Tom se quedó sentado en el sofá, momentáneamente incapaz de moverse. Hutch Barnaby fue el primero en reaccionar. Se levantó y tosió con delicadeza para romper el perplejo silencio.
—¿Fenton? Parece ser que ya no nos necesitan aquí.
Fenton asintió y se levantó incómodo, ruborizándose en realidad.
Barnaby se volvió hacia los hermanos y se llevó educadamente una mano a la visera de la gorra.
—Como veis, esto no es asunto de la policía. Os dejamos para que, hummm, resolváis las cosas entre vosotros.
Empezaron a dirigirse hacia el arco de la puerta que conducía al vestíbulo. Estaban impacientes por marcharse.
Philip se levantó.
—¿Agente Barnaby? —Su voz sonó medio ahogada.
—¿Sí?
—Confío en que no comentará esto con nadie. No nos ayudaría que… todo el mundo empezara a buscar la tumba.
—Tienes razón. No hay motivos para mencionárselo a nadie. Ningún motivo. Avisaré a los investigadores de la escena de crimen para que no vengan. —Salió caminando hacia atrás y desapareció. Al cabo de un momento oyeron la gran puerta de la casa cerrarse ruidosamente.
Los tres hermanos se quedaron solos.
—El condenado —dijo Philip en voz baja—. No me lo puedo creer.
Tom miró la cara pálida de su hermano. Sabía que había estado viviendo bastante bien para su sueldo de profesor adjunto. Necesitaba el dinero. Y sin duda ya había empezado a gastárselo.
—¿Y ahora qué? —dijo Vernon.
Las palabras quedaron suspendidas en el silencio.
—No creo al malnacido —dijo Philip—. Llevarse una docena de obras maestras a la tumba así sin más, por no hablar de todo el jade y el oro maya invaluable. Estoy perplejo. —Sacó del bolsillo de su chaleco un pañuelo de seda y se secó la frente—. No tenía derecho.
—¿Y qué vamos a hacer? —repitió Vernon.
Philip se quedó mirándolo.
—Buscaremos la tumba, por supuesto.
—¿Cómo?
—Nadie puede enterrarse con quinientos millones de dólares en obras de arte sin ayuda. Encontraremos a quienes lo ayudaron.
—Lo dudo —dijo Tom—. No se ha fiado de nadie en toda su vida.
—No ha podido hacerlo él solo.
—Es tan… típico de él —dijo Philip de pronto.
—Puede que dejara pistas. —Vernon se acercó a los cajones del aparador, abrió uno de un tirón y hurgó en él maldiciendo. Abrió un segundo cajón, y un tercero, acalorándose de tal modo que el cajón se salió del mueble y todo su contenido cayó al suelo: naipes, parchís, ajedrez, damas chinas. Tom se acordaba de todos ellos, los viejos juegos de su niñez, ahora amarillentos y gastados por los años. Sintió un nudo frío en el pecho; a eso habían llegado. Vernon soltó una maldición y dio una patada al revoltijo desparramado, arrojando piezas por toda la habitación.
—Vernon, no conduce a nada destrozar la casa.
Vernon, ignorándolo, siguió abriendo cajones y arrojando lo que había en ellos al suelo.
Philip sacó la pipa del bolsillo de su pantalón y la encendió con una mano temblorosa.
—Estás perdiendo el tiempo. Propongo que vayamos a hablar con Marcus Hauser. Él es la clave.
Vernon se detuvo.
—¿Hauser? Padre no se ha puesto en contacto con él en cuarenta años.
—Es el único que conoce realmente a padre. Pasaron dos años juntos en Centroamérica. Si alguien sabe adónde fue padre es él.
—Padre odia a Hauser.
—Imagino que se han reconciliado, con padre enfermo y demás. —Philip abrió un mechero dorado y aspiró ruidosamente la llama dentro de la cazoleta de la pipa.
Vernon entró en el gabinete. Tom lo oyó abrir y cerrar armarios, arrojar libros de los estantes, tirar cosas al suelo.
—Os lo digo, Hauser está involucrado. Tenemos que actuar con rapidez. Tengo deudas…, obligaciones.
Vernon regresó del gabinete con una caja llena de papeles que dejó bruscamente en la mesa de centro.
—Es evidente que has empezado a dilapidar tu herencia.
Philip se volvió hacia él con frialdad.
