El teniente detective Hutch Barnaby, del Departamento de Policía de Santa Fe, puso una mano en su pecho huesudo, se recostó en su silla e hizo alzarse las patas delanteras con el impulso de sus piernas. Se llevó a los labios una humeante taza de café de Starbucks, la décima del día. El aroma del torrefacto amargo penetró en su nariz aguileña mientras contemplaba por la ventana el solitario álamo de Virginia. Un bonito día de primavera en Santa Fe, Nuevo México, Estados Unidos, pensó mientras encajaba mejor sus largos miembros en la silla. El 15 de abril. Los idus de abril. El día de la declaración de la renta. Todo el mundo estaba en su casa contando su dinero, con pensamientos sobrios sobre la mortalidad y la penuria. Hasta los delincuentes se tomaban el día libre.
Bebió un sorbo de café con profunda satisfacción. Si no fuera por los débiles timbrazos de un teléfono en la oficina contigua, la vida sería agradable.
Oyó distraídamente la competente voz de Doreen responder el teléfono. Sus nítidas vocales cruzaron flotando la puerta abierta:
—Disculpe, ¿podría hablar un poco más despacio? Iré a buscar al sargento…
Barnaby ahogó la conversación con un ruidoso sorbo de café, alargó el pie hacia la puerta de la oficina y la cerró con un golpe suave. El bendito silencio regresó. Esperó. Y por fin llegó: la llamada a la puerta.
Maldito teléfono.
Dejó el café en el escritorio y se irguió ligeramente.
—¿Sí?
El sargento Harry Fenton abrió la puerta con una expresión arrebatada. No le gustaban los días de poco movimiento. A Barnaby le bastó con mirarlo para saber que acababan de denunciarles algo seno.
—¿Hutch?
—¿Hummmm?
—Han entrado en casa de los Broadbent —continuó Fenton sin aliento—. Era uno de sus hijos.
Hutch Barnaby no movió un solo músculo.
—¿Qué han robado?
—Todo. —Los ojos negros de Fenton brillaban de satisfacción.
Barnaby bebió otro sorbo de café, y otro; luego dejó que la silla se apoyara de nuevo en el suelo con un pequeño crujido. Maldita sea.
Mientras recorrían la vieja ruta de Santa Fe, Fenton habló a Barnaby del robo. La colección, según tenía entendido, valía quinientos millones de dólares. Si había algo de verdad en ello, añadió, saldría en primera plana del New York Times. Él, Fenton, en primera plana del Times. ¿Te lo imaginas?
Barnaby no podía imaginarlo, pero no dijo nada. Estaba acostumbrado al entusiasmo de Fenton. Detuvo el coche al final del serpenteante camino que conducía al nido de águilas de los Broadbent. Fenton se bajó por el otro lado, con el rostro radiante de expectación, la cabeza hacia delante, su enorme nariz delgada abriendo el camino. Mientras lo recorrían Hutch examinó el suelo. Vio las huellas borrosas de un camión articulado, en los dos sentidos. Habían llegado allí descaradamente. De modo que Broadbent no se encontraba en la casa o lo habían matado, lo más probable lo segundo. Seguramente encontrarían el cadáver en la casa.
El camino tomaba una curva y se nivelaba, y apareció una verja abierta custodiando una achaparrada mansión de adobe en medio de una vasta extensión de césped salpicada de álamos de Virginia. No había indicios de que la hubieran forzado, pero la caja de los mandos estaba abierta y en el interior vio una llave. Se arrodilló y la examinó. La llave estaba insertada en una cerradura y había sido girada para desactivar la verja.
Se volvió hacia Fenton.
—¿Qué opinas de esto?
—Llegaron aquí en un camión articulado, tenían una llave de la verja…, esos tipos eran profesionales. Es muy probable que encontremos el cadáver de Broadbent en la casa, ya sabes.
—Por eso me gustas, Fenton. Eres mi segundo cerebro.
Oyó un grito y levantó la vista, y vio a tres hombres cruzar la extensión de césped en dirección a él. Los hijos, cruzando el jardín.
Barnaby montó en cólera.
—¡Por Dios! ¡No saben que éste es el escenario de un crimen!
