6

La UBA formaba parte de la sección de bandas de la División de Apoyo a Operaciones Especiales, desde la cual se dirigían muchas operaciones secretas y a muchos agentes. La DAOE se hallaba en un edificio sin identificar, a varias manzanas del de la Administración de Policía. Bosch decidió ir caminando porque sabía que tardaría más si iba a buscar el coche al garaje, se enfrentaba al tráfico y buscaba aparcamiento. Llegó a la puerta de entrada de la oficina de la UBA a las ocho y media. Pulsó el timbre, pero nadie salió a abrir. Sacó el teléfono, listo para llamar al detective Chu, cuando oyó a su espalda una voz familiar.

—Buenos días, detective Bosch. No esperaba verlo por aquí.

Bosch se volvió. Era Chu, que llegaba con su maletín.

—Vaya unas horas de llegar —soltó Bosch.

—Sí, nos gusta tomárnoslo con calma.

Bosch se apartó y Chu abrió con una tarjeta magnética.

—Vamos, pase.

Chu lo guio hasta una pequeña sala de brigada con una docena de mesas y una oficina para el teniente a la derecha. Se colocó detrás de uno de los escritorios y dejó el maletín en el suelo.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó—. Pensaba ir a Robos y Homicidios a las diez, cuando llegara la señora Li.

Chu empezó a sentarse, pero Bosch se quedó de pie.

—Tengo algo que quiero mostrarle. ¿Hay una sala de vídeo?

—Sí, por aquí.

La UBA disponía de cuatro salas de interrogatorios en la parte de atrás de la brigada; una se había convertido en sala de vídeo y contaba con la habitual pantalla de televisión encima del DVD. Bosch vio que en la pila de aparatos había también una impresora fotográfica, algo con lo que ellos todavía no contaban en la sala de la brigada de Robos y Homicidios.

Le pasó el DVD de Fortune Liquors a Chu y este lo puso. Cogió el mando y usó el avance rápido hasta que la hora sobreimpresa indicó las tres de la tarde.

—Quiero que eche un vistazo al tipo que entra —dijo.

Chu observó en silencio al hombre asiático que llegaba a la tienda, compraba una cerveza y un cartón de cigarrillos, y se llevaba un buen pellizco por su inversión.

—¿Eso es todo? —preguntó después de que el cliente saliera de la tienda.

—Es todo.

—¿Puede pasarlo otra vez?

—Claro.

Bosch volvió a pasar el episodio de dos minutos y luego congeló la reproducción cuando el cliente se volvía del mostrador para irse. Jugó con la grabación, avanzando ligeramente hasta que congeló la mejor imagen posible del rostro del hombre al volverse del mostrador.

—¿Lo conoce? —preguntó Bosch.

—No, por supuesto que no.

—¿Qué ve ahí?

—Obviamente, un chantaje de algún tipo. Recibe mucho más de lo que da.

—Sí, doscientos dieciséis dólares además de sus veinte. Lo hemos contado.

Bosch vio que las cejas de Chu se arqueaban.

—¿Qué significa? —preguntó Bosch.

—Probablemente significa que es una tríada —respondió Chu como si tal cosa.

Harry asintió. Nunca había investigado un asesinato relacionado con las tríadas antes, pero sabía que las llamadas sociedades secretas de China habían atravesado el Pacífico tiempo atrás y ya operaban en la mayoría de las principales ciudades de Estados Unidos. Los Ángeles, con su gran población china, era uno de sus puntos de apoyo, junto con San Francisco, Nueva York y Houston.

—¿Qué le ha hecho pensar que es un tipo de la tríada?

—Ha dicho que el pago era de doscientos dieciséis dólares, ¿no?

—Exacto. Li le devolvió al hombre su billete y, además, le dio diez de veinte, uno de diez, uno de cinco y uno de uno. ¿Qué significa?

—El negocio de extorsión de las tríadas se basa en los pagos semanales de los dueños de pequeños comercios a cambio de protección. El pago es normalmente de ciento ocho dólares y, por supuesto, doscientos dieciséis es un múltiplo de esta cifra. Un pago doble.

—¿Por qué 108? ¿Pagan impuestos además del soborno? ¿Mandan los ocho pavos extra al Estado o qué?

Chu no hizo caso del sarcasmo en la voz de Bosch y respondió como si estuviera dándole una clase a un niño.

—No, detective, el número no tiene nada que ver con eso. Deje que le dé una pequeña lección de historia que con suerte le proporcionará alguna comprensión de esto.

