Chu dijo que necesitaría al menos una hora para verificar el número de teléfono a través de sus contactos en la policía de Hong Kong. Bosch no soportaba la idea de renunciar a tanto tiempo cuando cada minuto que pasaba su hija podía cambiar de manos, pero no tenía elección. Creía que Chu había comprendido la urgencia de la situación. Cerró el teléfono después de pedirle que no compartiera su petición con nadie dentro del departamento.
—¿Aún cree que hay una filtración, Harry?
—Sé que la hay, pero no es el momento de hablar de ello.
—¿Y yo? ¿Confía en mí?
—Le he llamado, ¿no?
—No creo que confíe en nadie. Me ha llamado porque no hay nadie más.
—¿Sabe qué? Consiga el número y llámeme.
—Claro, Harry, lo que usted diga.
Bosch cerró el teléfono y miró a Sun.
—Dice que podría tardar hasta una hora.
Sun permaneció impasible. Giró la llave y puso en marcha el coche.
—Deberías comer algo mientras esperamos.
Bosch negó con la cabeza.
—No, no puedo comer. No sin saber donde está Maddie. Con lo que ha ocurrido… El estómago… No puedo comer nada.
Sun volvió a apagar el motor. Había decidido que esperarían allí la llamada de Chu.
Los minutos pasaban muy despacio y Bosch sentía que eran muy caros. Repasó sus movimientos desde el momento en que se había agachado detrás del mostrador de Fortune Liquors a examinar el cuerpo de John Li. Se dio cuenta de que su implacable persecución del asesino había puesto a otras personas en peligro: a su hija, a su exmujer, a una familia completa en el lejano Tuen Mun. La carga de la culpa que ahora tendría que soportar sería la más pesada de su vida y no estaba seguro de que fuera a poder con ella.
Por primera vez puso un condicional en la ecuación de su vida. Si conseguía liberar a su hija, podría encontrar una forma de redimirse. Si no volvía a verla, no habría redención.
Todo terminaría.
Darse cuenta de eso lo hizo estremecer físicamente. Se volvió y abrió la puerta del coche.
—Voy a dar un paseo.
Salió y cerró la puerta antes de que Sun pudiera hacerle ninguna pregunta. Empezó a pasear por el sendero que bordeaba el río. Iba con la cabeza baja, sumido en pensamientos oscuros, y no se fijaba en la gente con la que se cruzaba en el camino ni en los barcos que pasaban a su lado.
Finalmente, Bosch se dio cuenta de que no se estaba ayudando a sí mismo ni a su hija obsesionándose con cosas que no podía controlar. Trató de desembarazarse de la oscura mortaja que le estaba cubriendo centrándose en algo útil. La pregunta sobre la tarjeta de memoria de su hija todavía continuaba abierta y le inquietaba. ¿Por qué había guardado Madeline el número de móvil «Tuen Mun» en su teléfono?
Después de darle vueltas a la pregunta vio por fin una respuesta que se le había pasado antes: Madeline había sido secuestrada. Por consiguiente, le habrían quitado el teléfono. Así pues, era probable que su raptor, no Madeline, hubiera almacenado el número en su móvil. Esta conclusión condujo a una cascada de posibilidades: Peng cogió el vídeo y se lo envió a Bosch. Estaba en posesión del teléfono; podría haber estado usándolo en lugar del suyo para completar el rapto y llevar a cabo el trueque de Madeline por lo que pensara obtener a cambio.
Probablemente fue él quien guardó el número en la tarjeta, bien porque lo estaba usando mucho en las negociaciones, bien porque simplemente quería dejar un rastro si ocurría algo. Por eso lo había escondido en la sal, para que alguien lo encontrara.
Bosch se volvió para llevar esta nueva conclusión a Sun. Estaba a cien metros y vio al hombre de pie fuera del coche, haciéndole señas con excitación para que volviera. Bosch miró el teléfono que tenía en la mano y comprobó la pantalla. No había perdido ninguna llamada y no había forma de que la excitación de Sun estuviera relacionada con su contacto con Chu. Empezó a correr hacia él. Sun volvió a meterse en el coche y cerró la puerta. Harry enseguida se colocó a su lado.
