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De camino al centro, Chu informó a Bosch de que en sus catorce años en el departamento aún no había presenciado una autopsia y que esto no era algo que quisiera cambiar. Explicó que iba a volver a la oficina de la UBA para proseguir los esfuerzos de identificar al matón de la tríada. Bosch lo dejó allí y se dirigió a la oficina del forense en Mission Road. Cuando llegó, se puso la bata y entró en la sala número 3: la autopsia ya estaba en marcha. La oficina del forense llevaba a cabo seis mil al año; las salas de autopsias seguían un horario y control estrictos, y los forenses no esperaban a los policías que llegaban tarde. Un buen profesional podía terminar una autopsia quirúrgica en una hora.

A Bosch todo eso no le importaba. Le interesaban los hallazgos de la autopsia, no el proceso.

El cuerpo de John Li yacía desnudo y profanado en la fría mesa de acero inoxidable. Le habían abierto el pecho y extraído los órganos vitales. La doctora Sharon Laksmi estaba trabajando en una mesa contigua, colocando muestras de tejido en diversos portaobjetos.

—Buenas tardes, doctora —dijo Bosch.

Laksmi dejó su trabajo, se dio la vuelta y lo miró. Por la mascarilla y el gorro del pelo que llevaba Bosch, no consiguió identificarlo enseguida. Hacía mucho tiempo que los detectives no podían limitarse a entrar y mirar: las normativas sanitarias del condado requerían un equipo de protección completo.

—¿Bosch o Ferras?

—Bosch.

—Llega tarde, he empezado sin usted.

Laksmi era pequeña y de tez oscura. Lo que más llamaba la atención en ella eran sus ojos, muy maquillados detrás de la protección plástica de su mascarilla. Era como si se diera cuenta de que los ojos constituían el único rasgo que la gente veía detrás del atuendo de seguridad que llevaba casi todo el tiempo. Hablaba con un ligero acento, pero quién no en Los Ángeles. Incluso el jefe de policía saliente tenía un deje que parecía del sur de Boston.

—Sí, lo siento. Estaba con el hijo de la víctima y la cosa se alargó.

No mencionó el sándwich de pan de carne que también le había demorado un rato.

—Aquí está lo que probablemente está buscando.

Dio unos golpecitos con la hoja del escalpelo en uno de los cuatro recipientes de acero alineados a la izquierda de la mesa. Bosch se acercó a mirar: cada uno contenía un elemento probatorio extraído del cadáver. Vio tres balas deformadas y un casquillo.

—¿Ha encontrado un casquillo? ¿Estaba sobre el cuerpo?

—Dentro del cuerpo, en realidad.

—¿Dentro?

—Exacto, alojado en el esófago.

Bosch pensó en lo que había descubierto al mirar las fotos de la escena del crimen. Sangre en los dedos, barbilla y labios de la víctima, pero no en los dientes. Había acertado con su corazonada.

—Parece que está buscando a un asesino muy sádico, detective Bosch.

—¿Por qué dice eso?

—Porque o le metió un casquillo por la garganta o de alguna manera este aterrizó en su boca. Como las posibilidades de esto último son de una entre un millón, apuesto por la primera alternativa.

Bosch asintió. No porque suscribiera lo que ella estaba diciendo, sino porque estaba pensando en una posibilidad que la doctora Laksmi no había contemplado. Ya tenía una idea de lo que había ocurrido detrás del mostrador de Fortune Liquors. Uno de los casquillos de la pistola del asesino había aterrizado encima de John Li o cerca de él cuando yacía agonizando en el suelo tras el mostrador. O bien vio que el asesino recogía los casquillos o supo que podría ser un elemento de prueba valioso para la investigación de su homicidio. En sus últimos momentos, Li cogió el casquillo y trató de tragárselo para que no lo recuperara el asesino. El acto final de John Li fue un intento de proporcionar a Bosch una pista importante.

—¿Lo ha limpiado, doctora?

—Sí, la sangre subió por la garganta y el casquillo actuó como un dique, que impedía que saliera más sangre por la boca. Tuve que limpiarlo para ver lo que era.

—Bien.

Bosch sabía que las posibilidades de que hubiera huellas dactilares en el casquillo eran de todos modos irrisorias. La explosión de gases al disparar una bala casi siempre evaporaba las huellas.

