seguir la corriente a norteamericanos locos fuera el pan nuestro de cada día.
—Como quieran. Más allá del pantano hay montañas y más montañas. Necesitarán llevar suministros y provisiones al menos para un mes.
Una avispa entró zumbando en la habitación encalada, golpeteó la ventana resquebrajada, dio la vuelta y se estrelló de nuevo contra ella. Con un ligero movimiento el hombre la aplastó con el matamoscas. Cayó al suelo, retorciéndose agonizante y clavándose a sí misma su aguijón. De debajo del escritorio salió un zapato bien lustrado que acabó de un pisotón con su vida.
—¡Manuel! Ve a buscar a Ramón. —Se volvió hacia el maestro—. Pueden equiparse aquí, señor, con todo lo que necesiten. Tiendas, sacos de dormir, mosquiteras, gasolina, provisiones, un GPS, equipo de caza…, todo. Podemos cargarlo todo a su tarjeta de crédito. —Puso una mano con reverencia sobre una flamante máquina de tarjetas de crédito conectada a una reluciente toma de corriente en la pared—. No tienen que preocuparse por nada porque nosotros nos encargaremos de todo. Somos una empresa moderna. —Sonrió—. Les proporcionaremos aventura, pero no demasiada.