Algunas pilas de cajones de embalaje vacíos proporcionaron a Bosch cobertura parcial en el muelle, pero los últimos veinte metros hasta la pasarela del barco grúa estuvo al descubierto. Echó a correr y enseguida cubrió la distancia, agachándose en el último momento detrás del Mercedes que habían dejado con el motor al ralentí junto a la pasarela. Bosch se fijó en el característico sonido y olor del motor diésel. Miró desde detrás del maletero y no vio reacción a su aproximación al barco. Salió al descubierto, corrió deprisa y en silencio por la pasarela, y eligió su camino entre escotillas de casi dos metros en la cubierta. Finalmente redujo el ritmo al llegar a la caseta de navegación. Se apoyó contra la pared de al lado de la puerta.
Harry respiró más despacio y aguzó el oído. No oyó nada por encima de la pulsación de los motores salvo el viento que soplaba a través de las jarcias de los barcos del muelle. Se volvió para mirar por una ventanita cuadrada en la puerta; no vio a nadie dentro. Giró el pomo, abrió en silencio y entró.
La sala era el centro de operaciones del barco. Detrás del timón, Bosch vio diales brillantes, pantallas de doble radar, dos motores y la brújula giroscópica. Había una mesa de navegación apoyada en la pared del fondo de la sala, junto a unas literas empotradas con cortinas que podían correrse para mayor intimidad.
En el suelo del lado de babor de proa había una escotilla abierta con una escalera que conducía al casco. Bosch se acercó y se agachó junto a la abertura. Oyó voces abajo, pero hablaban en chino. Trató de discernir las voces y contar cuántos hombres había, pero el efecto eco del casco lo hacía imposible. Sabía que como mínimo había tres hombres. No oyó la voz de su hija, pero sabía que también estaba allí.
Bosch se acercó al centro de control del barco. Había varios diales diferentes, pero todos marcados en chino. Finalmente, se concentró en dos interruptores situados uno al lado del otro bajo sendos botones rojos iluminados. Apagó un interruptor e inmediatamente oyó que el zumbido de los motores se reducía a la mitad. Había parado uno de ellos.
Esperó cinco segundos y apagó el otro interruptor; el segundo motor se detuvo. Fue al rincón de atrás de la sala y se agazapó en la litera de abajo. Cerró la cortina hasta la mitad y esperó. Sabía que estaría en un punto ciego para cualquiera que subiera por la escalera desde el casco. Volvió a guardar la pistola en el cinturón y sacó la navaja del bolsillo del abrigo. Abrió en silencio el arma blanca.
Enseguida oyó pasos que corrían abajo y supo que los hombres estaban reunidos en la sección de proa del casco. Contó sólo un conjunto de pasos que se acercaban. Eso lo facilitaría.
Un hombre empezó a asomar por la escotilla, de espaldas a las literas y con los ojos en el centro de control. Sin mirar alrededor se dirigió rápidamente allí y buscó una razón para que el doble motor se hubiera detenido. Bosch salió sigilosamente de la litera y se movió hacia él. En cuanto el segundo motor cobró vida, apretó la punta de la navaja contra la espalda del hombre.
Agarrándolo por la parte de atrás del cuello de la camisa, Bosch lo apartó del centro de control y le susurró al oído:
—¿Dónde está la niña?
El hombre dijo algo en chino.
—Dime dónde está la niña.
El hombre negó con la cabeza.
—¿Cuántos hombres hay abajo?
El tipo no dijo nada; Bosch lo sacó a empujones hasta la cubierta y lo inclinó sobre la borda. El agua estaba a tres metros y medio.
—¿Sabes nadar, capullo? ¿Dónde está la niña?
—No… hablo —logró decir el hombre—. No hablo.
Manteniendo al hombre sobre la barandilla, Bosch miró a su alrededor buscando a Sun —su traductor—, pero no lo vio. ¿Dónde demonios estaba?
La distracción momentánea permitió actuar a su rival. Dio un codazo hacia atrás que impactó en las costillas de Bosch y lo hizo caer sobre el lateral de la caseta de navegación. El hombre giró sobre sí mismo y levantó las manos para atacar. Bosch se preparó para cubrirse, pero fue el pie del tipo el que golpeó primero, asestándole una patada en la muñeca y haciendo saltar el cuchillo por el aire.