—¿Qué?
—Otro mensaje. Un SMS.
Sun levantó su teléfono para enseñarle el mensaje a Bosch, aunque estaba en chino.
—¿Qué dice?
—Dice: «¿Qué problema? ¿Quién es?».
Bosch asintió. Aún había mucha negación en el mensaje; el remitente todavía simulaba ignorancia. No sabía de qué se trataba, pero había enviado ese texto de motu proprio, y eso le decía a Bosch que se estaban acercando a algo.
—¿Cómo respondemos? —preguntó Sun.
Bosch no contestó. Estaba pensando.
El teléfono de Sun empezó a vibrar. Miró la pantalla.
—Es una llamada. Es él. El número.
—No respondas —dijo enseguida Bosch—. Podríamos estropearlo. Ya llamaremos después. Espera a ver si deja un mensaje en el buzón de voz.
El teléfono dejó de vibrar y aguardaron. Bosch trató de pensar en el siguiente paso que dar en ese juego delicado y mortal. Al cabo de un momento, Sun negó con la cabeza.
—No hay mensaje. Ya deberían haberme alertado.
—¿Qué dice tu mensaje del buzón de voz? ¿Sale tu nombre?
—No, no hay nombre. Uso el robot.
Eso estaba bien. Algo genérico. El que llamaba probablemente esperaba encontrar un nombre, una voz o algún tipo de información.
—Vale, vuelve a enviarle un SMS. Dile que no hablas por móvil ni por mensajes porque no es seguro. Quieres verlo en persona.
—¿Nada más? Pregunta cuál es el problema y no respondo.
—No, todavía no. Vamos a alargarlo. Cuanto más tiempo lo prolonguemos, más tiempo le damos a Maddie. ¿Te das cuenta?
Sun asintió una vez.
—Sí, ya veo.
Tecleó el mensaje que Bosch le había sugerido y lo envió.
—Ahora esperemos otra vez —dijo.
Bosch no necesitaba que se lo recordaran, pero algo le decía que la espera no sería larga. La carnada estaba funcionando y tenían a alguien a punto de morder el anzuelo. Apenas había alcanzado esta conclusión cuando llegó otro mensaje de texto al teléfono de Sun.
—Quiere que nos veamos —dijo Sun, mirando la pantalla—. A las cinco en punto en el Geo.
—¿Qué es?
—Un restaurante en la Costa de Oro. Muy famoso. Estará abarrotado un domingo por la tarde.
—¿Está muy lejos la Costa de Oro?
—A casi una hora de coche desde aquí.
Bosch tenía que considerar si la persona con la que trataban los estaba engañando enviándolos a tanta distancia. Miró el reloj. Había pasado casi una hora desde que había hablado con Chu. Antes de decidirse por la reunión en la Costa de Oro tenía que llamarlo de nuevo para ver qué había descubierto. Lo hizo mientras Sun ponía en marcha el coche y salía del parque.
—Detective Chu.
—Soy Bosch. Ha pasado una hora.
—Todavía no, pero aún estoy esperando. He hecho una llamada y no he tenido respuesta.
—¿Ha hablado con alguien?
—No, he dejado un mensaje a mi contacto. Supongo que es tan tarde que…
—¡No es tarde, Chu! Es tarde allí, pero aquí no. ¿Ha hecho la llamada o no?
—Harry, por favor, he hecho la llamada. Me he confundido. Es tarde aquí, es domingo allí. Quizá porque es domingo no esté tan cerca del teléfono como normalmente. Pero he hecho la llamada y me pondré en contacto en cuanto tenga algo.
—Entonces podría ser demasiado tarde.
Bosch cerró el teléfono. Lamentaba haber confiado en Chu.
—Nada —le dijo a Sun.
Llegaron a la Costa de Oro en cuarenta y cinco minutos. Era un centro turístico situado en el lado occidental de los Nuevos Territorios que ofrecía servicios a los viajeros del continente, así como a los de Hong Kong y el resto del mundo. Un alto y brillante hotel se alzaba sobre la bahía de Castle Peak y restaurantes al aire libre llenaban el paseo que bordeaba el muelle.
