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Cuando los detectives terminaron en la escena del crimen y volvieron a la sala de la brigada ya era casi medianoche. Para entonces Bosch había decidido no llevar a la familia de la víctima al edificio de la Administración de Policía para realizar interrogatorios formales. Después de citarlos para el miércoles por la mañana, los dejó irse a casa a llorar. Poco después de volver a la sala de la brigada, Bosch también envió a Ferras a casa para que tratara de reparar los daños en su propia familia. Harry se quedó solo organizando el inventario de pruebas y contemplando los hechos del caso por primera vez sin interrupción. Sabía que el miércoles estaba cobrando la forma de un día atareado, con citas con la familia por la mañana y los resultados de parte del trabajo forense y de laboratorio, así como el posible calendario de la autopsia.

Pese a que el examen de los comercios vecinos por parte de Ferras se había revelado infructuoso, tal y como cabía esperar, el trabajo vespertino había producido un posible sospechoso. El sábado por la tarde, tres días antes de su muerte, el señor Li se había enfrentado a un joven del que pensaba que había estado robando habitualmente en su tienda. El adolescente, según manifestó la señora Li y tradujo el detective Chu, había negado muy enfadado que hubiera robado nada y había jugado la carta racial, asegurando que el señor Li sólo lo acusaba porque era negro. Sonaba ridículo, puesto que el noventa por ciento del negocio de la tienda procedía de residentes de raza negra del barrio. No obstante, Li no llamó a la policía: simplemente echó al chico de la tienda y le advirtió que no quería verlo más por allí. La señora Li le explicó a Chu que, desde la puerta, el chico le gritó a su marido que la próxima vez que volviera sería para volarle la cabeza. Li, a su vez, sacó su arma de debajo del mostrador y apuntó al joven, asegurándole que estaría preparado.

Esto significaba que el adolescente conocía la existencia del arma que Li guardaba debajo del mostrador. Si quería hacer valer su amenaza, tenía que entrar en la licorería y actuar con rapidez, disparando a Li antes de que este pudiera coger su arma.

La señora Li miraría los libros de las bandas por la mañana para ver si reconocía en alguna de las fotos al joven que había amenazado a su marido. Si estaba relacionado con los Hoover Street Criminals había posibilidades de que su foto se encontrara en los libros.

Sin embargo, Bosch no estaba del todo convencido de que se tratara de una pista viable o de que el chico fuera un sospechoso válido. Había elementos en la escena del crimen que no cuadraban con un asesinato por venganza. No cabía duda de que tendría que examinar esa pista y hablar con el chico, pero Bosch no confiaba en cerrar el caso con él. Eso sería demasiado fácil y había cosas en la investigación que desafiaban la simplicidad.

Junto al despacho del capitán había una sala de reuniones con una larga mesa de madera, que se usaba sobre todo como espacio para comer y en ocasiones para encuentros o discusiones privadas de investigaciones que implicaban a varios equipos de detectives. Bosch se había apropiado de la sala vacía y había esparcido sobre la mesa varias fotografías de la escena del crimen, que acababan de llegar de Criminalística.

Había colocado las fotos en forma de mosaico inconexo de imágenes que se solapaban y en conjunto creaban la escena del crimen total. Se parecía a la obra fotográfica del artista británico David Hockney, que vivió un tiempo en Los Ángeles y creó varios collages artísticos que documentaban escenas del sur de California. Bosch conocía los mosaicos de fotos y al artista porque durante una época Hockney fue vecino suyo en las colinas que se alzaban sobre el paso de Cahuenga. Aunque Bosch no lo había tratado personalmente, tenía una conexión con él: siempre había tenido por costumbre esparcir fotos de la escena del crimen en un mosaico que le permitiera buscar nuevos detalles y ángulos, igual que Hockney con su trabajo.