—¿Quién aceptó veinte mil dólares de padre el año pasado?
—Fue un préstamo. —Vernon empezó a revolver los papeles, a vaciar carpetas y a desparramarlas por el suelo. Tom vio salir de un portafolios sus viejos boletines de notas de la escuela primaria. Le sorprendió que su padre se hubiera molestado en guardarlos, sobre todo cuando nunca había estado muy satisfecho con ellos.
—¿Se los has devuelto? —preguntó Philip.
—Lo haré.
—Ya lo creo que lo harás —dijo Philip con sarcasmo.
Vernon se ruborizó.
—¿Qué hay de los cuarenta mil que padre gastó en tu curso de posgrado? ¿Ya se los has devuelto?
—Fue un regalo. También pagó la escuela veterinaria de Tom, ¿verdad, Tom? Y si tú hubieras querido hacer un curso de posgrado te lo habría pagado. En lugar de ello te fuiste a vivir con ese gurú swami en la India.
Se produjo un silencio lleno de tensión.
—Vete a la mierda —dijo Vernon.
La mirada de Tom fue de un hermano a otro. Estaba ocurriendo, como había ocurrido mil veces antes. Por lo general él intervenía y trataba de conciliarlos. Con la misma frecuencia no servía de nada.
—Vete tú —dijo Philip. Volvió a ponerse la pipa entre los dientes y giró sobre sus talones.
—¡Espera! —gritó Vernon, pero era demasiado tarde. Cuando Philip se enfadaba, se marchaba, y esta vez volvió a hacerlo. La gran puerta se cerró con un sonido moribundo.
—Por el amor de Dios, Vernon, ¿no podías escoger un momento mejor para discutir?
—Que se vaya al infierno. Ha empezado él, ¿no?
Tom no recordaba siquiera quién había empezado.
Hutch Barnaby había regresado a su oficina; estaba sentado en su silla con una taza de café recién hecho sobre la panza, mirando por la ventana. Fenton estaba sentado en la otra silla, con su taza, mirando sombrío al suelo.
—Tienes que dejar de pensar en ello, Fenton. Estas cosas pasan.
—No puedo creerlo.
—Lo sé, es una locura que ese tipo se enterrara con quinientos millones de dólares. No te preocupes. Algún día alguien en esta ciudad cometerá un crimen que saldrá en primera plana en el New York Times y aparecerá tu nombre en ella. Esto no ha salido, eso es todo.
Fenton meció contra el pecho su taza… y su decepción.
—Lo sabía, Fenton, aun antes de ver el vídeo. Me lo imaginé. Cuando me di cuenta de que no se trataba de una estafa para cobrar el seguro, fue como si se me encendiera una bombilla en la cabeza. Eh, serviría de argumento para una gran película, ¿no crees? Un millonario se lleva todo consigo.
Fenton no dijo nada.
—¿Cómo crees que lo hizo el viejo? Piensa en ello. Necesitó ayuda. Eran un montón de cosas. No puedes trasladar varias toneladas de obras de arte por el mundo sin llamar la atención.
Fenton bebió un sorbo.
Barnaby levantó la vista hacia el reloj y luego la bajó hacia los papeles desparramados sobre su escritorio.
—Dos horas para almorzar. ¿Cómo es que nunca pasa nada interesante en esta ciudad? Mira esto. Drogas y más drogas. ¿Por qué esos chicos no roban un banco para variar?
Fenton apuró la taza.
—Está allí.
Silencio.
—¿Qué tratas de decir? ¿Qué quieres decir con eso? «Está allí». ¿Y qué? Hay un montón de cosas allí fuera.
Fenton estrujó su taza.
—Estás insinuando algo, ¿verdad?
Fenton dejó caer la taza en la papelera.
—Has dicho «está allí». Quiero saber qué has querido decir con eso.
—Que vayamos a buscarlo.
—¿Y?
—Que nos lo quedemos.
Barnaby se echó a reír.
—Me sorprendes, Fenton. Por si no te has dado cuenta, somos agentes de policía. ¿Se te ha escapado este pequeño detalle? Se supone que somos honrados.
—Sí —dijo Fenton.
—Está bien —dijo Barnaby al cabo de un momento—. Honradez. Si no tienes eso, Fenton, ¿qué tienes?
—Quinientos millones de dólares —dijo Fenton.