Cuando volvieron a la sala de la brigada, la señora Li ya había terminado el interrogatorio con Chu y estaba esperando a su hija. Todavía no había rastro de Robert Li, y Ferras explicó que había llamado diciendo que no podía abandonar su tienda porque su ayudante había telefoneado para avisar de que estaba enfermo.
Después de escoltar a las dos mujeres a la zona de ascensores, Bosch miró su reloj y decidió que aún les quedaba tiempo para ir hasta el valle, hablar con el hijo de la víctima y luego volver al centro de la ciudad y asistir a la autopsia programada para las dos de la tarde. Además, no necesitaba estar en la oficina del forense para los procedimientos preliminares; podía pasarse más tarde.
Se decidió que Ferras se quedaría trabajando con la policía científica sobre los resultados de los indicios recogidos el día anterior. Bosch y Chu irían al valle a hablar con Robert Li.
Bosch condujo su Crown Vic, con el que ya había recorrido más de trescientos cincuenta mil kilómetros. El aire acondicionado apenas funcionaba y, al acercarse al valle, la temperatura empezó a ascender y lamentó no haberse quitado la americana antes de subir al coche.
Por el camino, Chu fue el primero en hablar y explicó que la señora Li había firmado su declaración y no había añadido nada a ella. No había reconocido al hombre del vídeo de seguridad y aseguró no saber nada sobre los pagos a la tríada. Bosch explicó entonces la escasa información que había recabado de Mia-ling Li y preguntó a Chu qué sabía de la tradición de mantener a una hija adulta en casa para cuidar de los padres.
—Es una chinacienta —dijo Chu—. Se queda en casa y se ocupa de cocinar y limpiar, casi como una criada de sus padres.
—¿No quieren que se case y se vaya de casa?
—Ni hablar, es mano de obra gratuita. ¿Por qué iban a querer que se casara? Entonces tendrían que contratar a una criada, un cocinero y un chófer. Así lo tienen todo sin tener que pagar.
Bosch condujo en silencio durante un rato después de eso, pensando en la vida que le tocaba vivir a Mia-ling Li. No creía que cambiara nada tras la muerte de su padre: todavía tenía que ocuparse de su madre.
Recordó algo relacionado con el caso y volvió a hablar.
—Dijo que la familia probablemente cerraría la tienda y se quedaría solo con la del valle.
—De todos modos no ganaban nada —dijo Chu—. Puede que logren vendérsela a alguien de la comunidad y saquen algo de dinero.
—No es mucho después de casi treinta años aquí.
—La historia del inmigrante chino no siempre es una historia feliz —dijo Chu.
—¿Y usted, Chu? Usted tiene éxito.
—Yo no soy inmigrante. Mis padres lo fueron.
—¿Fueron?
—Mi madre murió joven. Mi padre era pescador; un día su barco zarpó y nunca volvió a puerto.
Bosch se quedó en silencio por la naturalidad con que Chu había contado su tragedia familiar y se concentró en conducir. El tráfico era denso y tardaron tres cuartos de hora en llegar a Sherman Oaks. Fortune Fine Foods & Liquor estaba en Sepulveda Boulevard, a sólo una manzana de Ventura Boulevard. Esto lo situaba en un barrio elegante de apartamentos y bloques de pisos, a los pies de las residencias aún más selectas de la ladera. Era una buena ubicación, pero no parecía haber suficiente aparcamiento. Bosch encontró un sitio en la calle, delante de una boca de riego. Bajó la visera, que tenía una tarjeta enganchada que identificaba el vehículo como municipal, y salió.
Bosch y Chu habían elaborado un plan durante el largo trayecto. Creían que si alguien conocía los pagos a la tríada aparte de la víctima, tenía que ser el hijo que también regentaba una tienda, Robert. La gran pregunta era por qué no se lo había dicho a los detectives el día anterior.
Fortune Fine Foods & Liquor era algo completamente diferente a su homólogo de South LA. La tienda era al menos cinco veces más grande y rebosaba de toques de distinción acordes con el barrio.
Había una barra de autoservicio de café. Los pasillos de vino tenían carteles colgados del techo que anunciaban los varietales y las regiones de producción, y no había garrafas apiladas al fondo. Las neveras estaban bien iluminadas, con estantes abiertos en lugar de puertas de cristal. Había pasillos de platos preparados y mostradores de venta de comida caliente y fría donde los clientes podían pedir bistecs y pescado fresco o pollo asado, carne y costillas a la barbacoa. El hijo había tomado el negocio del padre y lo había mejorado varios niveles. Bosch estaba impresionado.
Chu preguntó a la mujer sentada tras una de las dos cajas dónde estaba Robert Li. Enviaron a los detectives a una puerta de doble hoja que daba a un almacén con estantes de tres metros apoyados contra la pared. Al fondo había una puerta donde ponía DESPACHO. Bosch llamó y Robert Li salió a abrir enseguida.
