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Gandle salió como una exhalación de su despacho en el momento en que vio a Bosch entrando en la sala de la brigada.

—Bosch, te dije que vinieras aquí enseguida. ¿Por qué no has contestado…?

Se detuvo cuando vio quién entraba detrás de Bosch. Mickey Haller era un famoso abogado defensor. No había ningún detective en Robos y Homicidios que no lo conociera al menos de vista.

—¿Es tu abogado? —dijo Gandle con expresión de asco—. Te he dicho que trajeras a tu hija, no a tu abogado.

—Teniente —dijo Bosch—, dejemos algo claro desde el principio: mi hija no forma parte de esta ecuación. El señor Haller está aquí para asesorarme y ayudarme a explicar a los hombres de Hong Kong que no cometí ningún crimen mientras estuve en la ciudad. Bueno, ¿me los va a presentar o he de hacerlo yo mismo?

Gandle vaciló, pero acabó cediendo.

—Por aquí.

El teniente los condujo a la sala de reuniones que estaba al lado de la oficina del capitán Dodds. Allí había dos hombres de Hong Kong esperando. Se levantaron cuando llegó Bosch y le dieron sus tarjetas. Alfred Lo y Clifford Wu. Ambos eran de la Unidad de Tríadas del Departamento de Policía de Hong Kong.

Bosch le presentó a Haller y le dieron tarjetas también a él.

—¿Necesitamos un traductor, caballeros? —preguntó Haller.

—No —dijo Wu.

—Bueno, es un comienzo. ¿Por qué no nos sentamos y discutimos este asunto?

Todos, Gandle incluido, tomaron asiento en torno a la mesa de reuniones. Haller habló primero:

—Dejen que empiece diciendo que mi cliente, el detective Bosch, no renuncia en este momento a ninguno de sus derechos garantizados por la Constitución. Estamos en suelo americano y eso significa, caballeros, que no tiene obligación de hablar con ustedes. No obstante, también es detective y sabe a qué se enfrentan ustedes dos día a día. En contra de mi consejo, desea hablar con ustedes. Así que vamos a hacerlo de la siguiente manera: podrán hacer preguntas y él tratará de responderlas si yo lo considero oportuno. No habrá grabación de esta sesión, pero pueden tomar notas si lo desean. Esperamos que, cuando esta conversación termine, ustedes dos se marchen con una mejor comprensión de los sucesos de este pasado fin de semana en Hong Kong. Pero una cosa que está clara es que no se van a ir con el detective Bosch. Su cooperación en este asunto finaliza cuando concluya esta reunión.

Haller puntuó este primer aldabonazo con una sonrisa.

Antes de entrar en el Edificio de Administración de Policía, Bosch se había reunido con Haller durante casi una hora en el asiento trasero del Lincoln Town Car del abogado. El vehículo estaba aparcado en el parque canino próximo a Franklin Canyon y podían ver a la hija de Harry paseando y cuidando de los perros más sociables mientras ellos hablaban. Cuando terminaron llevaron a Maddie a su sesión con la doctora Hinojos y se dirigieron al EAP.

No estaban actuando en completo acuerdo, pero habían forjado una estrategia. Una rápida búsqueda en Internet en el portátil de Haller incluso les había proporcionado material de apoyo. Habían llegado preparados para defender el caso de Bosch ante los hombres de Hong Kong.

Como detective, Bosch caminaba por una cornisa. Quería que sus colegas del otro lado del Pacífico supieran lo que había ocurrido, pero no iba a ponerse en peligro él, ni tampoco a su hija ni a Sun Yee. Creía que todas sus acciones en Hong Kong estaban justificadas. Le dijo a Haller que había estado en situaciones de matar o morir iniciadas por otros, y eso incluía su encuentro con el encargado del hotel en Chungking Mansions. En todos los casos había salido victorioso. Eso no era ningún crimen. Al menos para él.

Lo sacó papel y bolígrafo y Wu planteó la primera pregunta, revelando que era el hombre al mando.

—Mi primera pregunta es: ¿por qué fue a Hong Kong en un viaje tan corto?

Bosch se encogió de hombros como si la respuesta fuera obvia.

—Para traer a mi hija aquí.

—El sábado por la mañana su exesposa informó a la policía de la desaparición de su hija —dijo Wu.

Bosch lo miró un buen rato.

—¿Es una pregunta?

—¿Había desaparecido?