El Geo era una elección inteligente por parte de la persona que había enviado el SMS; estaba encajonado entre dos restaurantes similares al aire libre y los tres estaban muy llenos. Una exposición de artesanía en el paseo doblaba el número de personas en el área y los sitios desde el cual un observador podía esconderse. Eso haría que identificar a alguien que no quería ser identificado resultara en extremo difícil.
Los dos hombres sincronizaron los relojes. Según el plan que Bosch y Sun habían urdido por el camino, Harry bajó del coche al llegar a la Costa de Oro y Sun siguió conduciendo. Al pasar por el hotel, Bosch se detuvo en la tienda de regalos y compró gafas, una gorra estilo béisbol con el emblema dorado del hotel, un mapa y una cámara desechable.
A las cinco menos diez, Bosch había llegado a la entrada de un restaurante llamado Yellow Flower, que estaba al lado del Geo y proporcionaba una visión completa de las mesas de este. El plan era simple: querían identificar al propietario del número de teléfono que había encontrado en la lista de contactos de su hija y seguirlo cuando saliera del Geo.
El Yellow Flower, el Geo y un tercer restaurante situado enfrente, el Big Sur, tenían mesas al aire libre bajo toldos blancos y estaban repletos. La brisa marina mantenía a los clientes frescos y los toldos levantados. Mientras esperaba a que le dieran mesa, Bosch miró el reloj y examinó los restaurantes atestados.
Había varios grupos grandes de familias que se reunían para disfrutar juntos de una comida de domingo. Bosch enseguida descartó esas mesas en su búsqueda del contacto del móvil, porque no esperaba que su hombre formara parte de un grupo grande. Aun así, no tardó en darse cuenta de lo complicado que sería localizarlo. Sólo porque la supuesta reunión se hubiera establecido en el Geo no significaba que la persona a la que estaban buscando estuviera en el restaurante. Podía estar en cualquiera de los tres locales, haciendo exactamente lo mismo que Bosch: tratando de identificar al otro sin ser visto.
No le quedaba otra alternativa que continuar con el plan. Levantó un dedo a una de las camareras y lo condujeron a una mesa en un rincón desde el que se veían los tres restaurantes pero sin vistas al mar. Era una mesa mala que daban a los que iban solos; justo lo que había esperado.
Miró su reloj otra vez y extendió el plano en la mesa. Reforzó la idea del turista con la cámara y se quitó la gorra. Era de fabricación barata y encajaba mal, así que se alegró de prescindir de ella.
Hizo otro examen de los restaurantes antes de las cinco en punto, pero no vio candidatos probables para el contacto. Nadie como él, sentado solo o con otros hombres misteriosos, que llevara gafas de sol o cualquier otro tipo de disfraz. Empezó a pensar que el señuelo no había funcionado; el contacto los había calado y los había engañado a ellos.
Miró su reloj justo cuando las manecillas se acercaban a las cinco en punto. El primer mensaje de texto de Sun se enviaría en ese momento.
Bosch miró por los restaurantes, esperando ver un movimiento rápido, alguien mirando un mensaje de texto en su teléfono. Había demasiada gente. Iban pasando los segundos y no veía nada.
—Hola, señor. ¿Viene solo?
Una camarera se había acercado a su mesa. Bosch no le hizo caso y siguió paseando la mirada de persona en persona por las mesas del Geo.
—¿Señor?
Bosch respondió sin mirarla.
—¿Puede traerme una taza de café por ahora? Solo.
—Muy bien, señor.
Sintió que su presencia se alejaba. Bosch dedicó otro minuto a escrutar la multitud. Expandió la búsqueda para incluir el Yellow Flower y el Big Sur. Vio a una mujer hablando por móvil, pero a nadie más que usara el teléfono.
El móvil de Bosch sonó en su bolsillo. Lo sacó y respondió, sabiendo que sería Sun.
—Ha respondido al primer SMS. Dice: «Estoy esperando». Nada más.