Pareció sorprendido de verlos.
—Detectives, pasen —dijo—. Siento mucho no haber ido al centro hoy. Mi encargado llamó diciendo que estaba enfermo y no puedo dejar esto sin un supervisor. Lo siento.
—No pasa nada —dijo Bosch—, sólo estamos tratando de encontrar al asesino de su padre.
Bosch pretendía poner al joven a la defensiva: interrogarlo en su propio terreno le concedía cierta ventaja y quería aportar un poco de malestar a la situación. Si Li se sentía amenazado sería más comunicativo y estaría más dispuesto a tratar de complacer a sus interrogadores.
—Bueno, lo siento. De todos modos, pensaba que lo único que tenía que hacer era firmar mi declaración.
—Tenemos su declaración, pero se trata de algo más que firmar papeles, señor Li. Hay una investigación en marcha; las cosas cambian cuando llega más información.
—Lo único que puedo hacer es pedir disculpas. Siéntense, por favor. Lamento que haya tan poco espacio.
La oficina era estrecha y Bosch se dio cuenta de que era compartida. Había dos escritorios, uno al lado del otro, apoyados contra la pared de la derecha. Dos sillas de oficina y otras dos plegables, probablemente para representantes de ventas y entrevistas de trabajo.
Li cogió el teléfono de su despacho, marcó un número y le pidió a alguien que no lo molestaran. A continuación hizo un gesto de abrir las manos, señalando que estaba listo para empezar.
—Primero de todo, me sorprende un poco que esté trabajando hoy —dijo Bosch—. Ayer asesinaron a su padre.
Li asintió con solemnidad.
—Me temo que no he tenido tiempo de llorar a mi padre. He de dirigir el negocio o no habrá negocio que dirigir.
Bosch asintió e hizo una señal a Chu para que continuara. Él había redactado la declaración de Li y, mientras la repasaba, Bosch miró a su alrededor en el despacho. En la pared de encima de los escritorios había licencias del estado enmarcadas, el diploma de 2004 de Li de la facultad de Empresariales de la Universidad del Sur de California y un certificado con mención honorífica a la mejor tienda nueva de 2007 de la Asociación de Comerciantes de Comestibles de Estados Unidos. También había fotos enmarcadas de Li con Tommy Lasorda, el anterior director de los Dodgers, y un Li adolescente de pie en los escalones del Tian Tan Buddha de Hong Kong. Igual que había reconocido a Lasorda, Bosch reconoció la escultura de bronce de treinta metros conocida como el Gran Buda. En una ocasión había viajado con su hija a la isla de Lantau para verla.
Bosch estiró el brazo y enderezó el marco del diploma de la Universidad del Sur de California. Al hacerlo se dio cuenta de que Li se había graduado con honores. Pensó por un momento en Robert saliendo de la universidad con la oportunidad de hacerse con las riendas del negocio de su padre y convertirlo en algo más grande y mejor. Entre tanto, su hermana abandonó la universidad y volvió a casa para hacer las camas.
Li no pidió cambios en su declaración y firmó al pie de cada página. Cuando hubo terminado levantó la mirada y la dirigió a un reloj de pared colgado sobre la puerta. Bosch se dio cuenta de que pensaba que había terminado. Pero no era así: había llegado su turno. Abrió el maletín y sacó una carpeta, de donde extrajo la foto impresa del matón que había recaudado el dinero de la extorsión. Bosch se la pasó a Robert Li.
—Hábleme de este hombre —dijo.
Li sostuvo la imagen con ambas manos y juntó las cejas al examinarla. Bosch sabía que la gente hacía eso para simular una profunda concentración, pero en general trataba de ocultar otra cosa. Era muy probable que durante la última hora Robert hubiera recibido una llamada de su madre y supiera que iban a enseñarle la foto. Respondiera como lo hiciese, Bosch sabía que no iba a contar la verdad.
—No puedo decirle nada —dijo Li al cabo de unos segundos—. No lo reconozco, nunca lo he visto.
Le devolvió la hoja a Bosch, pero este no la cogió.
—Pero sabe quién es.
En realidad no era una pregunta.
—No, lo cierto es que no —dijo Li con una ligera incomodidad en la voz.
Bosch le sonrió, pero era una de esas sonrisas sin la menor calidez de humor.
—Señor Li, ¿le ha llamado su madre y le ha avisado de que iba a enseñarle esta foto?
—No.
—Podemos mirar los teléfonos, ¿sabe?
—¿Y qué si lo hizo? Ella no sabía quién era y yo tampoco.
—Quiere que encontremos a la persona que mató a su padre, ¿no?
—¡Por supuesto! ¿Qué clase de pregunta es esa?
