38

Bosch no respondió la pregunta directamente. Sólo le dijo a su hija que su madre no podía estar con ellos en ese momento, pero que había preparado una bolsa para ella y que necesitaban llegar al aeropuerto para salir de Hong Kong. Sun no dijo nada y aceleró el paso, sacándoles ventaja y desapareciendo de la discusión.

La explicación le ofrecía a Harry tiempo para considerar cómo y cuándo daría la respuesta que alteraría el resto de la vida de su hija. Cuando llegaron al Mercedes negro, la puso en el asiento de atrás antes de ir al maletero a coger la mochila. No quería que viera la bolsa que Eleanor había preparado para sí misma. Miró en los bolsillos de la bolsa de Eleanor y encontró el pasaporte de la niña. Se lo guardó en el bolsillo.

Se metió en el asiento delantero y le pasó la mochila a su hija. Le dijo que se cambiara el uniforme del colegio, miró el reloj y le hizo una señal a Sun.

—Vamos. Hemos de coger un avión.

Sun empezó a conducir, saliendo de la zona de costa deprisa, pero no a una velocidad que pudiera atraer la atención.

—¿Puedes dejarnos en algún ferry o tren que nos lleve directo? —preguntó Bosch.

—No, han cerrado la ruta del ferry y tendrías que cambiar de trenes. Será mejor que te lleve. Quiero hacerlo.

—Vale, Sun Yee.

Circularon en silencio durante unos minutos. Bosch quería darse la vuelta y hablar con su hija, mirarla a los ojos para asegurarse de que estaba bien.

—Maddie, ¿te has cambiado? —No respondió—. ¿Maddie?

Bosch se volvió y la miró. Se había cambiado de ropa. Estaba apoyada en la puerta de detrás de Sun, mirando por la ventanilla y abrazando la almohada contra el pecho. Había lágrimas en sus mejillas. Al parecer no se había fijado en el agujero de bala de la almohada.

—Maddie, ¿estás bien?

Sin responder ni apartar la mirada de la ventana, su hija dijo:

—Está muerta, ¿no?

—¿Qué?

Bosch sabía exactamente de qué y de quién estaba hablando, pero trató de extender el tiempo, de aplazar lo más posible lo inevitable.

—No soy tonta, ¿sabes? Tú estás aquí y Sun Yee también. Ella debería estar con vosotros. Tendría que estar aquí, pero le ha ocurrido algo.

Bosch sintió que un puño invisible le impactaba justo en el pecho. Madeline todavía estaba abrazada a la almohada que tenía delante de ella y miraba por la ventana con los ojos anegados en lágrimas.

—Maddie, lo siento. Quería decírtelo, pero no era el momento adecuado.

—¿Cuándo es el momento adecuado?

Bosch asintió.

—Tienes razón. Nunca.

Estiró el brazo y le puso la mano en la rodilla, pero ella inmediatamente lo apartó. Fue la primera señal de la culpa que siempre tendría que llevar.

—Lo siento. No sé qué decir. Cuando aterricé esta mañana tu madre estaba esperándome en el aeropuerto con Sun Yee. Sólo quería una cosa, Maddie: llevarte a casa a salvo. No le importaba nada más, ni su propia vida.

—¿Qué le pasó?

Bosch vaciló, pero no había otra forma de responder salvo con la verdad.

—Le dispararon. Alguien me estaba disparando y le dieron a ella. No creo que se enterara siquiera.

Madeline se tapó los ojos.

—Es todo culpa mía.

Bosch negó con la cabeza, aunque ella ni siquiera le estaba mirando.

—Maddie, no. Escúchame: no lo digas nunca. Ni siquiera lo pienses. No es culpa tuya, sino mía. Todo es culpa mía.

Maddie no respondió. Se abrazó con más fuerza a la almohada y mantuvo los ojos en el arcén, que pasaba en un destello.

Al cabo de una hora estaban en la zona de parada del aeropuerto. Bosch ayudó a su hija a bajar del Mercedes y luego se volvió hacia Sun. Apenas habían hablado en el coche, pero había llegado el momento de decir adiós y Bosch sabía que no habría rescatado a su hija sin la ayuda de Sun.

—Sun Yee, gracias por salvar a mi hija.

—Tú la has salvado. Nada podía detenerte, Harry Bosch.

—¿Qué harás? La policía acudirá a ti por Eleanor, y quizá por todo lo demás.

—Me ocuparé de estas cosas y no te mencionaré, te lo prometo. No importa lo que ocurra, no te mencionaré ni a ti ni a tu hija.

Bosch asintió.

—Buena suerte —dijo.

