El edificio no era una vieja casa de piedra rojiza como lo habría sido en una película de Bogart, sino una monstruosidad de cristal y acero que se tambaleaba hacia el cielo por encima de la calle Cincuenta y siete Oeste, un feo rascacielos de los años ochenta. Al menos, pensó Philip, el alquiler sería elevado. Y si el alquiler era elevado, eso significaba que Marcus Aurelius Hauser era un detective privado con éxito.
Entrar en el vestíbulo era como adentrarse en un cubo gigante de granito pulido. Apestaba a líquidos de limpieza. En una esquina había unos bambúes enfermizos. Un ascensor lo llevó rápidamente a la planta trece y no tardó en estar a las puertas de madera de cerezo de las oficinas de Marcus Hauser, detective privado.
Philip se detuvo en el umbral. Fuera cual fuese la imagen que tenía de la oficina de un detective privado, ese interior posmoderno incoloro de pizarra gris, alfombra industrial y granito negro pulido no coincidía con ella. ¿Cómo podía trabajar alguien en un ambiente tan aséptico? La habitación parecía vacía.
—¿Sí? —llegó una voz de detrás de una pared de ladrillos de crista] en forma de medialuna.
Philip se acercó y se encontró mirando la espalda de un hombre sentado ante un enorme escritorio en forma de riñón, que en lugar de estar colocado de cara a la puerta de la oficina miraba en sentido contrario, hacia una cristalera desde la que se dominaba el oeste por encima de la apagada capa de cinc del río Hudson. Sin volverse, el hombre señaló un sillón. Philip cruzó la oficina, tomó asiento y se acomodó para estudiar a Marcus Hauser: ex boina verde en Vietnam; exladrón de tumbas; exteniente de la BATF[2], oficina de campo de Manhattan.
En los álbumes de fotos de su padre había visto fotos de Hauser de joven, borroso y poco definido, vestido de caqui con un arma de fuego en la cadera. Siempre sonreía. Philip se sintió un poco desconcertado al verlo por fin en carne y hueso. Parecía aún más menudo de como lo había imaginado; iba demasiado bien vestido: traje marrón con una insignia en la solapa y chaleco con cadena de oro y bolsillito para el reloj. Un hombre de clase trabajadora remedando a la pequeña burguesía. Todo él emanaba un olor a colonia, y el poco pelo que le quedaba estaba excesivamente engominado y ondulado, cada mechón colocado de forma estudiada para cubrir al máximo la calva. En nada menos que cuatro de sus dedos destellaban anillos de oro. Tenía las manos bien cuidadas, las uñas limpias y arregladas, el vello de la nariz esmeradamente cortado. Hasta su calva, brillante bajo el cabello que la cubría, tenía todo el aspecto de haber sido encerada y abrillantada. Philip se sorprendió preguntándose si era el mismo Marcus Hauser que había recorrido a pie las selvas con su padre en busca de ciudades perdidas y tumbas antiguas. Tal vez había cometido un error.
Se aclaró la voz.
—¿Señor Hauser?
—Marcus —llegó la rápida respuesta, como una buena volea de tenis. Su voz era igualmente desconcertante: aguda, nasal, con acento de clase trabajadora. Sus ojos, sin embargo, eran verdes y fríos como los de un cocodrilo.
Philip se puso nervioso. Volvió a cruzar la pierna y, sin pedir permiso, sacó la pipa y empezó a llenarla. Al verlo, Hauser sonrió, abrió un cajón del escritorio, sacó una caja y cogió de ella un Churchill enorme.
—Me alegro mucho de que fumes —dijo dando vueltas al puro entre sus dedos perfectos. Sacó de su bolsillo un cortador de oro con monograma y cortó el extremo—. No debemos permitir que los bárbaros se hagan los amos. —Cuando lo hubo encendido, se recostó en su butaca y, mirándolo a través de una espesura de humo, añadió—: ¿Qué puedo hacer por el hijo de mi viejo socio Maxwell Broadbent?