—Es la clase de pregunta que hago cuando sé que alguien me oculta algo y que eso…
—¿Qué? ¡Cómo se atreve!
—… podría ser muy útil para mi investigación.
—¡No le oculto nada! Le aseguro que no conozco a ese hombre. ¡No sé cómo se llama y nunca lo había visto antes! ¡Es la pura verdad!
Li se ruborizó. Bosch esperó un momento y luego habló con calma.
—Puede que esté diciendo la verdad. Puede que no conozca su nombre y que nunca lo haya visto antes. Pero sabe quién es, Robert. Sabe que su padre estaba pagando una extorsión; quizás usted también lo hace. Si cree que hablar con nosotros entraña un riesgo, entonces podemos ayudarle.
—Desde luego —intervino Chu.
Li negó con la cabeza y sonrió como si no pudiera creer la situación en la que se hallaba. Empezó a respirar con dificultad.
—Mi padre acaba de morir, lo han matado. ¿No puede dejarme en paz? ¿Por qué me están acosando? Yo también soy una víctima.
—Ojalá pudiéramos dejarlo en paz, Robert —dijo Bosch—. Pero si no encontramos al responsable, nadie lo hará. Supongo que no es eso lo que quiere.
Li pareció calmarse y negó con la cabeza.
—Mire —continuó Bosch—. Tenemos una declaración firmada. Nada de lo que nos diga ahora ha de salir de este despacho. Nadie sabrá nunca lo que nos ha dicho. —Bosch se inclinó hacia delante y tocó la imagen con un dedo. Li todavía la sujetaba—. Quien mató a su padre se llevó el disco de la grabadora que había en la parte de atrás, pero dejó discos viejos. Este tipo estaba en uno de ellos cobrando dinero de su padre una semana antes del crimen, el mismo día y a la misma hora. Su padre le dio doscientos dieciséis dólares. Este tipo es de la tríada y creo que usted lo sabe. Ha de ayudarnos con eso, Robert; nadie más puede hacerlo.
Bosch esperó. Li puso la imagen sobre la mesa y se frotó las palmas sudorosas de las manos en los vaqueros.
—De acuerdo, sí, mi padre pagaba a la tríada —dijo.
Bosch respiró pausadamente. Acababan de dar un gran paso y quería que Li continuara hablando.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó.
—No lo sé, toda su vida; toda mi vida, supongo. Siempre lo hizo; para él formaba parte de ser chino: había que pagar.
Bosch asintió.
—Gracias por decírnoslo, Robert. Veamos, ayer nos comentó que con la situación económica y demás las cosas no marchaban bien en la tienda. ¿Sabe si su padre iba atrasado en los pagos?
—No lo sé, es posible, pero no me lo dijo. Estábamos de acuerdo en eso.
—¿Qué quiere decir?
—Yo creía que no debía pagar y se lo dije un millón de veces. «Esto es América, padre, no ha de pagarles».
—Pero seguía haciéndolo.
—Sí, cada semana; era de la vieja escuela.
—Entonces, ¿usted no paga aquí?
Li negó con la cabeza, pero sus ojos se apartaron un momento. Una delación clara.
—Paga, ¿verdad?
—No.
—Robert, hemos de…
—No pago porque él lo hacía por mí. Ahora no sé lo que ocurrirá.
Bosch se acercó a él.
—Quiere decir que su padre pagaba por las dos tiendas.
—Sí.
Li tenía la mirada baja. Volvió a frotarse las palmas en los pantalones.
—El doble pago, ciento ocho por dos, cubría las dos tiendas.
—Sí, la semana pasada.
Li asintió y Bosch pensó que veía lágrimas agolpándose en sus ojos. Harry sabía que la siguiente pregunta era la más importante de todas.
—¿Qué pasó esta semana?
—No lo sé.
—Pero tiene una idea, ¿verdad, Robert?
Volvió a asentir.
—Las dos tiendas están perdiendo dinero. Nos expandimos en el momento equivocado, justo antes de la crisis. Los bancos tienen ayuda del gobierno, pero nosotros no. Podíamos perderlo todo, y le dije… Le dije a mi padre que no podíamos seguir pagando. Le dije que estábamos pagando por nada y que íbamos a perder las tiendas si no parábamos.
—¿Dijo que dejaría de pagar?
—No, no nada de eso. Pensé que iba a seguir pagando hasta que tuviéramos que cerrar. Iba sumando y ochocientos dólares al mes es mucho en un negocio como este. Mi padre pensaba que si encontraba otras formas… —Su voz se apagó.
—¿Otras formas de qué, Robert?
—Otras formas de ahorrar dinero. Estaba obsesionado con pillar a los rateros, y pensaba que si contenía las pérdidas cambiaría las cosas. Era de otra época, no lo entendía.