Aun así, el casquillo sería útil para identificar el arma si las balas recuperadas estaban demasiado dañadas. Bosch se fijó en los recipientes que contenían las balas y enseguida determinó que eran de punta hueca. Habían estallado tras el impacto y se hallaban muy deformadas. No sabía si alguna de ellas sería útil para los propósitos de comparación. En cambio, el casquillo era probablemente una prueba sólida. Las marcas causadas por la uña extractora, el percutor y el botador del arma podían servir para la identificación y comparación de esta si se hallaba. El casquillo relacionaría a la víctima con el arma.

—¿Quiere escuchar mi resumen y así podrá marcharse? —preguntó Laksmi.

—Claro, doctora, adelante.

Mientras Laksmi ofrecía un informe preliminar de sus hallazgos, Bosch cogió bolsas transparentes de pruebas del estante de encima de la mesa y guardó las balas y el casquillo por separado. Este parecía proceder de una bala de nueve milímetros, pero esperaría a la confirmación de Balística. Marcó cada sobre con su nombre, así como con el de Laksmi y el número de caso. Finalmente, se levantó la bata y se los guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—El primer disparo fue a la parte superior izquierda del pecho. El proyectil rasgó el ventrículo derecho del corazón, impactó en las vértebras torácicas y seccionó la médula. La víctima caería al suelo de inmediato. Los otros dos disparos fueron a los lados derecho e izquierdo del esternón inferior; es imposible ordenarlos. Las balas atravesaron los lóbulos derecho e izquierdo de los pulmones y se alojaron en la musculatura de la espalda. El resultado de los tres disparos fue una pérdida instantánea de la función cardiopulmonar y la consecuente muerte. Diría que no duró más de treinta segundos.

El informe sobre la lesión medular aparentemente ponía en duda la hipótesis de Bosch según la cual la víctima se había tragado voluntariamente el casquillo.

—Con la médula dañada, ¿podría haber efectuado un movimiento con la mano y el brazo?

—No por mucho tiempo. La muerte fue casi instantánea.

—Pero no estaba paralizado, ¿no? En esos últimos treinta segundos, ¿podría haber cogido el casquillo y ponérselo en la boca?

Laksmi consideró la nueva hipótesis durante unos segundos antes de responder.

—Creo que de hecho estuvo paralizado, pero el proyectil se alojó en la cuarta vértebra torácica y seccionaría la médula en ese punto. Sin duda causaría parálisis, pero esta habría empezado en ese punto. Los brazos podían seguir moviéndose: sería cuestión de tiempo. Como he dicho, su organismo habría dejado de funcionar enseguida.

Bosch asintió: su teoría aún se sostenía. Li podría haber cogido rápidamente el casquillo con sus últimas fuerzas y ponérselo en la boca.

Bosch se preguntó si el asesino lo sabía. Lo más probable era que hubiera tenido que rodear el mostrador para buscar los casquillos, y en ese momento Li podría haber cogido uno de ellos. La sangre hallada bajo el cuerpo de la víctima indicaba que lo habían movido, y Bosch se dio cuenta de que lo más probable era que eso hubiera ocurrido durante la búsqueda del casquillo que faltaba.

Sintió una creciente excitación. El casquillo era un hallazgo significativo, pero la idea de que el asesino había cometido un error era aún mayor. Quería llevar la prueba a Balística lo antes posible.

—Vale, doctora, ¿qué más tenemos?

—Hay algo que tal vez quiera ver ahora mejor que esperar a las fotos. Ayúdeme a darle la vuelta.

Se acercaron a la mesa de autopsias y hicieron rodar con cuidado el cuerpo. El rigor mortis ya había desaparecido y la operación resultó sencilla. Laksmi señaló los tobillos; Bosch se acercó y vio que había pequeños símbolos chinos tatuados en la parte de atrás de los pies de Li. Había dos o tres en cada pie, situados a ambos lados del tendón de Aquiles.

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—¿Los ha fotografiado?

—Sí, estarán en el informe.

—¿Hay alguien aquí que pueda traducirlo?

—No creo. Tal vez el doctor Ming, pero esta semana está de vacaciones.