—Entiendo que sí estaba desaparecida, pero el sábado por la mañana me encontraba diez mil metros por encima del Pacífico. No puedo decir qué estaba haciendo entonces mi exmujer.

—Creemos que su hija fue raptada por alguien llamado Peng Qingcai. ¿Lo conoce?

—Nunca lo vi.

—Peng está muerto —dijo Lo.

Bosch asintió.

—No lo lamento.

—La vecina de Peng, la señora Fengyi Mai, recuerda que habló con usted en su casa el domingo —dijo Wu—. Con usted y el señor Sun Yee.

—Sí, llamamos a su puerta. No fue de gran ayuda.

—¿Por qué?

—Supongo que porque no sabía nada. No sabía dónde estaba Peng.

Wu se inclinó hacia delante; su lenguaje corporal era fácil de interpretar. Pensaba que ya tenía a Bosch en el punto de mira.

—¿Fue al apartamento de Peng?

—Llamamos a la puerta, pero nadie respondió. Al cabo de un rato nos fuimos.

Wu pareció decepcionado.

—¿Reconoce que estaba con Sun Yee? —preguntó.

—Claro. Estaba con él.

—¿De qué conoce a ese hombre?

—A través de mi exesposa. Vinieron a recogerme al aeropuerto el domingo por la mañana y me informaron de que estaban buscando a mi hija porque el departamento de policía no creía que la hubieran secuestrado. —Bosch estudió un momento a los dos hombres antes de continuar—. Su departamento de policía no se ocupó del asunto; espero que incluya eso en sus informes, porque si me arrastran a esto, ciertamente lo mencionaré. Llamaré a todos los periódicos de Hong Kong (no me importa en qué lengua sean) y les contaré mi historia.

El plan era usar la amenaza de bochorno internacional del Departamento de Policía de Hong Kong para que los detectives actuaran con precaución.

—¿Es consciente —dijo Wu— de que su exmujer, Eleanor Wish, murió de una herida de bala en la cabeza en la decimoquinta planta de Chungking Mansions, en Kowloon?

—Sí, lo sé.

—¿Estaba presente cuando ocurrió?

Bosch miró a Haller y el abogado asintió.

—Estaba allí. Vi cómo sucedió.

—¿Puede decirnos cómo?

—Fuimos buscando a nuestra hija. No la encontramos. Estábamos en el pasillo a punto de irnos y dos hombres empezaron a dispararnos. Le dieron a Eleanor y… la mataron. Y a los dos hombres también les dispararon. Fue defensa propia.

Wu se inclinó hacia delante.

—¿Quién disparó a esos hombres?

—Creo que ya lo saben.

—¿Puede decírnoslo, por favor?

Bosch pensó en la pistola que había puesto en la mano sin vida de Eleanor. Estaba a punto de decir la mentira cuando Haller se inclinó hacia delante.

—Creo que no voy a permitir que el detective Bosch participe en teorías sobre quién disparó a quién —dijo—. Estoy seguro de que su buen departamento de policía tiene grandes capacidades forenses y ya ha podido determinar por medio de análisis de arma de fuego y balísticos la respuesta a la pregunta.

Wu continuó.

—¿Sun Yee estaba en la decimoquinta planta?

—No en ese momento.

—¿Puede darnos más detalles?

—¿Sobre el tiroteo? No. Pero puedo decirle algo sobre la habitación en la que retuvieron a mi hija: encontramos papel higiénico con sangre. Le habían sacado sangre.

Bosch los estudió para ver si reaccionaban a esta información. No mostraron nada.

Había una carpeta en la mesa delante de los hombres de Hong Kong. Wu la abrió y sacó un documento con un clip de papel. Lo deslizó por la mesa hacia Bosch.

—Esto es una declaración de Sun Yee. Se ha traducido al inglés. Por favor, léala para verificarla.

Haller se inclinó junto a Bosch y los dos leyeron juntos el documento de dos páginas. Bosch inmediatamente reconoció que era un señuelo: era su hipótesis de investigación disfrazada como una declaración de Sun. El cincuenta por ciento era correcto; el resto eran suposiciones basadas en interrogatorios y pruebas. Atribuía los asesinatos de la familia Peng a Bosch y Sun Yee.