—¿Podemos hablar confidencialmente?
—Naturalmente.
—Hace unos seis meses diagnosticaron un cáncer a mi padre. —Philip hizo una pausa, observó la cara de Hauser para ver si estaba al corriente. Pero la cara de Hauser era tan opaca como su escritorio de caoba—. Cáncer de pulmón —continuó—. Lo operaron y recibió el habitual tratamiento de quimioterapia y radioterapia. Renunció a los puros y se produjo una remisión. Por un tiempo pareció tenerlo controlado, pero luego el cáncer volvió a arremeter. Empezó de nuevo con la quimioterapia, pero la odiaba. Un día se arrancó el gota a gota, tumbó a un enfermero y se largó. Compró una caja de cubalibres de camino a casa y nunca volvió. Le habían dado seis meses de vida, y eso fue hace tres.
Hauser escuchaba dando chupadas a su puro.
Philip hizo una pausa.
—¿Se ha puesto en contacto con usted?
Hauser sacudió la cabeza, dio otra chupada.
—No en cuarenta años.
—En algún momento del mes pasado —dijo Philip—, Maxwell Broadbent desapareció junto con su colección. Nos dejó un vídeo.
Hauser arqueó las cejas.
—Era una especie de última voluntad y testamento. En él decía que se la llevaba consigo a la tumba.
—¿Que hizo qué? —Hauser se echó hacia delante, repentinamente interesado. Por un instante la máscara había caído: estaba sinceramente atónito.
—Se llevó con él todo. Dinero, obras de arte, su colección. Como un faraón egipcio. Se enterró en una tumba en alguna parte del mundo y nos hizo un desafío: si encontrábamos la tumba, podíamos robarla. Verá, esa es su idea de hacer que nos ganemos la herencia.
Hauser se recostó y se rio con ganas mucho rato. Cuando por fin se recuperó, dio un par de chupadas al puro y alargó una mano para dejar caer una ceniza de cinco centímetros.
—Solo Max podría haber concebido un plan como ése.
—¿Entonces no sabe nada de esto? —preguntó Philip.
—Nada. —Hauser parecía decir la verdad.
—Usted es detective privado —dijo Philip.
Hauser pasó el puro de un lado al otro de la boca.
—Usted creció con Max. Pasó un año con él en la selva. Lo conoce y sabe mejor que nadie cómo trabajaba. Quería saber si estaría dispuesto, en calidad de detective privado, a ayudarme a encontrar su tumba.
Hauser exhaló una bocanada de humo azul.
—No me parece una misión difícil —añadió Philip—. Semejante colección de arte no pudo viajar sin llamar la atención.
—Lo haría dentro del Gulfstream IV de Max.
—Dudo que se enterrara a sí mismo en su avión.
—Los vikingos se enterraban en sus barcos. Tal vez Max metió su tesoro en un contenedor hermético resistente a la presión e hizo un amerizaje forzoso sobre la inmensa extensión del Pacífico Central, donde el avión se hundió a tres kilómetros de profundidad. —Extendió las manos y sonrió.
—No —logró decir Philip. Se secó la frente, tratando de apartar de su mente la imagen del Filippo Lippi, a tres kilómetros de profundidad, encallado en el lodo abisal—. No lo cree realmente, ¿verdad?
—No estoy diciendo que lo hiciera. Solo estoy mostrándote lo que pueden dar de sí diez segundos de reflexión. ¿Vas a hacerlo con tus hermanos?
—Medio hermanos. No. He decidido buscar yo solo la tumba.
—¿Qué planes tienen ellos?
—No lo sé y, con franqueza, no me importa. Compartiré con ellos lo que encuentre, por supuesto.
—Háblame de ellos.
—Probablemente es a Tom a quien hay que vigilar. Es el más joven. Cuando éramos niños era el rebelde. Era el que primero saltaba del acantilado al agua, el primero que tiraba una piedra al nido de avispas. Lo expulsaron de un par de colegios, pero limpió su expediente en la universidad y desde entonces no se ha apartado del buen camino.