—Vale. ¿Podemos arrastrarlo un poco hacia abajo para que le cuelguen los pies y pueda hacerle una foto?

Laksmi le ayudó a mover el cadáver en la mesa. Los pies salieron por el borde y Bosch situó los tobillos uno junto al otro de manera que los símbolos chinos quedaran alineados. Buscó bajo su bata y sacó el teléfono móvil; lo puso en modo cámara e hizo dos fotos de los tatuajes.

—Listo.

Bosch dejó el teléfono y volvieron a dar la vuelta al cadáver para colocarlo en su lugar en la mesa.

Bosch se quitó los guantes y los arrojó al receptáculo de residuos médicos. Cogió el teléfono y llamó a Chu.

—¿Cuál es su correo electrónico? Quiero enviarle una foto.

—¿De qué?

—Símbolos chinos tatuados en los tobillos del señor Li. Quiero saber qué significan.

—Vale.

Chu le dio el correo de su departamento. Bosch comprobó su cámara y le envió la foto más nítida; luego guardó el teléfono.

—Doctora Laksmi, ¿hay algo más que necesite saber?

—Creo que es todo, detective, aunque hay una cosa que tal vez la familia quiera saber.

—¿Qué?

La doctora hizo un gesto hacia uno de los órganos que había colocado sobre la mesa de trabajo.

—Las balas sólo aceleraron lo inevitable. El señor Li se estaba muriendo de cáncer.

Bosch se acercó y miró la bandeja. Laksmi había extraído del cuerpo los pulmones de la víctima para pesarlos y examinarlos. Los había abierto para extraer las balas y ambos lóbulos se veían de color gris oscuro por las células cancerosas.

—Era fumador —dijo Laksmi.

—Lo sé —dijo Bosch—. ¿Cuánto tiempo cree que le quedaba?

—Quizás un año, tal vez algo más.

—¿Sabe si lo habían tratado?

—No lo parece. Desde luego no hubo cirugía, y no veo signos de quimioterapia ni radiación. Puede que no lo hubieran diagnosticado, pero lo habría sabido muy pronto.

Bosch pensó en sus propios pulmones: llevaba años sin fumar, pero decían que el daño se causa pronto. En ocasiones, por las mañanas, sentía los pulmones cargados y pesados. Años atrás tuvo un caso en el cual estuvo expuesto a altos niveles de radiación. Salió bien librado médicamente, pero siempre pensó o deseó que la exposición hubiera terminado con cualquier cosa que creciera en su pecho.

Bosch sacó de nuevo el teléfono móvil y una vez más lo puso en función cámara.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Laksmi.

—Quiero enviárselo a alguien.

Comprobó la foto y vio que era bastante clara. Entonces la envió por correo electrónico.

—¿A quién? Espero que no sea a la familia.

—No, a mi hija.

—¿A su hija? —Había un tono de indignación en la voz.

—Ha de saber lo que puede causar el tabaco.

—Muy bonito.

Laksmi no dijo nada más. Bosch apartó el teléfono y miró el reloj: tenía una doble visualización que mostraba la hora de Los Ángeles y la de Hong Kong; un regalo de su hija después de demasiadas llamadas en plena noche por calcular mal el cambio horario. Eran poco más de las tres en Los Ángeles. Su hija le llevaba quince horas de ventaja y estaba durmiendo. Se levantaría para ir a la escuela al cabo de una hora y recibiría la foto entonces. Sabía que suscitaría una llamada de protesta, pero incluso una llamada así era mejor que nada.

Sonrió al pensar en ello y volvió a concentrarse en el trabajo. Estaba listo para seguir en marcha.

—Gracias, doctora —dijo—. Para que conste, me llevo las pruebas balísticas a Criminalística.

—¿Ha firmado?

Laksmi señaló una tablilla con portapapeles que había sobre la mesa y Bosch vio que ella ya había rellenado el informe de cadena de pruebas. Harry firmó en el lugar correspondiente para atestiguar que tomaba posesión de las pruebas mencionadas. Se dirigió hacia la puerta de la sala de autopsias.

—Deme un par de días para el informe escrito —dijo Laksmi.

Se refería al informe formal de la autopsia.

—Concedido —dijo Bosch al tiempo que salía.