El plan era que Sun enviara un mensaje de texto justo a las cinco diciendo que estaba en un atasco y llegaría tarde. Hizo eso y le contestaron.
—No he visto a nadie —dijo Bosch—. Este sitio es demasiado grande. Ha elegido bien.
—Sí.
—¿Dónde estás?
—En la barra de atrás del Big Sur. No he visto a nadie.
—Vale, ¿preparado para el siguiente?
—Listo.
—Lo intentaremos otra vez.
Bosch cerró el teléfono cuando una camarera le trajo su café.
—¿Ya sabe qué va a pedir?
—No, todavía no. He de mirar el menú.
La camarera se alejó. Bosch dio un rápido sorbo al café caliente y abrió la carta. Estudió las listas mientras mantenía la mano derecha sobre la mesa para ver su reloj. A las cinco y cinco, Sun enviaría el siguiente mensaje.
La camarera volvió y le preguntó una vez más a Bosch qué iba a tomar. La insinuación era clara: pida o lárguese. Necesitaban la mesa.
—¿Tienen gway lang go?
—Eso es gelatina de caparazón de tortuga.
Lo dijo en un tono que sugería que había cometido un error.
—Lo sé. Cura cualquier mal. ¿Tienen?
—En el menú no.
—Vale, entonces tráigame unos fideos.
—¿Qué fideos? —Señaló el menú.
No había imágenes en la carta, así que Bosch estaba perdido.
—Da igual. Tráigame arroz frito con langostinos.
—¿Nada más?
—Nada más.
Le devolvió el menú a la camarera para que se marchara.
La muchacha se alejó y él miró otra vez la hora antes de reanudar su vigilancia de los restaurantes. El siguiente mensaje se estaba enviando. Examinó con rapidez de mesa en mesa, otra vez sin encontrar a nadie. La mujer en la que se había fijado antes contestó otra llamada y habló brevemente con alguien. Estaba sentada a una mesa con un niño pequeño que parecía aburrido en su traje de domingo.
El teléfono de Bosch vibró en la mesa.
—Otra respuesta —dijo Sun—: «Si no llegas en cinco minutos, no hay reunión».
—¿Y no has visto a nadie?
—Nada.
—¿Has enviado el próximo?
—Lo haré a las cinco y diez.
—Vale.
Bosch cerró el teléfono y lo dejó en la mesa. Habían diseñado el tercer mensaje para descubrir definitivamente al contacto. Diría que Sun iba a cancelar la reunión porque había visto que lo seguían y creía que era la policía. Eso instaría al contacto desconocido a salir inmediatamente del Geo.
La camarera llegó con un cuenco de arroz. Bosch se fijó en los grandes ojos blancos del langostino y apartó el cuenco.
Su teléfono vibró. Miró el reloj antes de responder.
—¿Ya lo has enviado? —preguntó Bosch.
Al principio no hubo respuesta.
—¿Sun Yee?
—Harry, soy Chu.
Bosch consultó el reloj otra vez. Había llegado la hora del siguiente mensaje.
—Ahora le llamo.
Cerró el teléfono y una vez más miró en las mesas de los tres restaurantes, esperando que el contacto apareciera como una aguja en un pajar. Alguien leyendo un SMS, o quizás escribiendo una respuesta.
Nada. No vio a nadie sacando un móvil y mirando la pantalla. Había mucha gente que controlar al mismo tiempo y empezó a sentir en el pecho la futilidad del plan. Se fijó en la mesa donde la mujer y el chico habían estado sentados y vio que ya no se encontraban allí. Barrió con la mirada el restaurante y los vio marchándose. La mujer iba deprisa, arrastrando al niño de la mano. En la otra mano llevaba el teléfono móvil.
Bosch abrió su teléfono y llamó a Sun. Este respondió de inmediato.
—La mujer y el niño. Van hacia ti. Creo que puede ser ella.
—¿Ella ha recibido el SMS?
—No, creo que la han mandado para hacer el contacto. Los mensajes los han recibido en otro sitio. Hemos de seguirla. ¿Dónde está el coche?
—Delante.
Bosch se levantó, dejó tres billetes de cien dólares en la mesa y se dirigió a la salida.