Los demás se detuvieron, pero el que iba el primero, un hombre alto y trajeado, siguió andando.
—¿Y quién es usted? —El tono de su voz era frío, desdeñoso.
—Soy el teniente detective Hutchinson Barnaby, y éste es el sargento Harry Fenton. Del Departamento de Policía de Santa Fe.
Fenton les dedicó una rápida sonrisa que apenas dejó entrever sus dientes.
—¿Ustedes son los hijos?
—Así es —respondió el hombre trajeado.
Fenton torció los labios en otra mueca feroz.
Barnaby dedicó unos momentos a examinarlos como sospechosos en potencia. El hippy vestido de lino tenía una expresión franca, honesta; tal vez no era una lumbrera, pero no era ningún ladrón. El de las botas de cowboy tenía excrementos de caballo en las botas, advirtió Barnaby con respeto. Y luego estaba el tipo del traje, que parecía de Nueva York. Por lo que respectaba a Hutch Barnaby, todo el que venía de Nueva York podía ser un asesino en potencia. Hasta las abuelas. Volvió a escudriñarlos; no podía imaginar tres hermanos más distintos. Era extraño que eso ocurriera en una sola familia.
—Éste es el escenario del crimen, de modo que voy a pedirles, caballeros, que abandonen el recinto. Salgan por la verja y espérenme debajo de algún árbol. Saldré dentro de veinte minutos para hablar con ustedes. ¿De acuerdo? Por favor, no deambulen por aquí ni toquen nada, y no hablen unos con otros sobre el crimen o sobre lo que han visto.
Dio media vuelta y, como si hubiera tenido una idea repentina, se volvió de nuevo.
—¿Ha desaparecido toda la colección?
—Eso es lo que he dicho por teléfono —dijo el hombre del traje.
—¿Cuánto…, aproximadamente, vale?
—Unos quinientos millones.
Barnaby se llevó una mano al ala del sombrero y miró a Fenton. La expresión de visible placer en la cara de este habría bastado para ahuyentar a un chulo.
Mientras Barnaby se acercaba a la casa se dijo que debía andar con tiento: mucha gente iba a cuestionar a posteriori ese caso. Se meterían el FBI u otro organismo estatal, la Interpol y sabía Dios quién más. Decidió echar un vistazo antes de que llegaran los del laboratorio. Se metió los pulgares dentro del cinturón y miró hacia la casa. Se preguntó si la colección estaba asegurada. Eso requeriría ciertas averiguaciones. Si era así, tal vez Maxwell Broadbent no estaba muerto después de todo. Tal vez en esos momentos bebía margaritas con algún cabrón en la playa de Phuket.
—Me pregunto si Broadbent la tenía asegurada —aseveró Fenton.
Hutch sonrió a su compañero, luego volvió a mirar la casa. Vio la ventana rota, la confusión de huellas en la gravilla, el arbusto pisoteado. Las huellas recientes eran de los hijos, pero también había muchas más antiguas. Vio dónde se había detenido el camión de mudanzas, dónde había dado la vuelta con dificultad. Debían de haber transcurrido un par de semanas desde que se cometió el robo.
Lo importante era encontrar el cadáver, si lo había. Entró en la casa. Miró alrededor y vio cinta adhesiva, plástico de burbujas, clavos, trozos de madera desechados. En la alfombra había serrín y unas marcas débiles. Habían instalado una sierra. Habían hecho un trabajo excepcionalmente competente. También muy ruidoso. Esa gente no solo había sabido lo que hacía, sino que se lo había tomado con calma para hacerlo como era debido. Olió el aire. No flotaba el olor a pollo agridulce de un cadáver.
En el interior de la casa el robo también parecía haber ocurrido hacía cierto tiempo. Una semana, tal vez dos. Se agachó y olió el extremo de una madera que había en el suelo. No olía a madera recién serrada. Recogió del suelo unas briznas de césped que alguien había arrastrado hasta la casa y las apretó entre los dedos: estaban secas. Los trozos de barro que se habían desprendido de alguna bota también estaban secos. Barnaby hizo memoria: la última vez que había llovido había sido hacía dos semanas. Fue entonces cuando ocurrió: a poco menos de veinticuatro horas de que lloviera, cuando la tierra seguía embarrada.