Bosch se recostó en la silla y miró a Chu. Habían logrado que Li se sincerara. Ahora era el turno de que Chu se ocupara de las preguntas concretas en relación con la tríada.
—Robert, ha sido de gran ayuda —dijo Chu—. Quiero hacerle unas preguntas sobre el hombre de la foto.
—He dicho la verdad. No sé quién es, nunca en mi vida lo he visto.
—Vale, pero ¿alguna vez habló de él su padre cuando estaban discutiendo sobre los pagos?
—Nunca mencionó su nombre. Sólo dijo que se enfadaría si dejábamos de pagar.
—¿Alguna vez mencionó el nombre del grupo al que pagaba? ¿La tríada?
Li negó con la cabeza.
—No, nunca… Espere, sí, una vez. Era algo sobre un cuchillo, como si el nombre procediera de una clase de cuchillo o algo así. Pero no lo recuerdo.
—¿Está seguro? Eso podría ayudarnos a reducir el círculo.
Li negó con la cabeza otra vez.
—Trataré de recordarlo; ahora mismo no puedo.
—Vale, Robert.
Chu continuó con el interrogatorio, pero las preguntas eran demasiado específicas y Li continuamente respondía que no sabía las respuestas. Para Bosch estaba bien, habían conseguido un gran avance y ahora veía que el caso estaba mucho mejor enfocado.
Al cabo de un rato, Chu terminó y volvió a cederle la batuta a Bosch.
—Bien, Robert —dijo Harry—. ¿Cree que el hombre o los hombres a los que su padre pagaba vendrán a pedirle el dinero a usted ahora?
La pregunta suscitó un arqueo de cejas de Li.
—No lo sé —dijo.
—¿Quiere protección del Departamento de Policía de Los Ángeles?
—Eso tampoco lo sé.
—Bueno, tiene nuestros teléfonos. Si aparece alguien, coopere y prométale el dinero si se ve en la necesidad de hacerlo.
—¡No tengo el dinero!
—Esa es la cuestión. Prométale el dinero, pero dígale que tardará un día en conseguirlo. Entonces llámenos y nosotros nos ocuparemos.
—¿Y si simplemente lo coge de las cajas registradoras? Ayer me dijo que la de la tienda de mi padre estaba vacía.
—Si hace eso, usted no se oponga y luego llámenos. Lo cogeremos cuando vuelva la próxima vez.
Li asintió y Bosch vio que había asustado al joven.
—Robert, ¿tiene un arma en la tienda?
Era una prueba. Habían comprobado qué armas estaban registradas y sólo lo estaba la de la otra tienda.
—No, mi padre tenía el arma; estaba en la zona mala.
—Bien, no traiga un arma aquí. Si aparece el tipo, simplemente coopere.
—Bien.
—Por cierto, ¿por qué compró su padre esa arma? Llevaba allí casi treinta años y hace sólo seis meses que la adquirió.
—La última vez que lo atracaron le hicieron daño. Dos pandilleros le golpearon con una botella. Le dije que si no vendía la tienda, tenía que conseguir una pistola, pero no le hizo ningún bien.
—Normalmente no lo hacen.
Los detectives le dieron las gracias a Li y dejaron en su despacho a un joven de veintiséis años que ahora parecía dos décadas mayor. Mientras caminaban por la tienda, Bosch miró el reloj y vio que era más de la una. Tenía mucha hambre y quería comer algo antes de dirigirse a la sala de autopsias a las dos. Se paró delante de la comida caliente y apuntó al pan de carne. Cogió un número de servicio del dispensador; cuando le ofreció un trozo a Chu, este le dijo que era vegetariano.
Bosch negó con la cabeza.
—¿Qué? —preguntó Chu.
—No creo que pudiéramos ser compañeros, Chu —dijo Bosch—. No me fío de un tipo que no puede comerse un perrito caliente de vez en cuando.
—Como perritos calientes de tofu.
Bosch hizo una mueca.
—Esos no cuentan.
Entonces vio que se les acercaba Robert Li.
—Olvidé preguntarlo. ¿Cuándo nos entregarán el cadáver de mi padre?
—Probablemente mañana —dijo Bosch—. La autopsia es hoy.
Li pareció alicaído.
—Mi padre era una persona muy espiritual. ¿Han de profanar su cuerpo?
Bosch asintió.
—Es la ley: hay una autopsia después de cualquier homicidio.
—¿Cuándo la harán?
—Dentro de una hora.
Li asintió en señal de aceptación.
—Por favor, no se lo diga a mi madre. ¿Me llamarán cuando pueda disponer del cadáver?
—Me aseguraré de que así sea.
Li les dio las gracias y volvió a su despacho. Bosch oyó que el hombre de detrás del mostrador decía su número.