Mirando en ese momento las fotos mientras daba sorbos a una taza de café que él mismo había preparado, Bosch se fijó en las mismas cosas que lo habían atraído en la licorería. En medio y en el centro estaba la fila sin tocar de botellas de Hennessy, justo encima del mostrador. Harry dudaba de que el asesinato estuviera relacionado con las bandas, porque le costaba creer que un pandillero se llevara el dinero y no cogiera ninguna botella de Hennessy. El coñac había sido un trofeo; estaba allí mismo, a su alcance, especialmente si el asesino tuvo que inclinarse por encima del mostrador para recoger los casquillos. ¿Por qué no había cogido también el Hennessy?

Bosch llegó a la conclusión de que estaban buscando un asesino al que no le importaba el Hennessy; es decir, que no era pandillero.

El siguiente punto de interés eran las heridas de la víctima. Para Bosch, con eso bastaba para excluir al misterioso ladronzuelo como sospechoso. Tres balas en el pecho no dejaban lugar a dudas de que el objetivo era matar, pero no había ningún disparo en el rostro que indicara que se trataba de una muerte motivada por la rabia o la venganza. Bosch había investigado cientos de homicidios, la mayoría de ellos relacionados con el uso de armas de fuego, y sabía que cuando se encontraba con un disparo en la cara, el crimen muy probablemente era personal y el asesino alguien que conocía a la víctima. Por consiguiente, lo contrario también tenía que ser cierto. Tres disparos en el pecho no eran algo personal, sino un asunto de negocios. Bosch estaba seguro de que el hipotético ladrón no era su asesino. En cambio, estaban buscando a alguien que podía ser un absoluto desconocido para John Li. Alguien que había entrado con frialdad, le había metido tres balas en el pecho y luego había vaciado con calma la caja registradora, recogido los casquillos e ido a la trastienda a sacar el disco de la cámara grabadora.

Bosch sabía que probablemente no se tratara de un primer crimen. Por la mañana tendría que buscar casos similares en Los Ángeles y alrededores.

Al mirar la imagen del rostro de la víctima, Bosch se fijó de repente en algo nuevo: la sangre en la mejilla y la barbilla de Li era una mancha; además, los dientes estaban limpios, sin sangre en ellos.

Bosch se acercó la foto y trató de entender el sentido. Había supuesto que la sangre en el rostro de Li era expectorada: la que había salido de sus pulmones destrozados en los últimos jadeos irregulares en busca de oxígeno. Ahora bien, ¿cómo podía ocurrir eso sin que hubiera sangre en los dientes?

Dejó la foto y su mirada recorrió el mosaico hasta llegar a la imagen de la mano derecha de la víctima. Había caído a un costado y se apreciaba sangre en los dedos y el pulgar, una línea que goteaba a la palma.

Bosch volvió a mirar la mancha de sangre en la cara. De repente se dio cuenta de que Li se había tocado la boca con la mano ensangrentada. Eso significaba que se había producido una doble transferencia. Li se había tocado el pecho con la mano, manchándola de sangre, y luego había transferido sangre de la mano a la boca.

La cuestión era por qué. ¿Esos movimientos formaban parte de los últimos estertores o Li había hecho otra cosa?

Bosch sacó el móvil y llamó al número de los investigadores de la oficina del forense; lo tenía en marcación rápida. Miró el reloj al sonar el teléfono: eran las doce y diez.

—Forense.

—¿Está ahí Cassel?

Max Cassel era el investigador que había trabajado en la escena de Fortune Liquors y había levantado el cadáver.

—No, acaba de… Un momento, aquí está.

Pusieron la llamada en espera y respondió Cassel.

—No me importa quién sea, me largo. Sólo he vuelto porque me he dejado el calentador de café.

Bosch sabía que Cassel vivía en Palmdale, al menos a una hora de viaje. Las tazas de café con calentadores que se conectaban al mechero del coche eran un accesorio obligado para los que trabajaban en el centro y tenían un largo trayecto de regreso a casa.

—Soy Bosch. ¿Ya has metido a mi hombre en un cajón?

—No, los tenemos todos ocupados. Está en la nevera tres, pero he terminado con él y me voy a casa, Bosch.