Harry sabía que o bien estaban tratando de engañarlo para que contara lo que de verdad había ocurrido o bien habían detenido a Sun y lo habían obligado a poner su nombre en la historia que ellos preferían, a saber: que Bosch había sido responsable de una carrera sangrienta por Hong Kong. Sería la mejor manera de explicar nueve muertes violentas en un domingo: lo hizo el americano.

Pero Bosch recordó lo que Sun le había dicho en el aeropuerto. «Me ocuparé de estas cosas y no te mencionaré. Te lo prometo. No importa lo que ocurra, no te mencionaré ni a ti ni a tu hija».

—Caballeros —dijo Haller, que fue el primero en terminar de leer el documento—. Este documento es…

—Una mentira total —terminó Bosch.

Volvió a deslizar el documento por la mesa hasta el pecho de Wu.

—No, no —dijo rápidamente este—. Es muy real. Está firmado por Sun Yee.

—Quizá si lo estaban apuntando con una pistola en la cabeza. ¿Es así como hacen las cosas en Hong Kong?

—¡Detective Bosch! —exclamó Wu—. Vendrá a Hong Kong y responderá de estas acusaciones.

—No voy a volver a acercarme a Hong Kong nunca más.

—Ha matado a mucha gente. Ha usado armas de fuego. Ha puesto a su hija por encima de todos los ciudadanos chinos y…

—¡Estaban analizando su grupo sanguíneo! —dijo Bosch enfadado—. Le extrajeron sangre. ¿Sabe cuándo hacen eso? Cuando pretenden verificar la compatibilidad de órganos.

Hizo una pausa y observó el creciente descontento en la cara de Wu. A Bosch no le importaba Lo; Wu tenía el poder y si Bosch lo vencía, estaría a salvo. Haller había acertado. En la parte de atrás del Lincoln había establecido la estrategia sutil para el interrogatorio. Más que concentrarse en atribuir las acciones de Bosch a defensa propia, deberían aclararles a los hombres de Hong Kong lo que saldría en los medios internacionales si presentaban cualquier tipo de acusación contra Bosch.

Había llegado el momento de hacer esa jugada, Haller tomó el mando y se movió con calma para dar la puntilla.

—Caballeros, pueden aferrarse a su declaración firmada —dijo, con una sonrisa permanente en el rostro—. Dejen que resuma los hechos que están sustentados en pruebas reales: una menor estadounidense de trece años fue secuestrada en su ciudad, su madre llamó a la policía para denunciar el crimen, la policía se negó a investigarlo…

—La menor se había fugado antes —lo interrumpió Lo—. No había forma de…

Haller levantó un dedo para interrumpirlo.

—No importa —dijo, ahora en un tono de rabia contenida en su voz y sin rastro de la sonrisa—. Se informó a su departamento de que había una menor estadounidense desaparecida y su departamento, por la razón que sea, decidió no hacer caso de la denuncia. Eso obligó a la madre de la menor a buscar a su hija por sí misma. Y lo primero que hizo fue llamar al padre a Los Ángeles. —Haller hizo un gesto hacia Harry—. El detective Bosch viajó a Hong Kong y junto con su exmujer y un amigo de la familia, el señor Sun Yee, empezaron la búsqueda en la cual la policía de la ciudad había decidido no participar. Por su cuenta, encontraron pruebas de que habían secuestrado a la menor por sus órganos. ¡Iban a venderla por sus órganos!

La rabia del abogado iba en aumento y Bosch tuvo la impresión de que no era una actuación. Por unos momentos Haller la dejó flotar sobre la mesa como una nube de tormenta antes de continuar.

—Como ustedes saben, han muerto varias personas. Mi cliente no va entrar en detalles sobre todo ello. Baste con decir que, solos en Hong Kong, sin ninguna ayuda del Gobierno ni de la policía, esta madre y este padre que trataban de encontrar a su hija se encontraron con gente muy peligrosa y hubo situaciones de matar o morir. ¡Fue una provocación!

Bosch vio que los dos detectives de Hong Kong se echaban físicamente hacia atrás cuando Haller gritó la última palabra. Luego el abogado continuó en un tono calmado y bien modulado de tribunal.

—Veamos, somos conscientes de que desean saber qué ocurrió, que han de completar informes y que hay supervisores que deben ser informados. Pero han de preguntarse seriamente si están tomando el camino adecuado. —Otra pausa—. Lo que pasó en Hong Kong ocurrió porque su departamento falló a esta menor estadounidense y a esta familia. Y si ahora van a sentarse a analizar qué acciones llevó a cabo el detective Bosch porque su departamento no supo actuar adecuadamente; si están buscando un chivo expiatorio para llevarse a Hong Kong, no van a encontrarlo aquí. No vamos a cooperar. No obstante, tengo a alguien que podría estar interesado en hablar de todo esto. Podemos empezar con él.