—¿Y el otro, Vernon?
—En estos momentos sigue un culto seudo budista que dirige un exprofesor de filosofía de Berkeley. Siempre ha andado desorientado. Lo ha probado todo: drogas, cultos, gurús, grupos de encuentro. De niño traía a casa gatos lisiados, perros atropellados, pajaritos que habían caído del nido empujados por sus hermanos mayores… Todo lo que traía se moría. En el colegio todos se metían con él. Abandonó sus estudios universitarios y no ha sido capaz de tener un empleo estable. Es un buen chico pero… incompetente en la edad adulta.
—¿Qué están haciendo ahora?
—Tom ha vuelto a su rancho de Utah. Lo último que he sabido de él es que ha renunciado a buscar la tumba. Vernon dice que va a buscarla él solo, no quiere que lo hagamos juntos.
—¿Alguien más sabe esto aparte de tus dos hermanos?
—Hay dos policías de Santa Fe que vieron la cinta y están al corriente de todo.
—¿Cómo se llaman?
—Barnaby y Fenton.
Hauser tomó nota. La luz del teléfono parpadeó una vez y Hauser descolgó el auricular. Escuchó largo rato y habló en voz baja y deprisa, luego hizo una llamada, y otra, y otra más. A Philip le irritó que Hauser se ocupara de otros asuntos delante de él, haciéndole malgastar su tiempo.
Hauser colgó.
—¿Alguna esposa o novia?
—Cinco exesposas, cuatro vivas y una muerta. Ninguna novia de la que merezca la pena hablar.
El labio superior de Hauser se curvó ligeramente.
—A Max siempre le fueron las mujeres.
De nuevo se prolongó el silencio. Hauser parecía reflexionar. Luego, para irritación de Philip, hizo otra llamada y habló en voz baja. Finalmente colgó.
—Bien, Philip, ¿qué sabes de mí?
—Solo que fue socio de mi padre en la exploración, que recorrieron juntos Centroamérica durante un par de años. Y que riñeron.
—Así es. Pasamos juntos casi dos años en Centroamérica, buscando tumbas mayas por excavar. Eso fue a principios de los años sesenta, cuando era más o menos legal. Hicimos varios hallazgos, pero cuando Max dio el gran golpe y se hizo rico fue después que yo me marchara. Yo me fui a Vietnam.
—¿Y la riña? Padre nunca nos habló de ello.
Hubo una breve pausa.
—¿Max nunca les habló de ello?
—No.
—Casi no me acuerdo. Ya sabes lo que ocurre cuando dos personas pasan juntas tanto tiempo: se ponen mutuamente nerviosos. —Hauser apagó su puro en un cenicero de vidrio cortado.
El cenicero era del tamaño de una fuente y probablemente pesaba unos nueve kilos. Philip se preguntó si había cometido un error yendo allí. Hauser parecía un peso ligero.
El teléfono volvió a parpadear y Hauser lo contestó. Eso fue la gota que colmó el vaso; Philip se levantó.
—Volveré cuando esté menos ocupado —dijo cortante.
Hauser agitó un dedo con un anillo de oro hacia Philip para que esperara, escuchó durante un minuto y colgó.
—Dime, Philip. ¿Qué tiene tan especial Honduras?
—¿Honduras? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Porque es allí donde fue Max.
Philip se quedó mirándolo.
—¡Entonces usted está involucrado!
Hauser sonrió.
—En absoluto. Es lo que me acaban de comunicar por teléfono. Hoy hace casi cuatro semanas que su piloto lo llevó a él y su cargamento a una ciudad de Honduras llamada San Pedro Sula. Allí subió a un helicóptero militar hasta un lugar llamado Laguna Brus. Y luego desapareció.
—¿Acaba de averiguarlo ahora mismo?
Hauser exhaló una nueva y densa nube de humo.
—Soy detective privado.
—Y no es malo, por lo que parece.