—Buena suerte a ti también.

Bosch le estrechó la mano y retrocedió. Después de otra pausa incómoda, Madeline dio un paso adelante y abrazó a Sun. Bosch vio la expresión en la cara de Sun a pesar de las gafas de sol. No importaban sus diferencias, Bosch sabía que Sun había encontrado alguna clase de resolución en el rescate de Madeline. Quizás eso le permitiría encontrar consuelo en sí mismo.

—Lo siento —dijo Madeline.

Sun retrocedió y deshizo el abrazo.

—Ahora vete —dijo—. Que seas feliz.

Lo dejaron allí y se dirigieron a la terminal principal a través de las puertas de cristal.

Bosch y su hija encontraron la ventanilla de primera clase de Cathay Pacific y Harry compró dos billetes para el vuelo de las 23.40 a Los Ángeles. Consiguió que le devolvieran el importe de su vuelo previsto para la mañana siguiente, pero aun así tuvo que usar dos tarjetas de crédito para cubrir el coste total. No le importó. Sabía que a los pasajeros de primera clase les daban un trato especial que les permitía pasar más deprisa por los controles de seguridad y eran los primeros en subir a los aviones. Era menos probable que el personal y el servicio de seguridad del aeropuerto y la compañía aérea se preocuparan con viajeros de dicha clase, aunque estos fueran un hombre despeinado con sangre en la chaqueta y una niña de trece años que parecía incapaz de contener las lágrimas.

Bosch también comprendía que su hija había quedado traumatizada por las últimas sesenta horas de su vida y, aunque no tenía idea de cómo cuidar de ella en ese sentido, pensó que cualquier comodidad añadida no le haría daño.

Al fijarse en el aspecto desaliñado de Bosch, la mujer que estaba detrás del mostrador le mencionó que el vestíbulo de espera de primera clase contaba con duchas para los viajeros. Bosch le dio las gracias por el consejo, cogió las tarjetas de embarque y luego siguieron a una azafata de primera clase hasta el control de seguridad. Como esperaba, pasaron el control en un santiamén gracias al poder de su nuevo estatus.

Tenían casi tres horas de tiempo y, aunque la mencionada ducha era tentadora, Bosch decidió que la comida era una necesidad más apremiante. No recordaba cuándo había comido por última vez y suponía que su hija habría estado igualmente privada de alimento.

—¿Tienes hambre, Mads?

—No.

—¿Te han dado de comer?

—No, pero no puedo comer.

—¿Cuándo fue la última vez que tomaste algo?

Tuvo que pensar.

—Me compré un trozo de pizza en el centro comercial el viernes. Antes de…

—Vale, vamos a tomar algo pues.

Subieron en la escalera mecánica hasta una zona donde había diversos restaurantes con vistas al paraíso del duty free. Bosch eligió uno con asientos situados en el centro del vestíbulo que ofrecía una buena perspectiva de la zona de compras. Su hija pidió barritas de pollo y Bosch un bistec con patatas fritas.

—Nunca deberías pedir un bistec en un aeropuerto —dijo Madeline.

—¿Por qué?

—No será de buena calidad.

Bosch asintió. Era la primera vez que decía algo de más de una o dos palabras desde que se habían despedido de Sun. Harry había observado cómo su hija se derrumbaba al desaparecer la descarga de miedo provocada por su liberación y empezar a asimilar la realidad de lo que le había pasado a ella y a su madre. Bosch temió que hubiera sufrido algún tipo de shock; su extraña observación sobre la calidad del bistec en un aeropuerto parecía indicar que se hallaba en estado disociado.

—Bueno, supongo que ya lo descubriré.

Entonces Maddie cambió de tema.

—¿Voy a vivir en Los Ángeles contigo?

—Eso creo.

Estudió la cara de Maddie en busca de una reacción. Permaneció impasible: mirada inexpresiva sobre mejillas manchadas con lágrimas secas y tristeza.

—Quiero que vivas conmigo —dijo Bosch—. Y la última vez que fuiste a Los Ángeles dijiste que querías quedarte.

—Pero no así.

—Lo sé.

—¿Alguna vez volveré a recoger mis cosas y a despedirme de mis amigos?

Bosch pensó un momento antes de responder.

—No creo —dijo al fin—. Puede que consiga que te manden las cosas, pero supongo que vas a tener que enviar mensajes de correo a tus amigos, o llamarlos.

—Al menos podré decirles adiós.

Bosch asintió y se quedó en silencio, notando la referencia obvia a su madre. Enseguida volvió a hablar, con la mente como un globo arrastrado por el viento, cayendo aquí o allá en función de corrientes impredecibles.