—Adelante.

—La formación de las tríadas se remonta a la China del siglo XVII. Había ciento trece monjes budistas en el monasterio de Shaolin. Los invasores manchúes los atacaron y los mataron a todos menos a cinco. Los supervivientes crearon las sociedades secretas con el objetivo de derrocar a los invasores: así nacieron las tríadas. Pero a lo largo de los siglos cambiaron; abandonaron la política y el patriotismo y se convirtieron en organizaciones criminales, recurriendo a la extorsión y a negocios de protección de manera similar a las mafias italiana y rusa. Para honrar a los fantasmas de los monjes asesinados, las cifras de la extorsión suelen ser un múltiplo de ciento ocho.

—Quedaron cinco monjes, no tres —dijo Bosch—. ¿Por qué los llamaron tríadas?

—Porque cada monje empezó su propia tríada, Tian di hui, que significa «sociedad del cielo y la tierra». Cada grupo tiene una bandera con forma de triángulo que representa la relación entre cielo, tierra y hombre. A partir de ahí se las conoció como tríadas.

—Genial, y lo importaron aquí.

—Llevan mucho tiempo aquí, pero no las trajeron ellos. Las importaron los propios estadounidenses con la mano de obra china que vino a construir ferrocarriles.

—Y extorsionan a su propia gente.

—En su mayoría sí, pero el señor Li era religioso. ¿Vio el templo budista ayer en el almacén?

—Eso se me pasó.

—Estaba allí y hablé de ello con su mujer. El señor Li era muy espiritual: creía en fantasmas. Para él, pagar a la tríada podría haber sido como hacer una ofrenda a un fantasma, a un ancestro. Usted lo ve desde fuera, detective Bosch. Si desde el primer día supiera que parte de su dinero va a la tríada con la misma sencillez con la que paga impuestos, no se vería como una víctima. Era sólo un dato, parte de la vida.

—Pero el fisco no te mete tres balas en el pecho si no pagas.

—¿Cree que al señor Li lo mató este hombre o la tríada?

Mientras señalaba al hombre de la pantalla, Chu se mostró casi indignado al formular la pregunta.

—Creo que es la mejor pista de que disponemos en este momento —repuso Bosch.

—¿Y la pista que encontramos a través de la señora Li? El pandillero que amenazó a su marido el sábado.

Bosch negó con la cabeza.

—No cuadra. Aún quiero que la señora Li mire los libros e identifique al chico, pero creo que será trabajar en balde.

—No lo entiendo, dijo que volvería y mataría al señor Li.

—No, dijo que volvería y le volaría la cabeza, pero al señor Li le dispararon en el pecho. No fue un crimen de rabia, detective Chu; no encaja. Pero no se preocupe, lo investigaremos aunque sea una pérdida de tiempo.

Esperó a que Chu respondiera, pero este no lo hizo. Bosch señaló la hora marcada en la pantalla.

—Li fue asesinado a la misma hora y el mismo día de la semana. Hemos de asumir que hacía pagos semanales y que ese hombre estaba allí cuando lo mataron. Eso lo convierte en el mejor sospechoso.

La sala de interrogatorios era muy pequeña y habían dejado la puerta abierta. Bosch se acercó a ella y la cerró, antes de mirar a Chu.

—Así que dígame que no tenía idea de nada de esto ayer.

—No, por supuesto que no.

—¿La señora Li no le mencionó que hacían pagos a la tríada local?

Chu se puso tenso. Era mucho más pequeño que Bosch, pero su postura sugería que estaba listo para una pelea.

—Bosch, ¿qué está insinuando?

—Estoy insinuando que este es su mundo y que debería habérmelo dicho. Lo descubrí por casualidad. Li guardó ese disco porque hay un ladrón en él, no por la extorsión.

Se miraban a menos de medio metro de distancia.

—Bueno, ayer no había nada que sugiriera esto —dijo Chu—. Me llamaron para que fuera a traducir; no me pidió mi opinión sobre nada más. Me dejó deliberadamente al margen, Bosch. Quizá si me hubiera incluido, habría visto u oído algo.

—Eso es una estupidez. No lo han formado como detective para que se quede ahí chupándose el dedo. No necesita una invitación para hacerme una pregunta.

—Con usted pensaba que sí.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Significa que lo he observado, Bosch. Cómo trató a la señora Li, a su hijo… a mí.

—Oh, ya estamos.

—¿Qué fue, Vietnam? ¿Sirvió en Vietnam?

—No pretenda saber nada de mí, Chu.