Cruzó el enorme pasillo central abovedado. Había pedestales con placas de bronce en los que había habido estatuas. En las paredes revocadas se veían pálidos rectángulos con clavos de los que habían colgado cuadros. Había aros de paja trenzada y soportes de hierro en los que había habido macetas, y estantes vacíos con marcas de polvo donde había habido tesoros. En las estanterías se veían huecos donde habían retirado libros.
Llegó a la puerta del dormitorio y examinó el desfile de pisadas que entraban y salían. Más barro seco. Cielos, debieron de ser una docena de personas. Había sido una mudanza a lo grande, que debió de llevarles al menos un día, tal vez dos.
En el cuarto de baño había una máquina. Barnaby vio que se trataba de una máquina de embalaje de espuma inyectada in situ, de esas que veías en UPS. En otra habitación encontró una máquina de retractilar para las piezas más grandes. Vio un montón de maderas, rollos de fieltro, cinta metálica, tornillos y tuercas de mariposa, así como un par de sierras de mano. Unos dos mil dólares en equipo abandonado. No se habían molestado en llevárselo; en el salón habían dejado un televisor de diez mil dólares, junto con un reproductor de vídeo, un DVD y dos computadores. Pensó en el televisor y el vídeo birriosos de su casa, y en los plazos que todavía pagaba mientras su mujer y su nuevo novio sin duda veían en ellos películas porno cada noche.
Se acercó con cuidado a una cinta de vídeo que había en el suelo.
—Te apuesto tres contra cinco a que el tipo está muerto, y dos contra cinco a que es una estafa para cobrar el seguro.
—Quitas toda la diversión a la vida, Fenton.
Alguien debía de haber visto toda esa actividad. La casa, situada en lo alto de una montaña, se veía desde todo Santa Fe. Si él mismo se hubiera molestado en mirar por la ventana de su caravana del valle hacía dos semanas habría visto el robo, la casa con las luces encendidas toda la noche, los faros del camión al bajar por la colina. De nuevo se maravilló de la sangre fría de los ladrones. ¿Qué les había hecho estar tan seguros de tener éxito? Habían sido exageradamente descuidados.
Consultó el reloj. No disponía de mucho tiempo antes de que llegaran los investigadores de la escena del crimen.
Recorrió rápida y metódicamente las habitaciones, mirando pero sin tomar notas. La experiencia le había enseñado que las notas siempre se volvían contra uno. Habían saqueado todas las habitaciones. Habían terminado el trabajo. En una habitación habían vaciado unas cuantas cajas y por el suelo se veían papeles esparcidos. Cogió uno; era una especie de conocimiento de embarque, con fecha del mes anterior, por el envío de veinticuatro mil dólares en cacharros franceses y cuchillos alemanes y japoneses. ¿Se proponía el hombre montar un restaurante?
En el fondo de un armario empotrado del dormitorio encontró una enorme puerta de acero entreabierta.
—El fuerte Knox —dijo Fenton.
Barnaby asintió. En una casa llena de cuadros por valor de millones de dólares, no pudo evitar preguntarse qué era tan valioso para guardarlo en una cámara acorazada.
Sin tocar la puerta se metió en ella. Estaba vacía salvo por la basura esparcida por el suelo y unas cuantas cajas de madera para guardar mapas. Sacó su pañuelo y lo utilizó para abrir un cajón. Había marcas en el terciopelo donde había habido objetos. Lo cerró y se volvió hacia la puerta, y examinó rápidamente la cerradura. No había indicios de que la hubieran forzado. Tampoco habían forzado ninguna de las vitrinas cerradas con llave que había visto en las habitaciones.
—Los autores tenían todos los códigos y llaves —dijo Fenton.
Barnaby asintió. No había sido un robo.
Salió y dio una vuelta rápida por los jardines. Parecían abandonados. Habían crecido las malas hierbas. Nadie se había ocupado de él. Hacía un par de semanas que no se cortaba el césped. Todo el lugar tenía un aire descuidado. El abandono era, en su opinión, incluso anterior a las dos semanas que habían transcurrido desde el supuesto robo. Parecía que todo el lugar llevaba un par de meses de capa caída.
Si se trataba del seguro, tal vez los hijos también estaban involucrados.