—¿Nos… nos busca la policía?

Bosch miró a su alrededor para ver si alguien sentado cerca había oído la pregunta, luego se inclinó hacia delante para responder.

—No lo sé —dijo en voz baja—. Puede ser, puede que me busquen. Pero no quiero averiguarlo aquí. Prefiero tratar todo eso desde Los Ángeles.

Después de una pausa ella hizo otra pregunta y esta pilló a Bosch desprevenido.

—Papá, ¿has matado a esos hombres que me tenían? He oído muchos disparos.

Bosch pensó en cómo debería responder —como policía, como padre—, pero no tardó mucho.

—Digamos que tuvieron su merecido. Y que todo lo que ocurrió fue consecuencia de sus propias acciones. ¿Vale?

—Vale.

Cuando llegó la comida pararon de hablar y comieron con voracidad. Bosch había elegido el restaurante, la mesa y su silla para poder tener una buena perspectiva de la zona de tiendas y la puerta de seguridad de detrás. Mientras comía, mantuvo una posición vigilante ante cualquier actividad inusual que implicara al equipo de seguridad del aeropuerto. Cualquier movimiento de personal múltiple o actividad de búsqueda le causaría preocupación. No tenía ni idea de si estaba en algún radar policial, pero había trazado una senda de muerte por Hong Kong y tenía que permanecer alerta por si conducía a él.

—¿Vas a terminarte las patatas fritas? —preguntó Maddie.

Bosch giró su plato para que su hija pudiera llegar a las patatas.

—Coge.

Al estirarse sobre la mesa se le subió la manga y Bosch vio el apósito en la parte interior del codo de su hija. Pensó en el papel higiénico manchado de sangre que Eleanor había encontrado en la papelera de la habitación de Chungking Mansions.

Bosch señaló su brazo.

—Maddie, ¿por qué tienes eso? ¿Te han sacado sangre?

Ella puso su otra mano encima de la herida como para evitar cualquier consideración sobre ello.

—¿Hemos de hablar de esto ahora?

—¿Puedes decirme sólo una cosa?

—Sí, Quick me sacó sangre.

—Iba a hacerte otra pregunta: ¿dónde estabas antes de que te metieran en el maletero y te llevaran al barco?

—No lo sé, en una especie de hospital, como la consulta de un médico. Estuve encerrada en una habitación todo el tiempo. Por favor, papá, no quiero hablar de eso. Ahora no.

—Vale, cariño, hablaremos cuando tú quieras.

Después de comer se dirigieron a la zona comercial. Bosch compró un conjunto completo de ropa nueva en una tienda de hombre y un par de zapatillas de deporte y muñequeras en una tienda de deportes. Maddie declinó la oferta de ropa nueva y dijo que se quedaría con lo que había en su mochila.

Su siguiente parada fue en otra tienda, donde Maddie eligió un oso panda de peluche que decía que quería usar como almohada y un libro titulado El ladrón del rayo.

Se dirigieron al vestíbulo de primera clase de la aerolínea y se apuntaron para usar las duchas. A pesar de un largo día de sangre, sudor y barro, Bosch se duchó deprisa porque no quería estar separado de su hija mucho rato. Antes de vestirse se miró la herida del brazo; estaba coagulada y empezando a cicatrizar. Se puso las muñequeras que acababa de comprar a modo de doble vendaje sobre la herida.

Una vez que se vistió, levantó la tapa de la papelera que había al lado del lavamanos, hizo un fardo con su ropa vieja y los zapatos y los enterró debajo de toallas de papel y otra basura. No quería que nadie encontrara sus pertenencias y las recuperara, sobre todo los zapatos con los que había pisado las baldosas ensangrentadas en Tuen Mun.

Sintiéndose un poco refrescado y listo para el largo vuelo que les esperaba, miró a su alrededor en busca de su hija. No la vio en el vestíbulo y volvió a esperarla cerca de la entrada a las duchas de mujeres. Al cabo de quince minutos sin ver a Madeline empezó a preocuparse. Esperó otros cinco minutos y fue al despacho de recepción para pedirle a la mujer de detrás del mostrador que mandara una empleada a las duchas para ver si estaba su hija.

La mujer dijo que lo haría ella misma. Bosch la siguió y luego esperó cuando la mujer entró en la sala de duchas. Mientras la puerta estuvo abierta oyó agua que corría. Luego oyó voces y enseguida salió otra vez la mujer.

—Todavía está en la ducha y asegura que no le pasa nada. Me ha dicho que iba a estar un poco más.

—Vale, gracias.