Hauser exhaló otra nube meditabundo.
—En cuanto hable con el piloto sabré más. Como qué clase de cargamento llevó y cuánto pesaba. Tu padre no hizo ningún esfuerzo por cubrir las pistas de que se iba a Honduras. ¿Sabías que estuvimos juntos allí? No me sorprende que se fuera allí. Es un país grande y el interior es el más inaccesible del mundo: selva inexpugnable, deshabitada, montañosa, atravesada por profundos cañones y aislada por la Costa de los Mosquitos. Allí es donde imagino que ha ido, al interior.
—Es plausible.
—Acepto el caso —añadió Hauser al cabo de un momento.
Philip se sintió irritado. No recordaba haberle ofrecido aún el trabajo. Pero el tipo ya había demostrado ser competente, y dado que ahora estaba al corriente de la situación, probablemente lo haría.
—No hemos hablado de sus honorarios.
—Necesitaré un anticipo. Los gastos de este caso serán elevados. Cada vez que haces tratos en un país tercermundista tienes que pagar a cada Tomás, Rico y Orlando.
—Había pensado en honorarios basados en imprevistos —se apresuró a decir Philip—. Y si recuperamos la colección, usted recibirá, digamos, un pequeño porcentaje. También debo mencionar que me propongo dividirlo con mis hermanos. Es justo.
—Los honorarios basados en imprevistos son para los abogados de accidentes de coches. Yo necesito un anticipo para empezar. Si tengo éxito, cobraré una cantidad fija adicional.
—¿Un anticipo? ¿De cuánto?
—Doscientos cincuenta mil dólares.
Philip casi se rio.
—¿Qué le hace pensar que dispongo de esa cantidad?
—Nunca pienso nada, señor Broadbent. Lo sé. Venda el Klee.
Philip sintió cómo se le paraba por un instante el corazón.
—¿Cómo dice?
—Venda la gran acuarela de Paul Klee que tiene, Blau Kirk. Es una maravilla. Podría conseguirle cuatrocientos por ella.
Philip estalló.
—¿Venderla? Jamás. Mi padre me regaló ese cuadro.
Hauser se encogió de hombros.
—¿Y cómo sabe que tengo ese cuadro, por cierto?
Hauser sonrió y abrió las palmas blancas y blandas de una mano, como dos lirios.
—Quiere contratar al mejor, ¿verdad, señor Broadbent?
—Sí, pero esto es chantaje.
—Déjeme que le explique cómo trabajo. —Hauser se echó hacia delante—. Mi primera lealtad es para el caso, no para el cliente. Cuando acepto un caso lo resuelvo, independientemente de las consecuencias que eso tenga para el cliente. Recibo un anticipo. Y si tengo éxito, cobro una cantidad adicional.
—Esta conversación no viene al caso. No pienso vender el Klee.
—A veces el cliente pierde el valor y quiere echarse atrás. A veces ocurren cosas malas a personas buenas. Yo beso a los niños, asisto a los funerales y no paro hasta que se resuelve el caso.
—No puede esperar de mí que venda ese cuadro, señor Hauser. Es lo único que tengo de valor de mi padre. Me encanta ese cuadro.
Philip sorprendió a Hauser mirándolo de un modo que le hizo sentir extraño. Los ojos eran inexpresivos, el rostro sereno, sin emoción.
—Mírelo así: ese cuadro es el sacrificio que debe hacer para recuperar su herencia.
Philip vaciló.
—¿Cree que tendremos éxito?
—Sí.
Philip lo miró. Siempre podría comprar de nuevo el cuadro.
—Está bien. Venderé el Klee.
Hauser entrecerró un poco más los ojos. Dio otra cuidadosa chupada al puro. Luego se lo sacó de la boca para hablar.
—Si tenemos éxito, recibiré un millón de dólares. —Luego añadió—: No disponemos de mucho tiempo, señor Broadbent. Ya he reservado billetes a San Pedro Sula para la semana que viene.