El hombre no se molestó en seguir la trayectoria del arma. Rápidamente se lanzó sobre Bosch con ambos puños, golpeándole con breves y potentes impactos en el diafragma. Bosch sintió que se quedaba sin aire justo cuando recibió otra patada por debajo de la barbilla.
Bosch cayó. Trató de sobreponerse al golpe, pero empezó a perder la visión periférica. Su agresor se alejó con calma y Bosch oyó el raspado de la navaja en la cubierta cuando la recogió. Pugnando por no perder la conciencia, se echó la mano a la espalda para coger la pistola.
El agresor habló en claro inglés al tiempo que se acercaba.
—¿Sabes nadar, capullo?
Bosch sacó la pistola de detrás de la espalda y disparó dos veces. La primera bala sólo rozó el hombro del tipo, pero la segunda le dio en el centro izquierdo del pecho. Cayó con expresión de sorpresa en la cara.
Harry lentamente se levantó sobre manos y rodillas. Vio un reguero de sangre y saliva que le goteaba desde la boca a la cubierta. Empezó a ponerse en pie, apoyándose en la pared de la caseta de navegación. Sabía que tenía que actuar deprisa. El resto de los hombres del barco tenían que haber oído las detonaciones.
Justo al ponerse en pie, surgió una ráfaga de disparos procedentes desde la zona de proa. Las balas silbaron sobre la cabeza de Bosch y rebotaron en la pared de acero de la caseta de navegación. Bosch se escondió detrás de esta. Se levantó y encontró una línea de visión a través de las ventanas de la estructura: un hombre avanzaba de proa a popa con pistolas en ambas manos. Detrás de él estaba la escotilla abierta a través de la cual había salido de la bodega de proa.
Bosch sabía que le quedaban seis balas y tenía que asumir que el pistolero que se acercaba había empezado con cargadores llenos. En cuestión de munición, Harry se hallaba en inferioridad numérica. Necesitaba continuar la ofensiva y acabar con el pistolero de manera rápida y eficiente.
Miró a su alrededor en busca de una idea y vio una fila de paragolpes de goma fijados a lo largo de la borda de popa. Se guardó la pistola en el cinturón y sacó uno de los paragolpes de su soporte. Retrocedió hacia la ventana de atrás de la caseta y miró otra vez a través de la estructura. El pistolero había elegido el lado de babor de la caseta y estaba preparándose para avanzar hacia la popa. Bosch retrocedió, levantó con las dos manos el paragolpes de un metro de largo por encima de su cabeza y lo lanzó por encima de la caseta. Mientras aún estaba en el aire echó a correr por el lado de estribor y sacó la pistola.
Llegó a la parte delantera de la caseta de navegación justo cuando el pistolero se estaba agachando para esquivar el paragolpes que volaba. Bosch abrió fuego, que impactó repetidamente en el hombre hasta que cayó en la cubierta sin haber disparado ni un solo tiro.
Bosch se acercó y se aseguró de que el hombre estaba muerto. Lanzó su 45 vacía por la borda y recogió las armas del muerto: otras dos Black Star semiautomáticas. Retrocedió de nuevo a la caseta de navegación.
La sala aún estaba vacía. Bosch sabía que al menos quedaba un hombre más en la bodega, con su hija. Vació los cargadores de las dos pistolas y contó once balas en total.
Se guardó las armas en el cinturón y bajó la escalera como un bombero, cerrando las piernas en torno a las barras verticales y deslizándose hasta el casco. Al final se dejó caer y rodó, sacando sus armas y esperando que le dispararan, pero no llegaron más balas en su dirección.
Las pupilas de Bosch se acostumbraron a la escasa luz y vio que se encontraba en un camarote vacío que se abría a un pasillo central que recorría todo el casco. La única luz llegaba desde la escotilla de arriba e iluminaba hasta la proa. Entre Harry y ese punto había seis compartimentos —tres en cada lado— que recorrían toda la longitud del pasillo. La última puerta de la izquierda estaba abierta del todo. Bosch se levantó y se metió una de las pistolas en el cinturón para tener una mano libre. Empezó a moverse, con la pistola que le quedaba levantada y lista para disparar.