La empleada volvió a su puesto y Bosch miró el reloj. El embarque de su vuelo no empezaría hasta dentro de al menos una hora. Había tiempo. Volvió al vestíbulo y se sentó en la silla más cercana al pasillo que llevaba a las duchas. Mantuvo la vigilancia todo el tiempo.

No podía imaginar cuáles eran los pensamientos de Madeline. Sabía que necesitaba ayuda y que él no estaba preparado para proporcionársela. Su idea principal era sencilla: volver con ella a Los Ángeles y allí ya vería. Ya tenía en mente a quién iba a llamar para que se ocupara de Maddie una vez allí.

Justo cuando se anunció el embarque de su vuelo en el vestíbulo, Madeline apareció en el pasillo con el pelo negro mojado y peinado hacia atrás. Llevaba la misma ropa que se había puesto en el coche, pero había añadido una sudadera con capucha. Por alguna razón tenía frío.

—¿Estás bien? —preguntó Bosch.

La muchacha no respondió, se limitó a detenerse delante de Bosch con la cabeza baja.

—Lo sé, es una pregunta estúpida —dijo Harry—. Pero ¿estás preparada para volar? Acaban de llamar para nuestro vuelo. Hemos de irnos.

—Estoy lista. Sólo quería una buena ducha caliente.

—Entiendo.

Salieron del vestíbulo y se encaminaron a la puerta. Al acercarse, Bosch vio que no había más seguridad de la habitual. Les cogieron los billetes, comprobaron sus pasaportes y les permitieron embarcar.

El avión era un modelo grande de dos pisos con la cabina del piloto en el nivel superior y la de primera clase justo debajo del morro de la aeronave. Un auxiliar de vuelo les informó de que eran los únicos viajeros de primera clase y que podían elegir sus asientos. Ocuparon los dos de la fila delantera y sintieron que tenían el avión para ellos solos. Bosch no pensaba apartar los ojos de su hija hasta que estuvieran en Los Ángeles.

Cuando el avión se llenó, el piloto se puso al altavoz y anunció que pasarían trece horas en el aire. Duraba menos que el vuelo de ida porque los vientos les eran favorables. No obstante, estarían viajando contra los husos horarios. Aterrizarían en Los Ángeles a las 21.30 del domingo, dos horas antes de que despegaran de Hong Kong.

Bosch hizo los cálculos y se dio cuenta de que el día sumaría treinta y nueve horas antes de que terminara. El día más largo de su vida.

Finalmente, el gran avión recibió autorización para despegar a tiempo. Rodó por la pista, ganó velocidad y ascendió ruidosamente al cielo oscuro. Bosch respiró con un poco más de facilidad al mirar por la ventanilla y ver las luces de Hong Kong desapareciendo bajo las nubes. Esperaba no volver nunca más.

Su hija se estiró sobre el espacio entre sus asientos y le agarró la mano. Bosch la miró a los ojos. Estaba llorando otra vez. Le apretó la mano y asintió.

—Todo irá bien, Maddie.

Ella le devolvió la señal de asentimiento y se contuvo.

Después de que el avión se equilibrase, el auxiliar de vuelo fue a ofrecerles comida y bebida, pero Bosch y su hija no querían nada. Madeline vio una película de vampiros adolescentes y luego puso el asiento en posición horizontal —uno de los lujos de la primera clase— y se acostó.

Enseguida estuvo profundamente dormida y Bosch visualizó que se estaba desarrollando alguna clase de proceso de sanación interno. Los ejércitos del sueño cargaban en el cerebro de su hija y atacaban los malos recuerdos.

Se inclinó y besó suavemente a Maddie en la mejilla. Mientras segundos, minutos y horas avanzaban hacia atrás, Bosch observó durmiendo a su hija y deseó lo imposible: que el tiempo retrocediera lo suficiente para que empezara todo el día entero. Esa era la fantasía; la realidad era que su vida estaba casi tan significativamente alterada como la de su hija. Ahora Maddie estaba con él, y Bosch sabía que no importaba lo que hubiera hecho o causado hasta este punto de su vida: su hija sería su billete a la redención.

Si podía protegerla y servirla, tendría la oportunidad de resarcirse. De todo.

Tenía intención de mantener la vigilancia sobre ella toda la noche, pero el agotamiento lo venció al fin y cerró los ojos. Enseguida soñó con un sitio al lado del río. Había una mesa fuera con un mantel blanco agitado por el viento. Estaba sentado a un lado de la mesa y Eleanor y Madeline le sonreían desde el otro. Era el sueño de un lugar que nunca había existido y que nunca existiría.