—Entiendo. Sólo tengo una pregunta rápida: ¿le has mirado la boca?

—¿Qué quieres decir con que si le he mirado la boca? Claro que lo he hecho; es mi trabajo.

—¿Y había algo en la boca o en la garganta?

—Sí, había algo.

Bosch sintió un subidón de adrenalina.

—¿Por qué no me lo has dicho? ¿Qué era?

—La lengua.

La adrenalina se secó y Bosch se sintió decepcionado al tiempo que Cassel se reía entre dientes. Harry creía que había encontrado alguna pista.

—Muy gracioso. ¿Y sangre?

—Sí, había una pequeña cantidad de sangre en la lengua y en la garganta. Consta en mi informe, que recibirás mañana.

—Pero tres disparos… Sus pulmones deberían estar como un queso de Gruyère. ¿No debería haber mucha sangre?

—No si ya estaba muerto. No si el primer disparo le destrozó el corazón y dejó de latir. Oye, he de irme, Bosch. Tienes cita mañana a las dos con Laksmi; pregúntale a ella.

—Lo haré, pero ahora estoy hablando contigo. Creo que se nos ha pasado algo.

—¿De qué estás hablando?

Bosch miró las fotos que tenía delante y sus ojos se movieron de la mano a la cara.

—Creo que se puso algo en la boca.

—¿Quién?

—La víctima. El señor Li.

Hubo una pausa mientras Cassel consideraba la idea y probablemente también pensaba si se le había pasado algo.

—Bueno, si lo hizo, no lo vi en la boca ni en la garganta. Si fue algo que se tragó, no es mi jurisdicción. Es cosa de Laksmi y ella encontrará lo que sea mañana.

—¿Le dejarás una nota?

—Bosch, estoy tratando de salir de aquí. Puedes decírselo tú cuando vengas a la autopsia.

—Ya lo sé, pero, por si acaso, escribe una nota.

—Muy bien, como quieras, le dejaré una nota. Sabes que aquí ya nadie hace horas extra, Bosch.

—Sí, lo sé. Aquí pasa lo mismo. Gracias, Max.

Bosch cerró el teléfono y decidió dejar de lado las fotos por el momento. La autopsia determinaría si su conclusión era correcta, y no podía hacer nada hasta entonces.

Había dos sobres de pruebas que contenían los dos discos que habían encontrado junto a la grabadora en sendas cajas de plástico. En cada una de las cajas había una fecha escrita con un rotulador. Una estaba marcada «1 —9», justo una semana antes, y la otra, «27— 8». Bosch se llevó los discos al equipo de audio y vídeo que había al fondo de la sala de reuniones y puso primero el del 27 de agosto en el reproductor de DVD.

Las imágenes aparecieron en una pantalla partida: un ángulo de cámara mostraba la parte delantera de la tienda, incluida la caja registradora, y el otro correspondía a la zona de atrás; la fecha y la hora figuraban en la parte superior. La actividad se reproducía en tiempo real. Bosch comprendió que, puesto que la licorería estaba abierta de once de la mañana a diez de la noche, tenía veintidós horas de vídeo para ver a menos que usara el botón de avance rápido.

Volvió a mirar el reloj. Sabía que podía trabajar toda la noche y tratar de resolver el misterio de por qué John Li había separado esos dos discos o bien irse a casa y descansar unas horas. Nunca se sabía adónde podía llevarte un caso, y descansar siempre era importante. Además, no había nada en aquellos discos que sugiriera que tuvieran nada que ver con el asesinato. El disco que estaba en la máquina se lo habían llevado. Ese era el importante, y no lo tenía.

«Qué demonios», pensó Bosch. Decidió mirar el primer disco y ver si podía resolver el misterio. Apartó una silla de la mesa, se colocó delante de la televisión y puso la velocidad de reproducción a cuatro veces la real. Supuso que tardaría menos de tres horas en terminar con el primer disco. Luego podría irse a casa, dormir unas horas y volver a la vez que todos los demás por la mañana.

—Parece un buen plan —se dijo a sí mismo.