Haller sacó una tarjeta del bolsillo de la camisa y la deslizó hacia ellos por encima de la mesa. Wu la cogió y la examinó. El abogado se la había mostrado antes a Bosch. Era la tarjeta de un periodista del Los Angeles Times.

—«Jock Mikeevoy» —leyó Lo—. ¿Tiene información sobre esto?

—Es Jack McEvoy. Y ahora no tiene ninguna información, pero estará muy interesado en una historia como esta.

Todo formaba parte del plan. Haller estaba marcándose un farol. La verdad era, y Bosch lo sabía, que a McEvoy lo habían echado del Times seis meses antes. Haller había sacado la vieja tarjeta de una pila que guardaba unida por una goma en su Lincoln.

—Ahí es donde empezará —dijo Haller con calma—. Y creo que será una gran historia. Niña de trece años secuestrada en Hong Kong por sus órganos y la policía no hace nada. Sus padres se ven obligados a actuar y la madre es asesinada cuando trata de salvar a su hija. A partir de ahí saltará a escala internacional. Todos los periódicos y canales de televisión del mundo querrán una parte de esta historia. Harán una película de Hollywood. ¡Y la dirigirá Oliver Stone!

Haller abrió la carpeta que había llevado a la reunión. Contenía las historias de noticias que había impreso en el coche tras una búsqueda en Internet. Pasó las copias por la mesa a Wu y Lo. Se acercaron para compartirlas.

—Y finalmente, lo que tienen ahí es un dossier de artículos de periódico que proporcionaré al señor McEvoy y a otros periodistas que me lo pidan a mí o al detective Bosch. Estos artículos documentan el reciente crecimiento del mercado negro de órganos humanos en China. Se dice que la lista de espera de China es la más larga del mundo, y algunos informes hablan de hasta un millón de personas que aguardan un órgano. No ayuda que hace unos años, y bajo la presión del resto del mundo, el Gobierno chino prohibiera el uso de órganos de prisioneros ejecutados; eso sólo aumentó la demanda y el valor de órganos humanos en el mercado negro. Estoy seguro de que con estos artículos de periódicos muy reputados, incluido el Beijing Review, verán adónde irá a parar el señor McEvoy con su artículo. Depende de ustedes decidir ahora si es lo que quieren que ocurra aquí.

Wu se volvió para poder susurrar rápido en chino al oído de Lo.

—No hace falta que susurren, caballeros —dijo Haller—. No les entendemos.

Wu se enderezó.

—Nos gustaría hacer una llamada telefónica privada antes de continuar la entrevista —dijo.

—¿A Hong Kong? —preguntó Bosch—. Son las cinco de la mañana allí.

—No importa —dijo Wu—. Debo hacer la llamada, por favor.

Gandle se levantó.

—Pueden usar mi despacho. Tendrán intimidad.

—Gracias, teniente.

Los investigadores de Hong Kong se levantaron para salir.

—Una última cosa, caballeros —dijo Haller.

Lo miraron con una expresión de «¿y ahora qué?», escrita en el rostro.

—Sólo quiero que sepan ustedes y la persona a la que vayan a llamar que también estamos muy preocupados por la situación de Sun Yee en este asunto. Queremos que sepan que vamos a ponernos en contacto con el señor Sun Yee y que si no lo encontramos o si averiguamos que ha tenido cualquier clase de impedimento a su libertad personal, también llevaremos este asunto ante la corte de la opinión pública. —Haller sonrió e hizo una pausa antes de continuar—. Es un acuerdo global, caballeros. Díganle eso a su gente.

Haller movió la cabeza, manteniendo todo el tiempo la sonrisa y contradiciendo con su expresión la amenaza obvia. Wu y Lo asintieron: habían comprendido el mensaje. Salieron con Gandle de la sala de reuniones.

—¿Qué opinas? —preguntó Bosch a Haller cuando estuvieron solos—. ¿Estamos a salvo?

—Sí, eso creo —dijo Haller—. Creo que el problema ha terminado. Lo que ocurrió en Hong Kong se queda en Hong Kong.