—Sé lo que veo y lo que he visto antes. Yo no soy de Vietnam, detective. Soy estadounidense; nacido aquí, igual que usted.

—Mire, ¿podemos dejar esto y concentrarnos en el caso?

—Lo que usted diga. Usted manda.

Chu puso los brazos en jarras y se volvió hacia la pantalla. Bosch trató de contener sus emociones; se veía obligado a reconocer que Chu tenía parte de razón. Y le avergonzaba que lo hubieran etiquetado tan fácilmente como alguien que había vuelto de Vietnam con prejuicios raciales.

—Muy bien —dijo—. Tal vez la forma en que le traté ayer fue un error. Lo siento. Pero ahora forma parte de esto y he de saber lo mismo que usted. No se guarde nada.

Chu también se relajó.

—Ya se lo he dicho todo. La única otra cosa en la que estaba pensando era en los doscientos dieciséis.

—¿Qué pasa?

—Es un pago doble. Puede ser que el señor Li se saltara una semana porque quizá estaba teniendo problemas para pagar. Su hijo dijo que el negocio iba mal.

—Y quizá por eso lo mataron. —Bosch señaló de nuevo la pantalla.

—¿Puede hacerme una copia?

—Yo también quiero una.

Chu pasó a la impresora y pulsó un botón dos veces. Enseguida aparecieron dos copias de la imagen del hombre que se daba la vuelta desde el mostrador.

—¿Tiene libros de fotos? —preguntó Bosch—. ¿Archivos de inteligencia?

—Por supuesto —dijo Chu—. Trataré de identificarlo; indagaré.

—No quiero que nos vean venir.

—Gracias, detective, pero eso ya lo suponía.

Bosch no respondió; otro paso en falso. Estaba pasándolo mal con Chu. Se veía incapaz de confiar en él, pese a que llevaban la misma placa.

—También me gustaría tener una impresión del tatuaje —dijo Chu.

—¿Qué tatuaje? —preguntó Bosch.

Chu le cogió a Bosch el mando a distancia y pulsó el botón de retroceso. Finalmente congeló la imagen en el momento en que el hombre extendía la mano izquierda para coger el dinero del señor Li. Chu trazó con el dedo el contorno de una silueta apenas visible en la cara interna del brazo del hombre: era un tatuaje, pero la marca era tan leve en la imagen granulosa que a Bosch se le había pasado completamente.

—¿Qué es? —preguntó.

—Parece la silueta de un cuchillo. Un autotatuaje.

—Ha estado en prisión.

Chu pulsó el botón para hacer copias de la imagen.

—No, normalmente los hacen en el barco, al cruzar el océano.

—¿Qué significa para usted?

—Cuchillo es kim. Hay al menos tres tríadas con presencia en el sur de California: Yee Kim, Sai Kim y Ying Kim. Significan «Cuchillo Justo», «Cuchillo Occidental» y «Cuchillo Valeroso». Existe una rama de una tríada de Hong Kong llamada 14 K, muy fuerte y poderosa.

—¿Aquí o allí?

—En los dos sitios.

—¿Catorce K?

—Catorce es un número de mala suerte: en chino, catorce suena igual que muerte; K es de kill.

Bosch sabía por su hija y por sus frecuentes visitas a Hong Kong que cualquier permutación del número cuatro se consideraba mala suerte. Su hija vivía con su exmujer en un edificio donde no había pisos marcados con el número 4. La cuarta planta estaba marcada con la P de Parking y la catorce se saltaba, del mismo modo que en muchos edificios occidentales se saltaba la trece. Las plantas del edificio que eran en realidad la catorce y la veinticuatro estaban habitadas por angloparlantes que no tenían las mismas supersticiones que los chinos han.

Bosch hizo un gesto hacia la pantalla.

—¿Así que piensa que este tipo podría ser de una rama de la 14 K? —preguntó.

—Quizá sí —respondió Chu—. Empezaré a hacer averiguaciones en cuanto se marche.

Bosch lo miró y trató de interpretarlo otra vez. Creía que había comprendido el mensaje: Chu quería que Bosch se fuera para ponerse a trabajar. Harry se acercó al reproductor de DVD, sacó el disco y lo cogió.

—Estaremos en contacto, Chu —dijo.

—Claro —respondió este, cortante.

—En cuanto tenga algo, me lo envía.

—Entendido, detective. Perfectamente.

—Bien, y le veo a las diez con la señora Li y su hijo.

Bosch abrió la puerta y salió.