Cada puerta tenía un sistema de cierre de cuatro puntos para almacenar la pesca. Gracias a las flechas dibujadas en el acero oxidado, Bosch supo hacia qué lado girar cada tirador para abrir el compartimento. Se movió por el pasillo, comprobando los compartimentos uno por uno. Todos estaban vacíos y era evidente que no se habían usado recientemente para guardar pescado. En el suelo de cada una de las cámaras, de paredes de acero y sin ventanas, había una capa de restos de cereales, cajas de comida y bidones de agua de cuatro litros vacíos. Había jaulas de madera rebosantes de más basura. Unas redes de pesca, reutilizadas como hamacas, colgaban de ganchos fijados a las paredes. Los compartimentos desprendían un olor pútrido que no tenía nada que ver con el pescado que el buque había transportado en otros tiempos: ese barco llevaba cargamento humano.
Lo que más inquietó a Bosch fueron las cajas de cereales. Todas eran de la misma marca, y en la parte delantera del paquete había un oso panda de dibujos animados sonriendo en el borde de un cuenco que contenía un tesoro de arroz hinchado con azúcar. Eran cereales para niños.
La última parada en el pasillo fue en el compartimento abierto. Bosch se agachó y entró con agilidad. También estaba vacío.
Pero era diferente. No había basura ahí. Una lámpara de batería colgaba de un cable fijado a un gancho en el techo. Había un cajón de embalaje boca abajo con pilas de cajas de cereales sin abrir, paquetes de fideos y bidones de agua de cuatro litros. Bosch buscó cualquier indicación de que su hija hubiera estado retenida en la sala, pero no había rastro de ella.
Oyó un fuerte chirrido de bisagras a su espalda y se volvió justo cuando la puerta se cerraba de golpe. Vio el mecanismo superior de la derecha volviendo a la posición cerrada e inmediatamente advirtió que habían sacado las manijas internas. Lo estaban encerrando. Sacó la segunda pistola y apuntó ambas armas al mecanismo de cierre, esperando que girara el siguiente cerrojo.
Era el inferior derecho. En el momento en que el cerrojo empezó a girar, Bosch apuntó y disparó repetidamente a la puerta con ambas pistolas. Las balas agujerearon el metal debilitado por años de óxido. Oyó que alguien gritaba como si estuviera sorprendido o herido. Luego oyó un sonido que retumbó en el pasillo cuando un cuerpo golpeó el suelo.
Bosch se acercó a la puerta y trató de girar con la mano el tornillo correspondiente al cerrojo superior derecho. Era demasiado pequeño para hacer fuerza con los dedos. En su desesperación, retrocedió un paso y golpeó con el hombro en la puerta, con la esperanza de reventar el cerrojo. Pero no se movió y por la sensación del impacto en su hombro supo que la puerta no iba a ceder.
Estaba encerrado.
Volvió a acercarse a la puerta e inclinó la cabeza para escuchar. Ya sólo se oía el sonido de los motores. Golpeó con la base de una de las pistolas ruidosamente en el cierre de metal.
—¡Maddie! —gritó—. ¡Maddie, ¿estás ahí?!
No hubo respuesta. Golpeó de nuevo en el cierre, esta vez aún más fuerte.
—Hazme una señal, niña. Si estás ahí, ¡haz algún ruido!
Tampoco hubo respuesta. Bosch sacó el teléfono y lo abrió para llamar a Sun, pero vio que no tenía señal. Trató de llamar de todos modos, pero no hubo respuesta. Estaba en una habitación revestida de metal y su teléfono móvil era inútil.
Bosch se volvió y golpeó una vez más la puerta. Gritó el nombre de su hija.
No hubo respuesta. Apoyó su frente sudorosa contra la puerta oxidada, derrotado. Estaba encerrado en una caja metálica y frustrado al darse cuenta de que su hija ni siquiera estaba en el barco. Había fallado y había conseguido lo que merecía, lo que se había ganado.
Sintió un dolor físico en el pecho que equivalía al que sentía en la mente. Agudo, profundo e implacable. Empezó a respirar pesadamente y apoyó la espalda en la puerta. Se abrió otro botón de la camisa y se deslizó por el metal oxidado hasta que quedó sentado en el suelo con las rodillas levantadas. Se dio cuenta de que estaba en un lugar tan claustrofóbico como los túneles que habitó una vez. La batería que alimentaba la lámpara del techo estaba agotándose y pronto quedaría sumido en la oscuridad. La derrota y la desesperación lo superaron. Le había fallado a su hija y se había fallado a sí mismo.